Talento - Robert Bloch
Quizá sea una lástima que no se supiera nada de los padres de Andrew Benson.
Las mismas razones que los
condujeron a abandonarlo en la escalera de entrada del Orfelinato de San
Andrews, constituyeron asimismo la causa de su discreto anonimato. El hecho
ocurrió en la mañana del 3 de marzo de 1943 -en plena guerra, como cualquiera
puede recordar-, de modo que el niño podía ser muy bien tomado como un producto
de los avatares bélicos. Sucesos similares ocultaban la singularidad de cualquier
caso, incluso en Pasadena, que era donde el Orfelinato estaba ubicado.
Tras las usuales tentativas y
las infructuosas pesquisas, las buenas hermanas lo tomaron. Allí adquirió su
primer nombre, del patrón y patronímico santificado que bautizaba el establecimiento.
El «Benson» le fue añadido unos años más tarde, por una pareja que lo adoptó
ocasionalmente.
Es difícil, después de tanto
tiempo, calibrar la clase de muchacho que fue Andrew; el orfanato posee
archivos, pero meramente contienen fichas, y la hermana Rosemarie, que
trabajaba como supervisora del dormitorio masculino, hace tiempo que murió. La
hermana Albertine, calificadora de los estudios en la Escuela del Orfelinato,
se encuentra ahora -por decirlo de la manera más delicada posible- en su senilidad,
y su testimonio aparece necesariamente coloreado por el asalto de sucesos
secundarios.
Parece empero increíble que
Andrew no aprendiera a hablar hasta encontrarse en el umbral de sus siete años;
la forzada gregariedad y la conspicua falta de atención a las características
individuales, propia de los orfelinatos, la habría acelerado como si la
facultad del habla fuera necesaria para la absoluta supervivencia, desde la más
remota infancia, dado el entorno. Apenas es más creíble la teoría de la hermana
Albertine de que Andrew sabía hablar pero que sencillamente se negó a hacerlo
hasta no haber llegado a su séptimo año de vida.
Pero, lo que agrava las cosas,
ella lo recuerda ahora como un muchachito desacostumbradamente precoz, que
parecía poseer una inteligencia y un entendimiento que iban más allá de sus
años. En lugar de valerse del habla, no obstante, adoptaba la pantomina, arte
al que era tan brillante adepto (si hemos de creer a la hermana Albertine) que
su continuo silencio era apenas notable.
-Podía imitar a cualquiera
-declara la hermana-. A los otros niños, a las hermanas, incluso a la Madre
Superiora. Claro, yo tenía que reprenderlo por eso. Pero era admirable la
facilidad con que asimilaba las mínimas maneras y las expresiones faciales de
cualquier otra persona, y de una sola mirada. Pues eso es lo que hacía Andrew:
lanzar una sola mirada y captarlo todo.
»El día de las visitas era el
domingo. Naturalmente, Andrew nunca tenía visitas, pero le gustaba haraganear
por el pasillo y ver cómo entraban. Luego, por la noche, ya en los dormitorios,
llevaba a cabo una función para los otros chicos. Podía encarnar cada hombre,
mujer o niño, que entraba en el Orfelinato ese día, individualmente: la forma
de andar, de moverse, todos sus actos y gestos. Incluso a pesar de no decir
jamás una palabra, a nadie se le ocurrió pensar que Andrew fuera un deficiente
mental. Durante un tiempo el Dr. Clement llegó a pensar que Andrew podía ser
mudo.
El Dr Clement es una de las
pocas personas capaces de suministrar datos objetivos sobre los primeros años
de la vida de Andrew Benson. Desgraciadamente, falleció en 1954, víctima de un
incendio que también destruyó su casa y sus archivos.
Fue el Dr. Clement quien
atendió a Andrew la noche en que éste vio la primera película.
