El largo adiós - Raymond Chandler

 

Cuando atravesamos el Coldwater Canyon en dirección al norte, comenzó a apretar el calor. Subimos hasta la cumbre de la colina y después fuimos bajando hacia el valle de San Francisco. No corría brisa alguna y la atmósfera parecía de fuego. Miré a Spencer de soslayo. Tenía puesto el chaleco, pero evidentemente el calor no lo molestaba. Había algo que lo molestaba mucho más. Tenía la vista clavada adelante y no pronunció ni una sola palabra en todo el camino. El valle estaba cubierto por una espesa niebla. Desde abajo parecía un vaho que subiera del suelo; en seguida estuvimos en medio de la niebla y aquello sacó a Spencer de su silencio.

 

—Dios mío, yo pensaba que en el sur de California tenían un buen clima —refunfuñó—. ¿Qué hacen…, queman viejos neumáticos de camiones?

 

—En Idle Valley estaremos bien —le prometí para consolarlo—. Allí sopla la brisa del océano.

 

—Me alegro que tengan algo más que borrachos —dijo—. Por lo que he visto de la gente local que vive en los barrios ricos, creo que Roger Wade cometió un trágico error al venir a vivir aquí. Un escritor necesita estímulo… y no del tipo que se embotella. Por estos sitios no más que una gran borrachera quemada por el sol. Por supuesto, me estoy refiriendo a la gente de la capa superior.

 

Di la vuelta y disminuí la velocidad para recorrer el tramo polvoriento de la entrada de Idle Valley, después seguí de nuevo por el pavimento y al cabo de un rato se hizo sentir la brisa del océano que se filtraba por entre las colinas. Altos rociadores automáticos giraban en los grandes jardines cubiertos de suave césped y el agua zumbaba al rozarlos. En aquel momento, la mayor parte de la gente debía estar en alguna otra parte. Eso podía verse por el aspecto de las casas, con sus persianas cerradas, y por la forma en que el camión del jardinero estaba estacionado en el medio del camino de entrada de los coches. Llegamos a la casa de los Wade; atravesé la entrada y detuve el coche detrás del Jaguar de Eileen. Spencer bajó y con paso firme se dirigió hacia el pórtico de la casa. Tocó el timbre y la puerta se abrió casi en seguida. Apareció Candy con la chaqueta blanca, el rostro moreno y agradable y los ojos negros y penetrantes. Todo estaba en orden.

 

Spencer entró. Candy me dirigió una breve mirada y me cerró la puerta en las narices con mucha limpieza. Esperé un rato y no pasó nada. Apreté el timbre y oí el campanilleo. Se abrió la puerta y Candy salió gritando.

 

—¡Salga de aquí! En seguida. ¿O quiere que le clave el cuchillo en el estómago?

 

—He venido a ver a la señora Wade.

 

—Ella no quiere saber nada de usted.

 

—¡Fuera de mi camino, palurdo! Tengo que hacer aquí.

 

—¡Candy! —Era la voz de la señora Wade y su tono era violento.

 

Candy me dirigió una mirada furiosa y se metió en la casa. Yo entré y cerré la puerta. Vi a la señora Wade de pie al lado de uno de los sofás y a Spencer a su lado. Estaba fantástica. Llevaba pantalones blancos, con la cintura muy alta, blusa tipo camisa sport, blanca, con media manga, y por el bolsillo colocado sobre su seno izquierdo asomaba un pañuelo color lila.

 

—Ultimamente Candy tiene impulsos de dictador —dijo la señora Wade dirigiéndose a Spencer—. Me alegro de verlo, Howard. Ha sido muy amable al hacer un viaje tan largo para venir a verme. No pensé que vendría con otra persona.

 

—Marlowe me trajo hasta aquí —explicó Spencer—. Además me dijo que quería verla.

 

—No puedo imaginarme para qué —contestó ella fríamente. Al fin se dio por enterada de mi presencia y se dignó dirigirme una mirada que no era precisamente como para darme a entender que el no haberme visto durante una semana había producido un vacío en su vida.

 

—¿Bueno? —preguntó.

 

—Va a llevarme un poco de tiempo —respondí.

 

Ella se sentó lentamente. Yo me senté en el otro sofá. Spencer tenía el ceño fruncido. Se sacó los lentes y los limpió, lo que le dio la oportunidad de fruncir el ceño con mayor naturalidad. Se sentó en el mismo sofá que yo, pero en el otro extremo.

 

—Estaba segura de que vendría a tiempo para almorzar conmigo —le dijo la señora Wade, sonriendo.

 

—Hoy no puedo, gracias.

 

—¿No? Bueno, lo dejaremos para otra vez, si está muy ocupado. Entonces, ¿únicamente quiere ver los escritos de Roger?

 

—Si es que puedo hacerlo.

 

—Por supuesto. ¡Candy! ¡Oh!, se ha ido. Se los traeré yo; están sobre el escritorio de Roger.

 

Spencer se puso de pie.

 

—¿Puedo ir a buscarlos?  —Sin esperar respuesta se encaminó hacia el estudio. Cuando estaba a unos dos metros detrás de Eileen se detuvo y me dirigió una mirada muy significativa. Después prosiguió su camino. Permanecí sentado, en actitud de espera, hasta que la señora Wade volvió la cabeza y me dirigió una mirada fría e impersonal.

 

—¿Para qué quería verme? —me preguntó secamente.

