Rebelión en la Granja - George Orwell

 

Días después, cuando ya había desaparecido el terror producido por las ejecuciones, algunos animales recordaron —o creyeron recordar­— que el sexto mandamiento decretaba: «Ningún animal matará a otro animal». Y aunque nadie quiso mencionarlo al oído de los cerdos o de los perros, se tenía la sensación de que las matanzas que habían tenido lugar no concordaban con aquello. Clover pidió a Benjamín que le leyera el sexto mandamiento, y cuando Benjamín, como de costumbre, dijo que se negaba a entrometerse en esos asuntos, se fue en busca de Muriel. Mu­riel le leyó el Mandamiento. Decía así: «Ningún animal matará a otro animal sin motivo». Por una razón u otra, las dos últimas palabras se les habían ido de la memoria a los animales. Pero comprobaron que el Mandamiento no fue violado; porque, evidentemente, hubo motivo sobrado para matar a los traidores que se coali­garon con Snowball.

Durante este año los animales trabajaron aún más duramente que el año anterior. Reconstruir el molino, con paredes dos veces más gruesas que antes, y concluirlo para una fecha determi­nada, además del trabajo diario de la granja, era una tarea tremenda. A veces les parecía que tra­bajaban más y no comían mejor que en la época de Jones. Los domingos por la mañana Squealer, sujetando un papel largo con una pata, les leía largas listas de cifras, demostrando que la pro­ducción de toda clase de víveres había aumenta­do en un 200 por ciento, 300 por ciento, o 500 por ciento, según el caso. Los animales no vieron motivo para no creerle, especialmente porque no podían recordar con claridad cómo eran las cosas antes de la Rebelión. Aun así, preferían a veces tener menos cifras y más comida.

Todas las órdenes eran emitidas por interme­dio de Squealer o cualquiera de los otros cerdos. A Napoleón no se le veía en público, todo lo más, una vez por quincena. Cuando aparecía lo hacía acompañado, no solamente por su comitiva de perros, sino también por un gallo negro que marchaba delante y actuaba como una especie de heraldo, dejando oír un sonoro cacareo antes de que hablara Napoleón. Hasta en la casa, se decía, Napoleón ocupaba aposentos separados de los demás. Comía solo, con dos perros para servirlo, y siempre utilizaba la vajilla que había estado en la vitrina de cristal de la sala. También se anunció que la escopeta sería disparada todos los años en el cumpleaños de Napoleón, igual que en los otros dos aniversarios.

Napoleón no era ya mencionado simplemente como «Napoleón». Se le nombraba siempre en forma ceremoniosa como «nuestro Líder, cama­rada Napoleón», y a los cerdos les gustaba inven­tar para él, títulos como «Padre de todos los ani­males», «Terror de la humanidad», «Protector del rebaño de ovejas», «Amigo de los patitos» y otros por el estilo. En sus discursos, Squealer ha­blaba con lágrimas en los ojos, respecto a la sa­biduría de Napoleón, la bondad de su corazón y el profundo amor que sentía por todos los ani­males en todas partes, y especialmente por las desdichadas bestias que aún vivían en la igno­rancia y la esclavitud en otras granjas. Se había hecho habitual atribuir a Napoleón toda proeza afortunada y todo golpe de suerte. A menudo se oía que una gallina le decía a otra: «Bajo la di­rección de nuestro Líder, camarada Napoleón, yo he puesto cinco huevos en seis días», o dos vacas, mientras saboreaban el agua del bebede­ro, solían exclamar: «Gracias a nuestro Líder, camarada Napoleón ¡qué rico sabor tiene esta agua!». El sentimiento general de la granja estaba bien expresado en un poema titulado «Camarada Napoleón», escrito por Mínimus y que decía así:

 

¡Amigo de los desheredados! ¡Fuente de bienestar!

Señor de la pitanza, que mi alma enciendes cuando afortunado contemplo

tu firme y segura mirada,

cuál sol que deslumbra al cielo. ¡Oh, Camarada Napoleón! Donador señero

de todo lo que tus criaturas aman

—sus barrigas llenas y limpia paja para yacer—. Todas las bestias grandes o pequeñas,

dormir en paz en sus establos anhelan bajo tu mirada protectora.

