El Jardín Secreto - Frances Hodgson Burnett
A la hora de comida, Mary mostró a Martha el dibujo de Dickon.
–¡Eh! –dijo Martha muy orgullosa–. No sabía que mi hermano fuera capaz de dibujar en tamaño natural un tordo en su nido.
Al oír esto, Mary supo que el dibujo era un mensaje: significaba que Dickon mantendría el secreto. Su jardín era su nido y ella era como el tordo. ¡Cómo le gustaba ese niño, a la vez extraño y sin complicaciones!
Esperando verlo al día siguiente, se quedó dormida. Pero en Yorkshire el tiempo puede variar mucho, especialmente en primavera. Esa noche Mary despertó con el ruido de las gotas de lluvia al caer sobre las ventanas. Llovía a torrentes y el viento soplaba en las esquinas de la vieja casa y dentro de la chimenea. Mary se sentó en la cama sintiéndose muy desdichada y enojada.
–La lluvia es más antipática de lo que yo era –dijo–. Vino porque sabía que yo no quería que lloviera.
Furiosa se tiró sobre las almohadas enterrando la cara en ellas. No lloró, pero se quedó tendida odiando el ruido de la lluvia y el viento. Las grandes goteras golpeaban fuertemente la pared.
"Suena como si alguien llorara y estuviera perdido en medio del páramo", pensó.
Por cerca de una hora se dio vueltas en la cama sin lograr dormir. De pronto, algo la hizo sentarse en la cama.
Escuchó atentamente.
–Ahora no es el viento –dijo en un murmullo–. Es diferente, es el mismo llanto que escuché antes.
Como su puerta estaba entreabierta, se pudo dar cuenta de que ese llanto quejumbroso provenía de la parte más alejada del corredor. Mientras más escuchaba más se convencía de que tenía que saber quién lloraba. Esto le pareció más extraño que el jardín secreto o que la llave enterrada. Quizás su propia rebeldía la hizo sentirse intrépida.
–Iré a ver –dijo–. Todos están en cama y no me importa lo que diga la señora Medlock.
Tomó la palmatoria de su velador y sin hacer ruido, salió de su habitación al corredor largo y obscuro.
Creía recordar dónde tenía que doblar para encontrar la puerta cubierta por la tapicería, tras la cual caminaba el ama de llaves el día que ella se encontraba perdida. El sonido provenía del pasadizo. Alumbrándose con la vela, trataba de hallar el camino, mientras su corazón latía tan fuerte que le parecía poder escucharlo. Como el llanto continuaba, le fue fácil guiarse por él, aunque en varias ocasiones titubeó sin saber qué camino tomar. Por fin se encontró frente a la puerta con la tapicería. La empujó suavemente y cerró tras ella. Ahora podía oír con claridad el llanto: procedía de detrás de una puerta situada a su izquierda, bajo la cual se vislumbraba una luz. Alguien muy joven lloraba en esa habitación.
Mary abrió la puerta y se detuvo. Era una enorme pieza con bellos muebles. El fuego resplandecía desde la chimenea y una luz de vela iluminaba una cama con cuatro pilares de la que pendían cortinajes de brocado. En ella, un niño lloraba quejumbrosamente. Mary se preguntó si se encontraba en un lugar real o estaba soñando. El niño tenía una cara aguzada de delicado color marfil, con unos ojos que parecían demasiado grandes. Una gran mata de cabello le caía en mechones sobre la frente, lo que le empequeñecía aun más la cara. Tenía aspecto de niño enfermo, pero no parecía llorar de dolor sino, más bien, de cansancio y de rabia.
Mary, de pie en el umbral, contuvo la respiración. Luego dio unos pasos dentro de la pieza y, a medida que se acercaba, la luz atrajo la atención del niño. Este volvió la cara y la miró fijamente con sus grises ojos tan abiertos, que se veían enormes.
–¿Quién eres? –le preguntó en un murmullo asustado–. ¿Eres un fantasma?
–No, no lo soy –contestó Mary, también en un murmullo, aunque algo menos asustada–. ¿Es que tú lo eres?
El la miraba y la miraba tanto que Mary no pudo dejar de notar cuan extraños eran sus grises ojos rodeados de negras pestañas.
–No –contestó, luego de un momento–, soy Colin.
–¿Qué Colin?
–Soy Colin Craven; y tú, ¿quién eres?
–Soy Mary Lennox y el señor Craven es mi tío.
–El es mi padre –dijo el niño.
–¡Tu padre! –se asombró Mary–. Nadie me dijo que tenía un hijo. ¿Por qué no me lo dijeron?
–¡Acércate! –dijo el niño, con expresión ansiosa.
Ella se acercó a la cama y él le tocó la mano.