 

—Por varias cosas. Veo que usa de nuevo aquel pendiente.

 

—Lo uso a menudo. Me lo regaló un amigo muy querido, hace ya mucho tiempo.

 

—Sí. Me lo contó. Es una especie de insignia militar inglesa, ¿no?

 

Ella sostuvo el pendiente con la mano, por el extremo de la cadena.

 

—Es la reproducción de una insignia hecha por un joyero. Es de oro y esmalte, y más pequeña que el original.

 

Spencer regresó al living-room, volvió a sentarse y colocó una gruesa pila de hojas de papel amarillo sobre la mesita que tenía delante. Les echó una ojeada indiferente y después fijó la vista en Eileen.

 

¿Puedo mirarlo más de cerca? —pregunté.

 

La señora Wade hizo girar la cadena alrededor del cuello hasta encontrar el broche y lo abrió. Me entregó el pendiente, o mejor dicho, lo dejó caer en mi mano. Apoyó las manos sobre la falda y me miró con curiosidad.

 

—¿Por qué está tan interesado? Es la insignia de un regimiento llamado Los Rifleros, un regimiento territorial. El hombre que me lo regaló desapareció poco después. En Andalsnes, Noruega, en la primavera de aquel año terrible… 1940. —Sonrió e hizo un breve gesto con la mano—. Estaba enamorado de mí.

 

—Eileen estuvo en Londres durante toda la blitzkrieg  —dijo Spencer con voz inexpresiva—. No alcanzó a irse a tiempo.

 

Los dos ignoramos a Spencer.

 

—Y usted estaba enamorada de él —agregué.

 

Eileen bajó la vista y al cabo de un instante levantó la cabeza y nuestras miradas se entrecruzaron.

 

—Fue hace mucho tiempo y estábamos en guerra. A veces ocurren cosas extrañas.

 

—Fue algo más que eso, señora Wade. Me parece que se ha olvidado de todo lo que me dijo con respecto a aquel hombre. “Ese amor intenso, misterioso y apasionado que sólo se siente una sola vez.” Estoy citando sus propias palabras. En cierto sentido usted todavía sigue enamorada de él. Es una casualidad que yo tenga sus mismas iniciales. Supongo que eso tuvo algo que ver con el hecho de que me eligiera a mí y no a cualquier otro detective.

 

—Su nombre no tenía parecido alguno con el suyo  —contestó fríamente—. Y él está muerto, muerto, muerto.

 

Le pasé a Spencer el pendiente de oro y esmalte. Lo tomó de mala gana y murmuró:

 

—Ya lo he visto antes.

 

—Fíjese en el dibujo, a ver si mis ojos no me engañan  —le dije—. Consiste en una daga o puñal ancho, en esmalte blanco con borde dorado. El puñal apunta hacia abajo y la hoja cruza frente a un par de alas enroscadas hacia arriba, en esmalte azul, y después pasa detrás de una hoja de pergamino. Sobre el pergamino están escritas las siguientes palabras. EL QUE OSA, VENCE.

 

—Parece correcto, pero ¿qué importancia puede tener?

 

—La señora Wade dijo que era una insignia de los Rifleros, un regimiento territorial. Dijo que se lo regaló un hombre que estuvo en aquel regimiento y que desapareció durante la campaña de Noruega, en la primavera de 1940, en Andalsnes.

 

Los dos me escuchaban con atención. Spencer no me sacaba los ojos de encima. Sabía que no estaba hablando porque sí y Eileen también lo sabía. Tenía las cejas contraídas en una arruga profunda que impartía al rostro una expresión de perplejidad que podía muy bien ser auténtica, pero que con toda seguridad era inamistosa.

 

—Esta es una insignia que se lleva en el brazo. Fue creada cuando Los Rifleros fueron reorganizados o asignados o incorporados o sea lo que fuere el nombre que corresponde, a un Equipo Especial de Servicio Aéreo. Originariamente había sido un Regimiento Territorial de Infantería. Esta insignia ni siquiera existió hasta 1947. En consecuencia, nadie pudo dársela a la señora Wade en 1940. Además no hubo ningún regimiento de Rifleros que desembarcara en Andalsnes, Noruega, en 1940. Los Foresters Sherwood y los Leicestershires sí lo hicieron; ambos eran Territoriales. Pero Los Rifleros, no.

 

Spencer puso el pendiente sobre la mesa y lo empujó lentamente hasta que quedó delante de Eileen. No pronunció una sola palabra.

 

—¿Usted cree que si eso fuera cierto yo no lo sabría? —preguntó Eileen en tono despreciativo.

 

—¿Usted cree que el Ministerio de Guerra Británico no lo sabría? —repliqué de inmediato.

 

—Es evidente que debe haber algún error —dijo Spencer suavemente.

 

Me di vuelta y le dirigí una mirada dura.

 

—Esa es una forma de explicarlo.

 

—Otra forma de explicarlo es que yo sea una mentirosa —dijo Eileen Wade con voz fría como el hielo—. Nunca conocí a nadie llamado Paul Marston, nunca lo quise, ni él a mí. El no me dio la reproducción de la insignia de su regimiento, ni desapareció en acción, ni existió nunca. Yo misma compré esta insignia en un negocio de Nueva York donde se especializan en artículos ingleses importados, artículos de cuero, zapatos hechos a mano, corbatas de colegios y regimientos, chaquetas para jugar al cricket, chucherías con escudos de armas y otras cosas por el estilo. ¿Esta explicación le satisface, señor Marlowe?