¡Oh, Camarada Napoleón!

El hijo que la suerte me enviare, antes de crecer y hacerse grande y desde chiquito y tierno cachorrillo aprenderá primero a serte fiel, devoto, y seguro estoy de que éste será su primer chillido: ¡Oh, Camarada Napoleón!

 

Napoleón aprobó este poema y lo hizo inscri­bir en la pared del granero principal, en el ex­tremo opuesto a los Siete Mandamientos. Sobre el mismo, había un retrato de Napoleón, de per­fil, pintado por Squealer con pintura blanca.

Mientras tanto, por intermedio de Whymper, Napoleón estaba ocupado en complicadas nego­ciaciones con Frederick y Pilkington. La pila de madera aún estaba sin vender. De los dos, Frede­rick era el que estaba más ansioso por obtenerla, pero no quería ofrecer un precio razonable. Al mismo tiempo corrían rumores insistentes de que Frederick y sus hombres estaban conspiran­do para atacar «Granja Animal» y destruir el mo­lino, cuya construcción había provocado una en­vidia furiosa en él. Se sabía que Snowball aún estaba al acecho en la Granja Pinchfield. A me­diados del verano los animales se alarmaron al oír que tres gallinas confesaron haber tramado, inspiradas por Snowball, un complot para asesi­nar a Napoleón. Fueron ejecutadas inmediata­mente y se tomaron nuevas precauciones para la seguridad del Líder. Cuatro perros cuidaban su cama durante la noche, uno en cada esquina, y un joven cerdo llamado Pinkeye fue designado para probar todos sus alimentos antes de que el Líder los comiera, por temor a que estuvieran envenenados.

Más o menos en esa época, se divulgó que Na­poleón había convenido en vender la pila de ma­dera al señor Pilkington; también había de cele­brarse un convenio formal para el intercambio de ciertos productos entre «Granja Animal» y Foxwood. Las relaciones entre Napoleón y Pil­kington, aunque conducidas únicamente por in­termedio de Whymper, eran casi amistosas. Los animales desconfiaban de Pilkington, como ser humano, pero preferían mucho más a él que a Frederick, a quien temían y odiaban al mismo tiempo. Cuando estaba finalizando el verano y la construcción del molino llegaba a su término, los rumores de un inminente ataque a traición iban en aumento. Frederick, se decía, tenía in­tención de traer contra ellos a veinte hombres, todos armados con escopetas, y ya había sobor­nado a los magistrados y a la policía para que, en caso de que pudiera obtener los títulos de pro­piedad de «Granja Animal», aquellos no indaga­ran. Además se filtraban de Pinchfield algunas historias terribles respecto a las crueldades de que hacía objeto Frederick a los animales. Había azotado hasta la muerte a un caballo; mataba de hambre a sus vacas, había acabado con un perro arrojándolo dentro de un horno, se divertía de noche con riñas de gallos, atándoles pedazos de hojas de afeitar a los espolones. La sangre les hervía de rabia a los animales cuando se entera­ron de las cosas que se hacía a sus camaradas y, algunas veces, clamaron para que se les permi­tiera salir y atacar en masa la «Granja Pinch­field», echar a los seres humanos y liberar a los animales. Pero Squealer les aconsejó que evita­ran los actos precipitados y que confiaran en la estrategia de Napoleón.

Sin embargo, el resentimiento contra Frederick continuó en aumento. Un domingo por la mañana Napoleón se presentó en el granero y ex­plicó que en ningún momento había tenido intención de vender la pila de madera a Frederick; él consideraba incompatible con su dignidad te­ner trato con bribones de esa calaña. A las pa­lomas, que aún eran enviadas para difundir noticias referentes a la Rebelión, les fue prohibido pisar Foxwood y también fueron forzadas a abandonar su lema anterior de «Muerte a la Hu­manidad» reemplazándolo por «Muerte a Frede­rick». A fines de verano fue puesta al descubierto una nueva intriga de Snowball. Los campos de trigo estaban llenos de malezas y se descubrió que, en una de sus visitas nocturnas, Snowball mezcló semillas de cardos con las semillas de tri­go. Un ganso, cómplice del complot, había con­fesado su culpa a Squealer y se suicidó inmedia­tamente ingiriendo unas hierbas tóxicas. Los animales se enteraron también de que Snowball nunca había —como muchos de ellos habían creído hasta entonces— recibido la orden de « Hé­roe Animal de Primer Grado». Era simplemente una leyenda difundida poco tiempo después de la «Batalla del Establo de las Vacas» por Snowball mismo. Lejos de ser condecorado, fue censurado por demostrar cobardía en la batalla. Una vez más, algunos animales escucharon esto con cier­ta perplejidad, pero Squealer logró convencerlos de que sus recuerdos estaban equivocados.