–¿Eres real, verdad? –dijo–. A veces sueño cosas tan reales que tú puedes ser parte de un sueño.
Antes de salir de su dormitorio, Mary se había puesto un chal de lana y ahora puso una de sus puntas entre los dedos del niño.
–Apriétalo y verás qué grueso y caliente es –dijo–. O, si quieres, te puedo pellizcar para demostrarte cuan real soy. Por un momento, yo también pensé que tú eras parte de un sueño.
–¿De dónde vienes? –preguntó él.
–De mi dormitorio. El viento soplaba tan fuerte que no podía dormir, y al oír que alguien lloraba quise saber quién era. ¿Por qué estabas llorando?
–Porque tampoco podía dormir y me duele la cabeza. Repíteme tu nombre.
–Mary Lennox. ¿Pero no te dijeron que vine a vivir aquí?
Él continuaba restregando el chal, aun cuando parecía que ahora creía que ella era real.
–No –contestó–. Quizás no se atrevieron.
–¿Por qué? –preguntó Mary.
–Porque la gente me asusta y no dejo que nadie me vea o me hable.
–¿Pero por qué? –insistió Mary, cada vez más desconcertada.
–Porque siempre estoy enfermo y tendido en cama. A mi padre tampoco le gusta que me hablen y a los empleados no les permiten que discutan sobre mi persona. Si llego a grande, seré un jorobado; pero no viviré. Mi padre odia la idea de que pueda parecerme a él.
–¡Pero qué casa más extraña! –dijo Mary–. Todo aquí es secreto, piezas y jardines cerrados con llaves. Y tú, ¿también estás encerrado?
–No, yo me quedo aquí porque prefiero no salir. Me canso demasiado.
–¿Tu padre viene a verte? –aventuró Mary.
–Algunas veces, pero en general cuando estoy dormido. El no quiere verme.
–¿Por qué? –no pudo dejar de preguntar Mary.
Una especie de sombra tormentosa pasó por la cara del niño.
–Al nacer yo, mi madre murió. Por eso mi padre se siente desgraciado al verme. El cree que yo no lo sé, pero lo escuché hace tiempo. El casi me odia.
–Desde que ella murió, él odia el jardín –dijo Mary medio hablando para sí.
–¿Qué jardín? –preguntó el niño.
–Es solamente el jardín que a ella le gustaba –tartamudeó Mary–. ¿Has estado siempre aquí?
–Casi siempre. En ocasiones me han llevado cerca del mar, pero no me gusta porque la gente me mira. Antes usaba un aparato de fierro para sostener mi espalda. Pero un gran doctor londinense vino a verme y dijo que era estúpido que lo usara, pero en cambio sugirió que me sacaran al aire. Pero odio el aire y no quiero salir.
–A mí tampoco me gustaba al llegar acá –dijo Mary–. ¿Por qué me miras de ese modo?
–Porque los sueños son tan reales –contestó apenado–. A veces, cuando abro los ojos, no puedo creer que estoy despierto. No quiero que tú seas un sueño.
–¡Pero si estamos despiertos! –dijo Mary abarcando con la mirada el alto techo, los obscuros rincones y el fuego que apenas alumbraba–. Parece un sueño porque estamos en medio de la noche y, con excepción nuestra, el resto de la casa duerme.
En esto a Mary se le ocurrió algo:
–¿Si no te gusta que te vean, no quieres que me vaya?
–No –dijo–, si te vas pensaré que era un sueño; pero si eres real, siéntate en ese piso y háblame de ti.
Mary dejó a un lado la vela y se sentó en un taburete acolchado. Ella no deseaba partir, prefería quedarse en esta pieza escondida y hablar con el niño misterioso.
–¿Qué quieres que te cuente?
–Quiero saber desde cuándo vives aquí, en dónde queda tu dormitorio y qué haces durante el día. También quiero saber si te gusta el páramo y en dónde vivías antes de llegar a Yorkshire.
Ella contestó a sus preguntas mientras él tendido sobre sus almohadas la escuchaba atentamente. Mary se dio cuenta de que, por ser inválido, apreciaba las cosas en forma diferente a otros niños. Desde chico sabía leer y pasaba los días leyendo o mirando las ilustraciones de preciosos libros. Aun cuando su padre rara vez lo visitaba, le daba toda clase de cosas maravillosas para que se entretuviera. Pero aun así, parecía estar siempre aburrido.
–Todos están obligados a hacer lo que yo quiero, porque si me enojo me enfermo –dijo indiferentemente–. Además, nadie cree que llegaré a grande –continuó como si estuviera acostumbrado a la idea y ya no le importara.