 

—La última parte, sí, pero no la primera. Sin duda alguien le dijo que era una insignia de los Rifleros y se olvidó especificar de qué clase se trataba o no lo sabría. Pero usted conoció a Paul Marston y él prestó servicios en aquel regimiento y desapareció en acción en Noruega. Pero eso no sucedió en 1940, señora Wade, sino en 1942, y en aquel entonces él estaba en los comandos y no fue en Andalsnes sino en una pequeña isla costera en donde los comandos realizaron una acción relámpago.

 

—No veo la necesidad de decirlo en forma tan hostil  —dijo Spencer en tono decidido. Comenzó a jugar con las hojas amarillas que tenía delante. Yo no sabía si trataba de calmarse o simplemente se sentía resentido. Agarró un alto de hojas amarillas y las sopesó en la mano.

 

—¿Piensa comprar el material por el peso?  —le pregunté.

 

Pareció sorprendido y después sonrió, con sonrisa de compromiso.

 

—Eileen pasó una época muy dura en Londres dijo Spencer—. Uno puede confundir las cosas en la memoria.

 

Saqué del bolsillo un papel doblado.

 

—Claro, como por ejemplo con quién se ha casado uno. Esta es una copia certificada de un acta matrimonial. El original proviene de la Oficina de Registro Civil de Caxton. La fecha del casamiento es agosto de 1942. Los cónyuges son Paul Edward Marston y Eileen Victoria Sampsell. En cierto sentido la señora Wade tiene razón. Paul Edward Marston no existía. Era un nombre falso porque en el ejército hay que tener autorización para contraer matrimonio. El hombre inventó una identidad. En el ejército tenía otro nombre. Tengo en mi poder su historia militar completa. A mí me asombra que la gente nunca parezca comprender que todo lo que uno tiene que hacer es preguntar.

 

Spencer quedó inmóvil, con la mirada fija, pero no en mí, sino en Eileen. Ella lo miró a su vez y en su rostro se dibujó una de esas sonrisas lánguidas, con una mezcla de arrepentimiento y seducción, en las que son tan especialistas las mujeres.

 

—Pero él había muerto, Howard. Mucho antes de que yo conociera a Roger. ¿Qué importancia podía tener? Roger estaba enterado de todo. Nunca dejé de usar mi apellido de soltera. Tuve que hacerlo dadas las circunstancias. Estaba en mi pasaporte. Entonces, cuando él murió en acción… —hizo una pausa, suspiró lentamente y dejó que la mano cayera con suavidad sobre la rodilla—. Todo terminó, todo estaba arruinado, perdido para siempre.

 

—¿Está segura de que Roger lo sabía? —preguntó Spencer suavemente.

 

—Sabía algo —interrumpí yo—. El nombre Paul Marston tenía para él algún significado. Se lo pregunté una vez y sus ojos adquirieron una expresión extraña, pero no me explicó el motivo.

 

Eileen no hizo caso de mis palabras y se dirigió a Spencer.

 

—¡Claro! ¡Por supuesto que Roger estaba enterado de todo! —Sonrió a Spencer pacientemente, como si éste fuera algo lento en comprender. ¡Los trucos que usan las mujeres !

 

—Entonces, ¿por qué mintió con respecto a las fechas? —preguntó Spencer con sequedad—. ¿Por qué dice que el hombre desapareció en 1940 cuando eso ocurrió en 1942? ¿Por qué usa una insignia que él no pudo haberle dado y se empecina en contar que se la regaló?

 

—Tal vez estuve perdida en un sueño —contestó ella con voz suave —o en una pesadilla, para ser más exacta. Muchos de mis amigos murieron en los bombardeos. Cuando uno daba las buenas noches a alguien, en aquellos días era más que eso, una despedida final. Y cuando se decía adiós a un soldado… era mucho peor. Siempre mueren los buenos y los honrados.

 

El no dijo nada. Yo no dije nada. Ella bajó la vista y miró el pendiente abandonado sobre la mesa. Lo tomó, lo unió a la cadena de alrededor del cuello y lo echó hacia atrás con toda calma.

 

—Sé que no tengo ningún derecho a interrogarla, Eileen  —dijo Spencer—. Dejemos esto y olvidémonos. Marlowe hizo toda una alharaca con la insignia y el certificado de matrimonio y lo demás. Durante un instante creo que hasta me hizo dudar.

 

—El señor Marlowe transforma cualquier bagatela en una cosa importante —dijo ella con calma—. Pero cuando se trata verdaderamente de una cosa importante, como salvar la vida de un hombre, se va afuera a observar una lancha insignificante que anda dando vueltas por el lago.

 

—Y usted nunca volvió a ver a Paul Marston —continué.

 

—¿Cómo podría haberlo visto si había muerto?

 

—Usted no sabía que había muerto. La Cruz Roja no informó sobre su muerte. Pudo haber caído prisionero.

 

Ella se estremeció de pronto.

 

—En octubre de 1942, Hitler dictó la orden de que todos los prisioneros de los comandos fueran entregados a la Gestapo. Creo que todos sabemos lo que esto significaba. Torturas espantosas y la muerte anónima en algún calabozo de la Gestapo. —Se estremeció de nuevo. Después me miró con ojos centelleantes: —Usted es un hombre horrible. Quiere hacerme vivir de nuevo todo aquello, castigarme por una mentira trivial. Supóngase que alguien que usted amara hubiera sido agarrado por esa gente y usted supiera lo que debía haberle sucedido a él o a ella. ¿Es tan extraño que yo haya tratado de reconstruir otra clase de memoria… aunque fuera falsa?