El año era 1949, y el día
algún sabado por la tarde de finales de la citada fecha. El Orfelinato recibía
y exhibía una película a la semana y solo se permitía su visualizacion a los
niños en edad escolar. La inhabilidad -o negligencia- de Andrew para hablar le
causó algunos problemas cuando entró en el grado primario el último septiembre,
y aún pasaron algunos meses antes de que le fuera permitido reunirse con sus
compañeros de clase en el auditorio para las sesiones cinematográficas del
sábado por la noche. Aunque se sabe que ocasionalmente lo hizo.
La película era la última (y
probablemente la menor) de las de los Hermanos Marx. Su titulo era Love
Happy y si es recordada por el público medio de hoy se debe al hecho de la
brevísima aparición de la entonces desconocida rubia, llamada Marilyn Monroe.
Pero la audiencia del
Orfelinato tuvo otros motivos para recordarla como memorable. Porque Love
Happy fue la película que puso en trance a Andrew Benson.
Después de que las luces
fueran de nuevo encendidas, el niño se quedó allí sentado, inmóvil, los ojos
fijos y sin vida en la blanca y vacía pantalla. Cuando sus compañeros lo
advirtieron y le instaron a levantarse, él no respondió; una de las hermanas
(probablemente la hermana Rosemarie) lo zarandeó, y él cayó en un colapso con
apariencia de muerte. El Dr. Clement fue llamado y atendió al paciente. Andrew
Benson no recobró el conocimiento hasta la mañana siguiente.
Fue entonces cuando habló.
Habló inmediata, perfecta y
copiosamente: pero no de la forma que podía hacerlo un niño de seis años. La
voz que surgió de sus labios era la de un hombre de mediana edad. Era nasal,
crujiente y, aunque sin los guiños y expresiones faciales, fue instantáneamente
reconocida e indiscutiblemente identificada como la voz de Groucho Marx.
Andrew Benson imitó el papel
de Groucho como Sam Grunion a la perfeccion, palabra por palabra. Luego
«hizo» de Chico Marx. Después volvió nuevamente al silencio y se pensó que otra
vez había entrado en su fase muda. Pero pronto su silencio se hizo elocuente y
en seguida se advirtio que estaba imitando a Harpo. En rápida sucesión, Andrew
creó identificables retratos vocales y visuales de Raymond Burr, Melville
Cooper, Eric Blore y los demás actores que interpretaban papeles menores en la
película. Sus encarnaciones parecieron siniestras a sus compañeros y las
hermanas no dejaron de notarlo.
-Pero si hasta se parece a
Groucho -insistió la hermana Albertine.
Ignorando el problema de como
un crío de seis años podía parecerse físicamente a Groucho Marx sin el beneficio
(o detrimento) del maquillaje, el caso fue que Andrew Benson cobró repentina
celebridad como mímico dentro de los reducidos límites del Orfelinato.
Y desde aquel momento en
adelante, habló con regularidad si no libremente. Es decir, respondió a las
preguntas directas, recitó sus lecciones en clase, y contestó con las
estereotipadas formas de educación requeridas por la disciplina del Orfelinato.
Pero nunca fue locuaz, ni siquiera comunicativo, en el sentido ordinario del
término. La única ocasión en que espontáneamente articulaba palabras era la que
seguía a la proyección de la película semanal.
No se repitió el ataque
primero, pero cada noche sabática la proyección traía al final una completa y
dramática recapitulación a cargo del dotado muchacho. Durante la agonía del año
49 y el invierno del 50, Andrew Benson vio muchas películas. Sorrowful Jones,
con Bob Hope; Tarzan's Magic Fountain; The Fighting O'Flynn; The Life of
Riley; Little Women, y muchas más, tanto antiguas como contemporáneas. Naturalmente, las películas eran
supervisadas antes por las hermanas, y las películas que incidían en la
violencia, descrita o superlativizada, no eran aceptadas. No obstante, llegaron
algunos westerns a la pantalla del Orfelinato y es significativo que Andrew Benson
reaccionara como lo que llegó a ser una forma característica.