En el otoño, mediante un tremendo y ago­tador esfuerzo —porque la cosecha tuvo que rea­lizarse casi al mismo tiempo—, se concluyó el molino de viento. Aún faltaba instalar la maqui­naria y Whymper negociaba su compra todavía, pero la construcción estaba terminada. A despe­cho de todas las dificultades, a pesar de la inex­periencia, de herramientas primitivas, de la mala suerte y de la traición de Snowball, ¡el tra­bajo había sido terminado puntualmente en el día fijado! Muy cansados pero orgullosos, los animales daban vueltas y más vueltas alrededor de su obra maestra, que a su juicio aparecía aún más hermosa que cuando fuera levantada por primera vez. Además, el espesor de las paredes era el doble de lo que había sido antes. ¡Únicamente con explosivos sería posible derrumbarlo esta vez! Y cuando recordaban cómo trabajaron, el desaliento que habían superado y el cambio que produciría en sus vidas cuando las aspas es­tuvieran girando y las dinamos funcionando, cuando pensaban en todo esto, el cansancio des­aparecía y brincaban alrededor del molino, pro­firiendo gritos de triunfo. Napoleón mismo, acompañado por sus perros y su gallo, se acercó para inspeccionar el trabajo terminado; perso­nalmente felicitó a los animales por su proeza y anunció que el molino sería llamado «Molino Napoleón».

Dos días después los animales fueron citados para una reunión especial en el granero. Que­daron estupefactos cuando Napoleón les anun­ció que había vendido la pila de madera a Frede­rick. Los carros de Frederick comenzarían a llevársela. Durante todo el período de su aparen­te amistad con Pilkington, Napoleón en realidad había estado secretamente de acuerdo con Fre­derick.

Todas las relaciones con Foxwood fueron cor­tadas mientras se enviaban mensajes insultantes a Pilkington. A las palomas se les comunicó que debían evitar la «Granja Pinchfield» y que modi­ficaran su lema de «Muera Frederick» por «Mue­ra Pilkington». Al mismo tiempo, Napoleón ase­guró a los animales que los rumores de un ataque a «Granja Animal» eran completamente falsos y que las noticias respecto a las crueldades de Frederick con sus animales, habían sido enor­memente exageradas. Todos esos rumores pro­bablemente habían sido propagados por Snow­ball y sus agentes. Ahora se descubría que Snowball no estaba escondido en la «Granja Pinchfield» y que, en realidad, en su vida había estado allí; residía en Foxwood —con un lujo ex­traordinario, según decían— y al parecer, había sido un protegido de Pilkington durante muchos años.

Los cerdos estaban asombrados por la astucia de Napoleón. Mediante su aparente amistad con Pilkington forzó a Frederick a aumentar su pre­cio en doce libras. Pero la superioridad de la mente de Napoleón, dijo Squealer, fue demos­trada por el hecho de que no se fió de nadie, ni siquiera de Frederick. Éste había querido abo­nar la madera con algo que se llama cheque, el cual, al parecer, era un pedazo de papel con la promesa de pagar la cantidad escrita en el mis­mo. Pero Napoleón fue demasiado listo para él. Había exigido el pago en billetes auténticos de cinco libras, que debían abonarse antes de reti­rar la madera. Frederick pagó y el importe abo­nado alcanzaba justamente para comprar la ma­quinaria necesaria para el molino de viento.

Mientras tanto, la madera era llevada a toda prisa. Cuando ya había sido totalmente retirada, se efectuó otra reunión especial en el granero para que los animales pudieran contemplar los billetes de banco de Frederick.