 

—Necesito beber algo —dijo Spencer—. Necesito beber algo en seguida.

 

Eileen golpeó las manos y Candy apareció sin que se supiera de dónde venía, como era su costumbre. Se inclinó ante Spencer y preguntó:

 

—¿Qué desea tomar, señor Spencer?

 

—Whisky puro y en cantidad respetable.

 

Candy se encaminó a un extremo del living y abrió el bar empotrado en la pared. Sacó la botella y echó en un vaso una buena porción de whisky. Se acercó a Spencer y colocó el vaso sobre la mesa.

 

—Candy —dijo la señora Wade—, puede ser que el señor Marlowe también quiera beber algo.

 

El se detuvo y la miró; su cara morena aparecía terca y decidida.

 

—No, gracias, no quiero nada.

 

Candy emitió una especie de gruñido y salió de la habitación. Hubo otro silencio prolongado. Spencer bebió la mitad del whisky de un trago y encendió un cigarrillo. Se dirigió a mí pero sin mirarme.

 

—Estoy seguro de que la señora Wade o Candy me llevarán de regreso a Beverly Hills o quizá pueda conseguir un taxi. Supongo que usted ha terminado.

 

Volví a doblar la copia certificada de la licencia matrimonial y la guardé en el bolsillo.

 

—¿Está seguro de que quiere que las cosas queden en esta forma? —le pregunté.

 

—Es así como lo quieren todos.

 

—Bien —me puse de pie—. Creo que fui un tonto al encarar el asunto de esta manera. Pero siendo como es usted un gran editor y publicista y teniendo el cerebro adecuado para desempeñarse como tal, si es que es necesario tenerlo, pudo haber supuesto que no vine aquí tan sólo para hacerme el interesante. No reviví una vieja historia o gasté mi propio dinero para averiguar hechos concretos con el solo objeto de venir a exponerlos ante terceros. No investigué a Paul Marston porque la Gestapo lo asesinó, porque la señora Wade usaba una insignia equivocada, porque se equivocó en las fechas o porque se casó con él en uno de aquellos casamientos relámpagos de la época de guerra. Cuando comencé a investigarlo no conocía ninguno de aquellos datos. Lo único que sabía era su nombre. ¿Cómo cree usted que lo supe?

 

—Sin duda alguien se lo dijo —replicó Spencer, secamente.

 

—Justo, señor Spencer. Me lo dijo alguien que lo conoció en Nueva York después de la guerra y más tarde volvió a verlo en el restaurante Chasen con su mujer.

 

—Marston es un nombre muy común —dijo Spencer y siguió bebiendo. Ladeó la cabeza y bajó el párpado derecho una fracción de centímetro. Entonces me senté de nuevo—. Hasta sería difícil que hubiera un solo Paul Marston. Por ejemplo, en la guía telefónica de la región del Gran Nueva York, hay diecinueve Howard Spencer, sin inicial en el medio.

 

—Sí. ¿Cuántos Paul Marston diría usted que existen a quienes una granada haya desfigurado un lado de la cara y que muestren en el rostro las cicatrices y señales dejadas por la cirugía plástica?

 

Spencer quedó con la boca abierta y emitió una especie de suspiro profundo. Sacó el pañuelo y se secó las sienes.

 

—¿Cuántos Paul Marston diría usted que existen que en aquella misma ocasión hayan salvado las vidas de un par de jugadores y rufianes llamados Mendy Menéndez y Randy Starr? Ellos andan todavía por aquí y tienen buena memoria. Pueden hablar cuando les convenga. ¿Por qué no rendirnos a la evidencia? Paul Marston y Terry Lennox eran una misma persona. Puede ser probado sin ninguna sombra de duda.

 

Yo no esperaba que nadie pegara un salto en el aire o lanzara un alarido de sorpresa al oír mis palabras, y en efecto eso no ocurrió. Pero hay un silencio que es casi tan audible como un grito y ése fue el silencio que reinó. Me rodeó por completo como un muro alto y espeso. Podía oír el ruido del agua que corría en la cocina y desde afuera llegó hasta nosotros el golpe seco del diario al caer sobre el camino de coches y el silbido inseguro y ligero del repartidor que se alejaba con la bicicleta.

 

Sentí un leve pinchazo en la nuca. Me aparté de un salto y me di vuelta. Candy estaba parado con el cuchillo en la mano. El rostro era impenetrable, pero en los ojos tenía una expresión que no había visto antes.

 

—Usted está cansado, amigo —me dijo con suavidad—. ¿Le preparo algo para beber?

 

—Whisky, gracias.

 

—En seguida, señor.

 

Cerró el cuchillo de un golpe, lo guardó en el bolsillo lateral de la chaqueta blanca y con paso suave se alejó.

 

Entonces, al fin, miré a Eileen. Estaba inclinada hacia adelante, con las manos muy apartadas y esa inclinación ocultaba la expresión del rostro, si es que tenía alguna. Cuando comenzó a hablar, la voz tenía la diáfana vacuidad de aquella voz mecánica que nos dice la hora por teléfono y que si uno siguiera escuchando, lo que no hay ninguna razón para hacer, continuaría recitando para siempre el pasar de los segundos sin el más leve cambio de inflexión en la voz.