-Divertido y curioso -declara
Albert Domínguez, que estaba en el Orfelinato durante el mismo período que
Andrew Benson y que es una de las pocas personas localizadas que lo admite y
rehuye toda discusión sobre el hecho-. Al principio Andy imitaba a todo el
mundo: a todos los hombres, claro. Nunca imitó a ninguna mujer. Pero después de
empezar a ver westerns pareció querer escoger. Imitaba sólo a los malos. No me
refiero a lo que hacemos cuando de críos jugamos a vaqueros, ya sabe, cuando
uno es sheriff y el otro pistolero. Quiero decir que él imitaba a los malos
todo el tiempo. Podía hablar como ellos, hasta parecerse a ellos. Solíamos
chotearnos de él, ¿sabe?
Probablemente como resultado
de este «choteo», Andrew Benson, durante la tarde del 17 de mayo de 1950,
intentó cortarle la garganta a Frank Phillips con un cuchillo de mesa.
Probablemente... a pesar de que Albert Domínguez asegura que el otro no le
provocó y que Andrew Benson estaba duplicando con exactitud el papel de un
asesino desesperado del lejano oeste en una vieja película de Charles Starrett.
El incidente fue
aparenteniente silenciado y no se tomó ninguna medida; poseemos poca
información sobre el crecimiento y desarrollo de Andrew Benson entre el verano
de 1950 y el otoño de 1955. Domínguez abandonó el Orfelinato, nadie más se
presta a declarar y la hermana Albertine se retiró a una casa de reposo. Como
resultado, no hay nada digno de crédito en torno a lo que muy bien pudo haber sido
el período crucial de Andrew, sus años de formación. Los escasos restos de
trabajos escolares parecen bastante satisfactorios y nada hay que indique que
fuera un problema de disciplina para con sus instructores. En junio de 1955,
junto con el resto de sus compañeros de clase, fue fotografiado con ocasión de
su graduación después del octavo curso. Su rostro es una mera mancha, un tizne
casi inexistente en mitad de un mar de semblantes pre-adolescentes. Lo que
pudiera parecer a esa edad es difícil de decir.
Los Benson pensaron que se
parecía a su hijo David.
El pequeño David Benson había
muerto a consecuencia de una infección de poliomielitis en 1953, y dos años
después iban sus padres al Orfelinato de St. Andrews con la intención de
adoptar un chico. Traían consigo un retrato de David y confesaron francamente
que se sirvieron del parecido físico al realizar la elección.
¿Vio Andrew Benson aquella
fotografía? ¿Vio -según han supuesto algunos tremendistas irresponsables- las películas
caseras que los Benson tomaron de su hijo?
Por nuestra parte, debemos
limitarnos a los hechos comprobados, y estos se resumen en que Mr. y Mrs. Louis
Benson, de Pasadena, California, adoptaron legalmente a Andrew Benson, de 12
años de edad, el 9 de diciembre de 1955.
Y Andrew Benson fue a vivir
con ellos, en calidad de hijo. Andrew entró en una escuela pública de enseñanza
media. Llego a ser propietario de una bicicleta. Recibió honorarios semanales
de un dolar. Y frecuentó el cine.
Andrew Benson frecuentaba los
cines sin restricción. Sin ninguna restricción. Así fue durante varios meses,
período en el que vio comedías, dramas, westerns, musicales, melodramas. Sin
duda vio melodramas. ¿Hubo entre estos films alguno que, exhibido más o menos
en 1956, mostrara como un gangster defenestraba a su víctima desde un segundo
piso?
Por lo que hoy sabemos, no
tenemos más remedio que sospechar la existencia de ese film. Por aquellos días,
cuando tuvo lugar el incidente, Andrew Benson fue virtualmente exculpado. Él y
otro muchacho habían estado «forcejeando» en un aula después de la clase y el
otro muchacho había sufrido una «caída accidental». Al menos, ésta fue la
version oficial del suceso. El otro muchacho -hoy coronel de Marines Raymond
Schuyler- mantiene hoy día que Benson pretendió asesinarlo deliberadamente.