Parecía gustarle la voz de Mary, puesto que medio adormecido seguía escuchándola con interés. Ella pensó que se había dormido, pero en ese momento él le hizo una pregunta que les dio un nuevo tema de conversación. –¿Cuántos años tienes?
–Tengo diez años y tú también –contestó, olvidando toda prudencia.
–¿Cómo lo sabes? –preguntó el niño sorprendido. –Porque cuando naciste la puerta del jardín fue cerrada y enterraron la llave, y de eso hace diez años.
Colin, muy interesado, se sentó volviéndose hacia ella. –¿Qué puerta del jardín se cerró? ¿Dónde enterraron la llave? ¿Quién lo hizo? –preguntó.
–Es el jardín que odia el señor Craven –dijo Mary muy nerviosa–. El cerró la puerta y nadie sabe dónde enterró la llave.
–¿Qué clase de jardín es? –persistió Colin. –No está permitido entrar –contestó cautelosamente Mary.
Pero ya era demasiado tarde para usar de cautela. Colin se parecía a ella: el no tener nada en qué pensar hacía que se sintiera atraído por la idea de un jardín secreto. Por eso sus preguntas eran innumerables.
–Nadie habla sobre él; creo que los han obligado a guardar silencio.
–Yo haré que me lo digan –dijo Colin. –¿De verdad puedes? –titubeó Mary, empezando a asustarse. Si él hacía preguntas quién sabe lo que podía suceder.
–Todos me obedecen, porque este lugar algún día será mío.
Mary jamás pensó que ella hubiera sido una niña consentida, pero se daba cuenta de que este misterioso niño lo era. El creía que el mundo le pertenecía; además, a ella le parecía muy peculiar la forma que él tenía de hablar de que no viviría.
–¿De verdad crees que no vivirás? –le preguntó ansiosa y también deseosa de desviar su atención del jardín.
–Eso creo –contestó indiferente–. Mi doctor, que es un primo de papá, lo cree. El es pobre y si yo muero él heredará Misselthwaite a la muerte de mi padre; por eso creo que él desea que yo no viva.
–¿Quieres vivir? –preguntó Mary.
–No –contestó cansadamente–, pero tampoco quiero morir. Cuando estoy enfermo pienso mucho en ello y lloro mucho.
–Te he oído llorar tres veces –dijo Mary–, pero no sabía quién eras. ¿Por qué llorabas?
Ella quería que él olvidara el jardín, pero él insistió.
–Mejor hablemos de otra cosa, por ejemplo del jardín. ¿Te interesaría verlo?
–Sí –contestó Mary en voz baja.
–Yo quiero verlo –insistió él–. Creo que jamás quise ver algo. Quiero que desentierren la llave, abran la puerta y me lleven en mi silla, así tomaré aire.
A medida que crecía su entusiasmo, sus ojos brillaban como estrellas. Mary, en cambio, afligida, apretaba sus manos pensando que todo se echaría a perder. Dickon no volvería al jardín y ella no sería nunca más como el tordo con su nido escondido y seguro.
–¡Por favor, no lo hagas! ¡Por favor! –gritó.
Él la miró como si estuviera loca.
–¿Por qué? –exclamó–. ¿No dijiste que lo querías ver?
–Por supuesto que quiero –dijo casi en un sollozo–. Pero si haces abrir la puerta y que te lleven, ya no será un secreto.
Él se inclinó aun más hacia adelante y preguntó:
–¡Un secreto! ¿Qué quieres decir?
Las palabras de Mary salieron atropelladas.
–¡Entiende! –exclamó–. Si nadie sabe fuera de nosotros que es posible que exista una puerta escondida, tal vez podríamos encontrarla y, al cerrarla detrás de nosotros, nadie sabría que estábamos dentro del jardín. Pretenderíamos que somos tordos y que el jardín es nuestro nido. Podríamos ir cada día, cavar, plantar y ver cómo renace el jardín.
–¿Está seco? –la interrumpió– él.
–Lo estará si nadie se preocupa por él –continuó ella–. Los bulbos florecerán, pero no así las rosas...
Nuevamente él la interrumpió entusiasmado:
–¿Qué son bulbos?
–Pequeñas plantas que tratan de brotar cuando llega la primavera.
–¿Llegó ya la primavera? –preguntó el niño–. ¿Cómo es? No se la ve en los dormitorios.
–Es el sol que brilla en la lluvia y la lluvia cae cuando hay sol. Entonces, en ese momento, las cosas tratan de brotar de la tierra –dijo Mary–. Si el jardín fuera secreto, podríamos ir cada día y ver brotar lo que pudiera salvarse. ¿No te das cuenta de que sería mucho mejor si fuera un secreto?