 

—Lo vi una vez, Howard, nada más que una vez. No le dirigí la palabra. El tampoco me habló. Estaba terriblemente cambiado. Tenía el cabello blanco y la cara… no era la misma cara. Pero por supuesto lo reconocí y él también. Nos miramos y eso fue todo. En seguida desapareció de la habitación y al día siguiente se fue de la casa. Fue en la de los Loring donde lo vi a él… y a ella. Era por la tarde  usted estaba allí, Howard, y Roger también. Supongo que usted lo vio aquel día.

 

—Me lo presentaron —dijo Spencer—. Sabía con quién estaba casado.

 

—Linda Loring me contó que desapareció de la casa de la noche a la mañana. No dio ninguna razón ni hubo disputa, alguna. Después de un tiempo la mujer se divorció de él y más tarde oí decir que volvió a encontrarlo, arruinado por completo y se volvieron a casar. Dios sabrá por qué. Supongo que él no tenía dinero, pero eso ya no le importaba. Sabía que yo me había casado con Roger. Estábamos perdidos el uno para el otro.

 

—¿Por qué? —preguntó Spencer.

 

Candy colocó la bebida delante de mí sin decir una palabra. Miró a Spencer y éste negó con la cabeza. Candy desapareció. Nadie le prestó ninguna atención. Era como el hombre que, en las obras de teatro chinas, mueve las cosas en el escenario y los actores y ]os espectadores hacen como que no lo ven.

 

—¿Por qué? —repitió la señora Wade—. ¡Oh!, usted no lo entendería. Habíamos perdido lo que tuvimos una vez y nunca podríamos recuperarlo. Después de todo, no cayó en las manos de la Gestapo; debe haber habido algunos nazis decentes que no obedecieron la orden de Hitler referente a los comandos. De modo que sobrevivió y regresó. A veces solía imaginarme que volvería a encontrarlo algún día, pero tal como había sido en la época en que nos conocimos, joven, apasionado y sin mácula. Pero encontrarlo casado con aquella ramera pelirroja era… repugnante. Yo ya estaba enterada de sus relaciones con Roger. No me cabe duda de que Paul también lo sabía, lo mismo que Linda Loring, que es una mujer medio perdida, aunque no del todo. Todos ellos pertenecen a la misma pandilla. Usted me pregunta por qué no abandoné a Roger y volví con Paul. ¿Después que estuvo en los brazos de aquella mujer y que Roger pasó también por los mismos brazos complacientes? No, gracias. Necesito un incentivo un poco más grande para eso. A Roger podía perdonarlo; bebía mucho y no sabía lo que hacía. Le preocupaba su trabajo y se aborrecía a sí mismo porque no era más que un escriba mercenario. Era un hombre débil, frustrado, desengañado de la vida, pero comprensible. No fue más que un marido. Paul fue o mucho más que eso o no fue nada. Al final no fue nada.

 

Tomé un sorbo de mi bebida. Spencer había terminado la suya. Estaba observando la tela del sofá. Había olvidado la pila de papeles que tenía frente a él, la novela inacabada del popular autor completamente acabado.

 

—Yo no diría eso —exclamé.

 

Ella levantó la vista, me miró vagamente y la bajó de nuevo.

 

—Fue menos que nada —agregó Eileen con una nueva nota de sarcasmo en la voz—. Sabía perfectamente quién era ella y, sin embargo, se casó y entonces, como ella resultó ser lo que él sabía que era, la mató. Y después se escapo y se suicido.

 

—El no la mató —dije—, y usted lo sabe.

 

Eileen se puso de pie con movimiento casi felino y me miró con asombro. Spencer dejó escapar un gruñido.

 

—Roger la mató y usted también lo sabe.

 

—¿El se lo dijo? —preguntó con calma.

 

—No tuvo necesidad de hacerlo, pero me hizo un par de insinuaciones. Con el tiempo hubiera terminado contándomelo a mí o a cualquier otro. Aquel secreto lo estaba destrozando poco a poco.

 

La señora Wade sacudió levemente la cabeza.

 

—No, señor Marlowe. No es por eso que se sentía destrozado. Roger no sabía que la había matado. Se había olvidado por completo de todo. Presentía que había ocurrido algo terrible y trataba de sacarlo a la superficie, pero no podía. El shock había borrado todo en su memoria. Quizás algún día hubiera vuelto a recordar y tal vez pudo hacerlo en los últimos momentos de su vida. Pero no antes; no antes de aquel momento.

 

Spencer exclamó con voz ronca:

 

—No creo que pueda pasar una cosa así, Eileen.

 

—¡Oh!, sí, claro que puede ocurrir —contesté yo—. Conozco algunos casos muy bien establecidos. Uno fue el de un borracho que mató a una mujer que encontró en un bar. La estranguló con la bufanda que ella usaba, sujeta con un prendedor de fantasía. Ella se fue a casa con él y lo que sucedió después no se sabe, excepto que ella quedó muerta y cuando la policía lo agarró, él llevaba el prendedor de fantasía en su corbata y no tenía la menor idea de dónde lo había sacado.

 

—¿Nunca?  —preguntó Spencer—. ¿O sólo en aquel momento?