Sonriendo beatíficamente y luciendo sus dos condecoraciones, Napoleón reposaba en su le­cho de paja sobre la plataforma, con el dinero al lado suyo, apilado con esmero sobre un plato de porcelana de la cocina. Los animales desfilaron lentamente a su lado y lo contemplaron hasta el hartazgo. Boxer estiró la nariz para oler los bille­tes y los delgados papeles se movieron y crujie­ron ante su aliento.

Tres días después se registró un terrible albo­roto. Whymper, extremadamente pálido, llegó a toda velocidad montado en su bicicleta, la tiró al suelo al llegar al patio y entró corriendo. En se­guida se oyó un sordo rugido de rabia desde el aposento de Napoleón. La noticia de lo ocurrido se difundió por la granja como la pólvora. ¡Los billetes de banco eran falsos! ¡Frederick había conseguido la madera gratis!

Napoleón reunió inmediatamente a todos los animales y con terrible voz decretó sentencia de muerte para Frederick. Cuando fuera capturado, dijo, Frederick debía ser escaldado vivo. Al mis­mo tiempo les advirtió que después de ese acto traicionero, debía esperarse lo peor. Frederick y su gente podrían lanzar su tan largamente espe­rado ataque en cualquier momento. Se aposta­ron centinelas en todas las vías de acceso a la granja. Ademas se enviaron cuatro palomas a Foxwood con un mensaje conciliatorio, con el que se esperaba poder restablecer las buenas relaciones con Pilkington.

A la mañana siguiente se produjo el ataque. Los animales estaban tomando el desayuno cuando los vigías entraron corriendo con el anuncio de que Frederick y sus huestes ya ha­bían pasado el portón de acceso. Los animales salieron audazmente para combatir, pero esta vez no alcanzaron la victoria fácil que obtuvie­ran en la «Batalla del Establo de las Vacas». Había quince hombres, con media docena de es­copetas, y abrieron fuego tan pronto como llega­ron a cincuenta metros de los animales. Éstos no pudieron hacer frente a las terribles explosiones con sus hirvientes perdigones y, a pesar de los esfuerzos de Napoleón y Boxer por reagruparlos, pronto fueron rechazados. Unos cuantos de ellos estaban heridos. Se refugiaron en los edificios de la granja y espiaron cautelosamente por las ren­dijas y los agujeros en los nudos de la madera. Toda la pradera grande, incluyendo el molino de viento, estaba en manos del enemigo. Por el mo­mento hasta Napoleón estaba sin saber qué ha­cer. Paseaba de acá para allá sin decir palabra, su cola rígida y contrayéndose nerviosamente. Se lanzaban miradas ávidas en dirección a Fox­wood. Si Pilkington y su gente los ayudaran, aún podrían salir bien. Pero en ese momento las cua­tro palomas que habían sido enviadas el día anterior volvieron, portando una de ellas un tro­zo de papel de Pilkington. Sobre el mismo figu­raban escritas con lápiz las siguientes palabras: «Se lo tiene merecido».

Mientras tanto, Frederick y sus hombres se de­tuvieron junto al molino. Los animales los obser­varon, y un murmullo de angustia brotó de sus labios. Dos de los hombres esgrimían una palan­ca de hierro y un martillo. Iban a tirar abajo el molino de viento.

—¡Imposible! —gritó Napoleón—. Hemos construido las paredes demasiado gruesas para eso. No las podrán tirar abajo ni en una semana. ¡Valor, camaradas!

Pero Benjamín estaba observando con insis­tencia los movimientos de los hombres. Los que manejaban el martillo y la palanca de hierro es­taban abriendo un agujero cerca de la base del molino. Lentamente, y con un aire casi diverti­do, Benjamín agitó su largo hocico.

—Ya me parecía —dijo—. ¿No ven lo que es­tán haciendo? Enseguida van a llenar de pólvora ese agujero.

Los animales esperaban aterrorizados. Era imposible aventurarse fuera del refugio de los edificios. Después de varios minutos los hom­bres fueron vistos corriendo en todas direccio­nes. Luego se oyó un estruendo ensordecedor. Las palomas se arremolinaron en el aire y todos los animales, exceptuando a Napoleón, se tira­ron al suelo boca abajo y escondieron sus caras. Cuando se incorporaron nuevamente, una enor­me nube de humo negro flotaba en el lugar don­de estuviera el molino de viento. Lentamente la brisa la alejó. ¡El molino de viento había dejado de existir!