El se tendió nuevamente en la cama con una rara expresión en su cara.
–Jamás he tenido un secreto –dijo–, excepto que los que me rodean no saben que sé que no llegaré a grande. Pero prefiero esta otra clase de secreto.
–Si tú no pides que te abran el jardín –rogó Mary–, estoy segura de que algún día lograré entrar en él. Y como el doctor quiere que tomes aire y tú haces lo que quieres, podemos encontrar un niño que te empuje y así iríamos solos, y continuaría siendo un jardín secreto...
Mary respiró más tranquila al darse cuenta de que la idea le gustaba a Colin. Ella estaba segura de que si le seguía hablando del jardín y hacía que él con su imaginación lo viera como ella lo había visto, le gustaría tanto que no permitiría que otros se lo estropearan.
–En caso de que podamos entrar, te diré como creo que puede ser–dijo ella.
El se mantuvo muy quieto, escuchándola explicarle cómo quizás las rosas habrían crecido o de los posibles nidos de pájaros.
Le habló largamente del petirrojo y de Ben Como el niño sonreía al escuchar las historias del pajarito ella se sintió menos asustada. "La sonrisa lo hace verse casi buen mozo", pensó Mary. Al principio lo había encontrado incluso menos agraciado que ella misma.
–Como he vivido encerrado, no sabía que los pájaros actuaban así. Tú sabes muchas cosas. Estoy pensando que quizás tú has estado dentro del jardín.
Ella no supo qué contestar, pero calló al ver que él no esperaba una respuesta. Poco después, el niño le dio una sorpresa.
–Te voy a mostrar algo –le dijo–. ¿Ves aquella cortina de seda color rosa que cuelga sobre la repisa de la chimenea?
Mary no la había visto y pensó que sería un cuadro.
–Hay un cordón que cuelga de él, por favor, tíralo.
Muy perpleja, Mary tiró del cordón. La cortina corrió descubriendo un retrato de una niña riendo. Tenía el pelo brillante y amarrado con una cinta azul. Sus alegres ojos eran iguales a los tristes ojos de Colin.
–Ella es mi mamá –dijo Colin quejándose–. No sé por qué murió. A veces la odio por haberlo hecho. Si ella no hubiera muerto, yo no estaría siempre enfermo. Incluso, puede que a mi padre no le importara mirarme o, quizás, mi espalda fuera más fuerte. Mejor corre la cortina nuevamente.
Mary hizo lo que le pedía y volvió a su asiento.
–Aunque ella es más linda que tú, tiene tu misma forma y color de ojos. ¿Por qué la cubre la cortina?
El se movió inconfortable.
–Yo la hice poner –dijo–. Cuando estoy enfermo y me siento mal, me molesta que sonría todo el tiempo. Además, ella es mía y no quiero que cualquier persona la vea.
Por unos minutos guardaron silencio; luego Mary preguntó:
–¿Qué hará la señora Medlock si sabe que he estado aquí?
–Ella hará lo que yo diga –contestó él–. Además, le diré que quiero que vengas todos los días a conversar conmigo. Estoy muy contento de que hayas venido.
–Yo también lo estoy –dijo Mary–. Vendré lo más seguido que pueda, pero... –vaciló– tendré que buscar la puerta del jardín.
–¡Sí, por supuesto! –dijo Colin–, y después me cuentas.
Guardó silencio durante un momento y, luego, agregó:
–Creo que tú también serás un secreto. No lo diré mientras no lo descubran. Puedo enviar fuera a la enfermera, diciendo que quiero estar solo. ¿Conoces a Martha?
–La conozco muy bien –dijo Mary–; ella me ayuda.
Él indicó con la cabeza la habitación vecina.
–Ella está durmiendo allí porque la enfermera tenía que salir. Martha te indicará cuándo puedes venir.
En ese momento Mary entendió la preocupación de Martha cuando ella le preguntó quién lloraba.
–He estado mucho tiempo aquí –dijo Mary–. ¿Me voy ahora? Parece que tienes sueño.
–Antes de que te vayas, me gustaría quedarme dormido –dijo con vergüenza.
–Cierra los ojos –replicó Mary acercándose–. Haré lo que hacía mi aya en la India. Te acariciaré la mano y te cantaré algo suave.
–Creo que eso me gustará –dijo el niño, adormilado.
Ella tenía compasión por él y no quería que se quedara despierto; por eso empezó a acariciarle la mano y entonó una canción hindú.
–Me gusta –dijo él, cada vez más soñoliento.
Por fin sus negras pestañas cayeron sobre sus mejillas al cerrar los ojos y quedarse profundamente dormido. Mary se levantó silenciosa, tomó la palmatoria y se deslizó suavemente fuera de la pieza.
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