 

—El nunca lo admitió. Y no se lo podemos preguntar porque no anda más por aquí. Lo mataron con gas. El otro caso es el de un herido en la cabeza. Vivía con un rico pervertido, uno de esos que coleccionan primeras ediciones, hacen comidas complicadas y tienen una biblioteca secreta muy costosa detrás de un panel en la pared. Los dos tuvieron una pelea. Lucharon por toda la casa, de una habitación a otra, la casa parecía un matadero, y el ricacho, al fin, recibió la peor parte. Cuando agarraron al asesino, tenía docenas de contusiones y un dedo roto. Todo lo que sabía era que tenía dolor de cabeza y no podía encontrar el camino para regresar a Pasadena. No hacía más que dar vueltas por los alrededores y se paraba en la misma estación de servicio para que le indicaran la dirección. El muchacho de la estación de servicio decidió que debía estar loco y llamó a la policía. A la vez siguiente que apareció por la estación lo estaban esperando.

 

—No creo eso de Roger —dijo Spencer—. No era más psicópata de lo que pueda serlo yo.

 

—Cuando estaba borracho no tenía conciencia de lo que hacía —expliqué.

 

—Yo estaba allí. Vi cuando él lo hizo —dijo Eileen con voz tranquila.

 

Hice una mueca a Spencer, una especie de mueca que probablemente no tuvo nada de alegre, pero mi rostro hizo lo que pudo.

 

—Ahora nos lo va a contar todo —le dije a Spencer—. Quédese quieto y escuche. Ahora nos lo va a contar todo. No puede dejar de hacerlo.

 

—Sí, eso es verdad —comenzó Eileen en tono grave—. Hay cosas que a nadie le gusta contar aunque sean sobre un enemigo y mucho menos si se refieren al propio marido de una. Si tuviera que contarlas en público, en el sitial de los testigos, con toda seguridad que no le agradarían, Howard. Su magnífico y talentoso escritor, tan popular y lucrativo, haría un papel muy triste, aparecería como un pobre diablo. Era un gran experto en cuestiones sexuales, ¿no? ¡En los libros, claro está! ¡Y cómo trataba el pobre tonto de vivir de conformidad a ellos! Para él aquella mujer no era más que un trofeo. Yo los espié. Debería avergonzarme. Una tiene que decir estas cosas, pero no me avergüenzo de nada. Yo vi toda aquella escena repugnante. La casa de huéspedes que ella utilizaba para sus amoríos era un lugar apartado y tranquilo, bordeado por grandes árboles, garaje particular y se entraba por una calle lateral, cerrada por el otro extremo. Llegó el momento en que Roger ya no era para aquella mujer un amante satisfactorio. Estaba demasiado borracho. Roger trató de irse, pero ella lo siguió hasta afuera gritando a más no poder; estaba completamente desnuda y blandía en la mano una pequeña estatuilla. El lenguaje que empleó era de una suciedad y depravación tales que no podría intentar describirlo. Entonces ella trató de golpearlo con la estatuilla. Ustedes son hombres y deben de saber que no hay nada que choque más a un hombre que escuchar a una mujer que se supone refinada utilizando el lenguaje del albañil y el prostíbulo. Roger estaba borracho, ya había tenido arranques súbitos de violencia y en aquel momento tuvo un ataque terrible. Le arrebató la estatuita de la mano. Pueden imaginarse el resto.

 

—Debe de haber corrido mucha sangre —dije.

 

—¿Sangre?  —Eileen rió amargamente—. Lo hubiera visto cuando llegó a casa. Cuando corrí a buscar el coche para alejarme de allí, él permaneció parado, mirándola. Entonces se agachó, la levantó en los brazos y la llevó hasta la casa de huéspedes. En aquel momento me di cuenta de que el shock lo había desembriagado en parte. Llegó a casa al cabo de una hora. Estaba muy tranquilo. Se sorprendió cuando vio que lo estaba esperando. Para ese entonces no estaba borracho sino aturdido, ofuscado. Tenía sangre por todas partes, en la cara, en el cabello, en la parte delantera de la chaqueta. Lo llevé al lavabo que hay al lado del estudio, le saqué la ropa manchada y fuimos arriba, donde se dio una ducha. Después lo ayudé a meterse en cama. Busqué una maleta, fui abajo de nuevo, recogí las ropas manchadas de sangre y las guardé en la maleta. Limpié el lavabo y el piso, tomé una toalla mojada y salí a asegurarme de que su coche estaba limpio. Lo guardé en el garaje, saqué el mío y me dirigí hasta el depósito de agua de Chatsworth; ya pueden adivinar lo que hice con la maleta, con la ropa y las toallas.

 

Eileen hizo una pausa. Spencer se rascaba la palma de la mano izquierda. Ella le dirigió una rápida mirada y continuó .

 

—Mientras estuve afuera, Roger se levantó y bebió mucho whisky. A la mañana siguiente no se acordaba de nada absolutamente. Es decir, no dijo una sola palabra sobre el asunto, y se comportó como si no le hubiera ocurrido nada fuera de la borrachera. Y yo no dije ni una palabra.

 

—Debió de haber notado que le faltaba la ropa —dije. Ella asintió.

 

—Creo que al fin se dio cuenta…, pero no dijo nada. En aquel momento todo pareció ocurrir al mismo tiempo. Los diarios no hacían más que hablar del caso, llenaban páginas enteras y entonces fue cuando Paul desapareció y lo encontraron muerto en México. ¿Cómo podía yo saber que eso iba a ocurrir? Roger era mi marido. Había cometido un crimen espantoso, pero ella era una mujer repugnante. Y él no sabía lo que estaba haciendo. Entonces, tan súbitamente como habían comenzado, los diarios dejaron de ocuparse del asunto. El padre de Linda debe de haber tenido algo que ver con aquello. Roger leía los diarios, por supuesto, y hacía los comentarios que uno podría esperar de un espectador inocente que conociera por casualidad a la gente envuelta en el caso.