Al ver esta escena los animales recuperaron su coraje. El miedo y la desesperación que sintieron momentos antes fueron ahogados por su ira con­tra tan vil y abominable acto. Lanzaron un po­tente griterío clamando venganza, y sin esperar otra orden, atacaron en masa y se abalanzaron sobre el enemigo. Esta vez no prestaron atención a los crueles perdigones que pasaban sobre sus cabezas como granizo. Fue una batalla encona­da y salvaje. Los hombres hicieron fuego una y otra vez, y cuando los animales llegaron a la lu­cha cuerpo a cuerpo, los azotaron con sus palos y sus pesadas botas. Una vaca, tres ovejas y dos gansos murieron, y casi todos estaban heridos. Hasta Napoleón, que dirigía las operaciones des­de la retaguardia, fue herido en la punta de la cola por un perdigón. Pero los hombres tampoco salieron ilesos. Tres de ellos tenían la cabeza rota por las patadas de Boxer; otro fue corneado en el vientre por una vaca; a uno casi le arrancan los pantalones entre Jessie y Bluebell. Y cuando los nueve perros guardaespaldas de Napoleón, a quienes él había ordenado que dieran un rodeo por detrás del cercado, aparecieron repentina­mente por el flanco ladrando ferozmente, el pá­nico se apoderó de los hombres quienes vieron el peligro que corrían de ser rodeados. Frederick gritó a sus hombres que escaparan mientras aún les fuera posible, y enseguida el enemigo huyó acobardado y a toda velocidad. Los animales los persiguieron hasta el final del campo y lograron darles las últimas patadas, cuando a toda veloci­dad cruzaban la cerca de espino.

Habían vencido, pero estaban maltrechos y sangrantes. Lentamente y renqueando volvieron hacia la granja. El espectáculo de los camaradas muertos que yacían sobre la hierba hizo llorar a algunos. Y durante un rato se detuvieron desconsolados y en silencio en el lugar donde antes estuviera el molino. Sí, ya no estaba; ¡hasta el úl­timo rastro de su labor había desaparecido! Has­ta los cimientos estaban parcialmente destrui­dos. Y para reconstruirlo no podrían esta vez, como antes, utilizar las piedras derruidas. Hasta ellas desaparecieron. La fuerza de la explosión las arrojó a cientos de metros de distancia. Era como si el molino nunca hubiera existido.

Cuando se aproximaron a la granja, Squealer, que inexplicablemente estuvo ausente durante la pelea, vino saltando hacia ellos, meneando la cola y rebosante de alegría. Y los animales oye­ron, procediendo de los edificios de la granja, el solemne estampido de una escopeta.

—¿A qué se debe ese disparo? —preguntó Boxer.

—¡Para celebrar nuestra victoria! —gritó Squealer.

¿Qué victoria? —exclamó Boxer. Sus rodi­llas estaban sangrando, había perdido una he­rradura, tenía rajado un casco y una doçena de perdigones incrustados en una pata trasera.

—¿Qué victoria, camarada? ¿No hemos arro­jado al enemigo de nuestro suelo, el suelo sagra­do de «Granja Animal»?

—Pero han destruido el molino. ¡Y nosotros hemos trabajado durante dos años para cons­truirlo!

—¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos si queremos. No apreciáis, camaradas, la importancia de lo que hemos hecho. El enemigo estaba ocupando este suelo que pisamos. ¡Y ahora, gracias a la direc­ción del camarada Napoleón, hemos reconquis­tado cada pulgada del mismo!

—Entonces, ¿hemos recuperado nuevamente lo que teníamos antes? —preguntó Boxer.

Esa es nuestra victoria —agregó Squealer.