 

—¿No estaba asustada, Eileen? —preguntó Spencer con calma.

 

—Me sentía enferma de miedo, Howard. Si Roger llegaba a recordar, probablemente me mataría. Era un buen actor, la mayoría de los escritores lo son, y quizá ya lo sabía y sólo esperaba la oportunidad propicia. Pero no podía estar segura. A lo mejor había olvidado todo aquello para siempre. Y Paul había muerto.

 

—Si él nunca habló de la ropa que usted arrojó dentro del depósito, es porque sospechaba algo —dije—. Y acuérdese que en aquellas hojas que dejó en la máquina de escribir la noche en que disparó el tiro y yo la encontré a usted tratando de sacarle el revólver, decía que un hombre bueno había muerto por él.

 

—¿Dijo eso? —Se le agrandaron los ojos en la medida adecuada.

 

—Lo escribió… en la máquina. Yo rompí las hojas porque él me lo pidió. Me imaginé que usted las había leído.

 

—Nunca leía lo que él escribía en el estudio.

 

—Sin embargo leyó la nota que Roger dejó aquella vez que fue a lo de Verringer; hasta recuerdo que anduvo buscando algo en el canasto de los papeles.

 

—Eso era diferente —replicó ella en seguida—. Estaba buscando algún indicio para saber dónde podía haberse ido.

 

—Muy bien —dije, recostándome sobre el respaldo—. ¿Hay algo más?

 

Eileen sacudió la cabeza lentamente, con profunda tristeza.

 

—Supongo que no. Tal vez Roger haya recordado aquello, en el último momento de su vida, la tarde que se suicidó. Nunca lo sabremos. ¿Y acaso queremos saberlo?

 

Spencer carraspeó para aclararse la garganta.

 

—¿Qué tenía que ver Marlowe en todo esto? Fue idea suya el traerlo aquí. Sabe muy bien que usted me pidió que le hablara.

 

—Estaba terriblemente asustada. Tenía miedo de Roger y estaba asustada por él. El señor Marlowe era amigo de Paul; fue casi la última persona que lo vio antes de irse a México. Paul pudo haberle contado algo y yo tenía que saberlo, tenía que estar segura. Si era un hombre peligroso quería tenerlo de mi lado. Si descubría la verdad, podría existir todavía algún medio de salvar a Roger.

 

De pronto, y sin que mediara ninguna razón valedera o perceptible para mí, Spencer se puso firme. Se inclinó hacia adelante y en tono seco y decidido dijo:

 

—Vamos a poner esto en claro, Eileen. Tenemos aquí a un detective privado que no andaba en buenas relaciones con la policía. Lo habían metido en la cárcel. Se lo acusaba de haber ayudado a Paul, lo llamo así porque usted lo hace, a salir del país hacia México. Eso es un delito, si Paul era un asesino. De modo que si Marlowe descubría la verdad y podía justificarse y verse libre de toda culpa, ¿usted cree que iba a quedarse sentado sin hacer nada? No sé cómo pudo habérsele ocurrido semejante idea.

 

—Estaba asustada, Howard. ¿No puede comprenderlo? Vivía en la misma casa con un asesino que podía ser un maniático. Estaba sola con él gran parte del día.

 

—Comprendo todo eso —dijo Spencer con voz seca—. pero Marlowe no aceptó y usted seguía sola. Entonces Roger disparó aquel tiro con el revólver y una semana después usted estaba sola todavía. Pero cuando Roger se mató resulta que fue Marlowe el que se encontraba solo en la casa en aquel momento, cosa muy conveniente, por cierto.

 

—Es verdad —dijo ella—. ¿Y qué hay con eso? ¿Qué podía hacer yo?

 

—Muy bien —replicó Spencer—. Es posible que usted pensara que Marlowe podía descubrir la verdad y que con el antecedente de aquella noche en que su marido había disparado un tiro, le entregara simplemente a Roger el revólver y le dijera algo por el estilo: “Oiga, viejo, usted es un asesino; estoy perfectamente enterado de todo y su mujer también lo sabe. Ella es una mujer magnífica y ha sufrido bastante. Sin mencionar al marido de Sylvia Lennox. ¿Por qué no hace la única cosa sensata que le queda y que es apretar el gatillo? Todo el mundo pensará en un caso de borrachera crónica. De modo que iré a dar una vuelta por el lago y a fumar un cigarrillo, viejo. Buena suerte y adiós. ¡Ah! Aquí está el revólver; está cargado y es todo para usted.”

 

—Está diciendo cosas horribles, Howard. No pensé en nada por el estilo.

 

—Usted dijo al agente que Marlowe había matado a Roger. ¿Qué quiso decir con eso?

 

Eileen me dirigió una mirada, casi tímida.

 

—Estaba ofuscada. No sabía lo que estaba diciendo.

 

—A lo mejor pensó que fue Marlowe el que disparó el tiro —insinuó Spencer con tranquilidad.

 

Entrecerró los ojos y exclamó:

 

—¡Oh, no, Howard! ¿Por qué iba a insinuación abominable.

 

—¿Por qué? —quiso saber Spencer—. ¿Qué tiene de abominable? La policía pensó lo mismo. Y Candy les proporcionó una razón. Contó que Marlowe estuvo en su cuarto durante dos horas, la noche en que Roger disparó el tiro al techo… después que Roger tomó unas pastillas para dormir.

 

Eileen enrojeció hasta la raíz de los cabellos.

 

—Y que usted no llevaba ninguna ropa encima —prosiguió Spencer brutalmente—. Eso fue lo que Candy contó a la policía.

 

—Pero en la investigación… —comenzó a decir la señora Wade con voz medio temblorosa. Spencer la cortó en seco.

 

—La policía no creyó a Candy. Por eso no repitió la historia durante la investigación.

 

—¡Oh! —dijo con un suspiro de alivio.

 

—Además —continuó Spencer con voz fría—, la policía sospechaba de usted y todavía sospecha. Todo lo que necesitan es un motivo. Y me parece que no les resultará difícil encontrarlo ahora.

 

Eileen se puso de pie.

 

—Creo que será mejor que ustedes dos salgan de esta casa. Y cuanto antes, mejor.

 

—Bueno, ¿lo hizo o no lo hizo? —preguntó Spencer con calma, haciendo un ademán para agarrar la copa, que encontró vacía.

 

—¿Si hice o no hice qué?

 

—Matar a Roger.

 

Ella permaneció de pie, mirándolo fijamente. El rubor había desaparecido y su rostro estaba pálido, tenso y enojado.

 

—No hago más que formularle las preguntas que le harán en el tribunal de justicia.

 

—Yo había salido. Me olvidé las llaves y tuve que tocar el timbre para poder entrar. Cuando llegué a casa él estaba muerto. Todo eso se sabe. Por el amor de Dios, ¿qué se le ha metido en la cabeza?  Spencer sacó el pañuelo y se limpió los labios.

 

—Eileen, he estado en esta casa veinte veces. Nunca he sabido que la puerta principal esté cerrada con llave durante el día. Yo no digo que usted lo haya matado. Me limito a preguntárselo. Y no me diga que era imposible. En la forma como pasaron las cosas, hubiera sido muy fácil.

 

—¿Que yo matara a mi propio marido?  —preguntó Eileen lentamente, en tono asombrado.

 

—Suponiendo —continuó Spencer con la misma voz indiferente —que él fuera su marido. Usted tenía otro cuando se casó con él.

 

—Gracias, Howard. Muchas gracias. El último libro de Roger, su canto del cisne, está ahí, delante suyo. Agárrelo y váyase. Y creo que será mejor que llame a la policía y les diga lo que piensa. Será un final encantador para nuestra amistad. Realmente encantador. Adiós, Howard. Estoy muy cansada y me duele la cabeza. Voy a subir a mi cuarto a acostarme. Y en cuanto al señor Marlowe, supongo que fue él quien lo instigó para que actúe en esta forma, lo único que puedo decirle es que si bien él no mató a Roger en sentido literal, fue el causante indirecto y el que lo arrastró a la muerte.

 

Se volvió dispuesta a alejarse. Yo repliqué vivamente.

 

—Señora Wade, espere un momento, por favor. Terminemos el trabajo. No tiene sentido estar diciendo sarcasmos y frases amargas. Todos estamos tratando de hacer lo que consideramos correcto y apropiado. Aquella maleta que arrojó al depósito de Chatsworth… ¿era pesada?

 

Eileen me miró fijamente.

 

—Era una maleta como le dije. Y muy pesada.

 

—¿Cómo consiguió pasar por encima de la elevada verja de alambre que rodea el depósito?

 

—¿Cómo? ¿La verja? —Hizo un ademán de impotencia—. Supongo que en momentos de urgencia uno adquiere una fortaleza extraordinaria y anormal para hacer las cosas que debe. En una forma o en otra, conseguí pasar. Eso es todo.

 

—No hay ninguna verja —dije entonces.

 

—¿Que no hay ninguna verja? —repitió ella estúpidamente, como si aquello no tuviera ningún significado.

 

—Y en la ropa de Roger no había sangre. Sylvia Lennox no fue asesinada fuera de la casa de huéspedes, sino adentro, en la cama, y prácticamente no hubo casi sangre porque ella ya estaba muerta, la mataron de un tiro de revólver, y cuando usaron la estatuita para destrozarle la cara, estaban golpeando a un cadáver. Y los muertos, señora Wade, sangran muy poco.

 

Eileen frunció los labios en un gesto de desprecio.

 

—Supongo que usted se encontraba allí —dijo con sorna. Después se apartó de nosotros y empezó a subir las escaleras, moviéndose con tranquila elegancia.

 

Entró en el dormitorio y la puerta se cerró suavemente detrás de ella. Silencio.

 

—¿De dónde sacó eso de la verja de alambre? —me preguntó Spencer, en tono vago. No hacía más que mover la cabeza hacia adelante y hacia atrás. Estaba rojo como un tomate y sudoroso. Parecía tomar la cosa con valentía, pero no le resultaba fácil.

 

—No fue más que una zancadilla —expliqué—. Nunca he pasado por el depósito de Chatsworth, de modo que no sé cómo es. Puede ser que tenga una verja alrededor y puede ser que no.

 

—Comprendo —dijo Spencer—, pero lo importante es que ella tampoco lo sabía.

 

—Por supuesto que no. Eileen los mató a los dos.

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