Entraron renqueando en el patio. Los perdigo­nes, incrustados en la pata de Boxer le quema­ban dolorosamente. Veía ante sí la pesada labor de reconstruir el molino desde los cimientos y, en su imaginación, se preparaba para la tarea. Pero por primera vez se le ocurrió que él tenía once años de edad y que tal vez sus grandes músculos ya no fueran lo que habían sido antes. Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde y sintieron disparar nuevamente la escopeta —siete veces fue disparada en total­— y escucharon el discurso que pronunció Napo­león, felicitándolos por su conducta, les pareció que, después de todo, habían conseguido una gran victoria. Los muertos en la batalla recibie­ron un entierro solemne. Boxer y Clover tiraron del carro que sirvió de coche fúnebre y Napoleón mismo encabezó la comitiva. Durante dos días enteros se efectuaron festejos. Hubo canciones, discursos y más disparos de escopeta y se hizo un obsequio especial de una manzana para cada animal, con dos onzas de maíz para cada ave y tres bizcochos para cada perro. Se anunció que la batalla sería llamada del Molino y que Napo­león había creado una nueva condecoración, la «Orden del Estandarte Verde», que él se otorgó a sí mismo. En el regocijo general, se olvidó el in­fortunado incidente de los billetes de banco.

Unos días después, los cerdos hallaron una caja de whisky en el sótano de la casa. Había sido pasado por alto cuando se ocupó el edificio. Aquella noche se oyeron desde la casa canciones en alta voz, donde, para sorpresa de todos, se en­tremezclaban los acordes de «Bestias de Inglate­rra». A eso de las nueve y media, Napoleón, lu­ciendo un viejo bombín del señor Jones, fue visto salir por la puerta trasera, galopar alrededor del patio y entrar nuevamente. Pero, por la mañana, reinaba un silencio profundo en la casa. Ni un cerdo se movía. Eran casi las nueve cuando Squealer hizo su aparición, caminando lenta y torpemente, sus ojos opacos, su cola colgando flácidamente y con el aspecto de estar seriamen­te enfermo. Reunió a los animales y les dijo que tenía que comunicarles malas noticias. ¡El ca­marada Napoleón se estaba muriendo!

Muestras de dolor se elevaron en un grito al unísono. Se colocó paja en todas las entradas de la casa y los animales caminaban de puntillas. Con lágrimas en los ojos, se preguntaban unos a otros qué harían si perdieran a su Líder. Se di­fundió el rumor de que Snowball, a pesar de todo, había logrado introducir veneno en la co­mida de Napoleón. A las once salió Squealer para hacer otro anuncio. Como último acto suyo sobre la tierra, el camarada Napoleón emitía un solemne mandato: la acción de beber alcohol se­ría castigada con la muerte.

Al anochecer, sin embargo, Napoleón parecía estar algo mejor y a la mañana siguiente Squea­ler pudo decirles que se hallaba en vías de franco restablecimiento. Esa misma noche Napoleón estaba en pie y al otro día se supo que había or­denado a Whymper que comprara en Willing­don algunos folletos sobre la fermentación y destilación de bebidas. Una semana después Na­poleón ordenó que fuera arado el campo detrás de la huerta, destinada como lugar de esparci­miento para animales retirados del trabajo. Se dijo que el campo estaba agotado y era necesario cultivarlo de nuevo, pero pronto se supo que Na­poleón tenía intención de sembrarlo con cebada.

Más o menos por esa época ocurrió un raro in­cidente que casi nadie fue capaz de entender. Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte estrépito en el patio, y los animales salieron co­rriendo. Era una noche clara, de luna. Al pie de la pared del granero principal, donde figuraban inscritos los siete mandamientos, se encontraba una escalera rota en dos pedazos. Squealer, mo­mentáneamente aturdido, estaba tendido en el suelo y muy cerca estaban una linterna, un pin­cel y un tarro volcado de pintura blanca. Los pe­rros formaron inmediatamente un círculo alre­dedor de Squealer, y lo escoltaron de vuelta a la casa, en cuanto pudo caminar. Ninguno de los animales lograba entender lo que significaba eso, excepto el viejo Benjamín, que movía el ho­cico con aire enterado, aparentando compren­der, pero sin decir nada.

Pasados unos cuantos días, cuando Muriel es­taba leyendo los siete mandamientos, notó que había otro que los animales recordaban mala­mente. Ellos creían que el quinto mandamiento decía: «Ningún animal beberá alcohol», pero pa­saron por alto dos palabras. Ahora el Mandamiento indicaba: «Ningún animal beberá al­cohol en exceso».

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