-Aquel crío era espeluznante
-insiste Schuyler-. Ninguno de nosotros congenió realmente con él. Era como si
no hubiera nada con lo que congeniar, ¿sabe usted? Quiero decir que él estaba
siempre retraído y sujeto a cambios inexplicables. De un día para otro uno
nunca sabía con qué iba a salir. Claro, nosotros sabíamos que él imitaba a los
actores de cine (era sólo un novato pero había dado ya el golpe en el club
dramático), pero nos daba la sensación que los imitaba en todo momento y lugar.
Un minuto se estaba quieto y al siguiente, ¡ahí va! Usted conocerá esa
historia, la de Jekyll y Hyde. ¿La conoce? Bueno, pues eso le pasaba a Andrew
Benson. La tarde que me echó la zarpa habíamos estado incluso hablando
amigablemente. Me condujo hasta la ventana y juro ante Dios que cambió ante mis
ojos. Como si repentinamente se hubiera hecho un pie más alto y cincuenta
libras más pesado, y su rostro era realmente salvaje. Me lanzó por la ventana
sin pronunciar una palabra. Por supuesto, yo los tenía en la garganta y quizá
pensara que había sufrido un cambio. Quiero decir que a nadie se le ocurriría
hacer una cosa así.
Semejante incógnita, si afloró
por aquel tiempo, se ha mantenido hasta ahora sin respuesta. Sabemos que Andrew
Benson llamó la atención del Dr. Max Fahringer, psiquiatra infantil y consejero
guía del colegio, y que su examen inicial no reveló anormalidades aparentes en
la personalidad ni en los modelos de conducta. El doctor Fahringer, sin
embargo, sostuvo largas charlas con los Benson y como resultado de las mismas
se prohibió a Andrew la asistencia a proyecciones cinematográficas. Al año
siguiente, el propio doctor Fahringer se ofreció voluntariamente a examinar al
joven Andrew: indudablemente, su interés se había incrementado por las sorprendentes
habilidades dramáticas que el muchacho mostraba en sus actividades
extraescolares.
No tuvo lugar más que una
entrevista y es de lamentar que el doctor Fahringer no trasladara sus
descubrimientos al papel ni que los comunicara a los Benson antes de su
repentina y violenta muerte a manos de un desconocido asaltante. Se creyó (o se
lo creyó la policía, al menos, por entonces) que uno de sus primeros pacientes,
internado en una institución en calidad de psicópata, podía haber sido el
causante del crimen.
Todo cuanto sabemos es que
ello ocurrió poco después de haber asistido a una reposición local de la
película Man in the Attic, en la que Jack Palance hace el papel de Jack
el Destripador.
Es interesante examinar hoy
día algunas de las llamadas «películas de terror» de aquellos años, incluyendo
las reposiciones de las primitivamente interpretadas por Boris Karloff, Bela
Lugosi, Peter Lorre y tantos otros.
Obviamente, no podemos
asegurar con certeza que Andrew Benson estaba violando los deseos de sus padres
adoptivos y asistiendo furtivamente a proyecciones cinematográficas. Pero si lo
hizo, es bastante probable que frecuentara algunos de los pequeños cines de la
vecindad, muchos de los cuales eran de reestreno. Pues sabemos, a tenor de los
comentarios de sus compañeros de clase durante aquellos años de enseñanza
media, que «Andy» estaba familiarizado -de manera casi omnisciente, podría
decirse- con los amaneramientos de tales reposiciones.
La evidencia es a menudo
conflictiva. Joan Charters, por ejemplo, está dispuesta a «jurar sobre la
Biblia» que Andrew Benson, a la edad de 15 años, era «el vivo retrato de Peter
Lorre... los mismos ojos saltones y demás cosas». Mientras que Nick Dossinger,
que asistió a las mismas clases que Benson un año más tarde, asegura que «se
parecía a Boris Karloff talmente».
Aunque la adolescencia
conlleve un considerable incremento de estatura en el corto tiempo de un año,
es casi imposible de creer que un «vivo retrato de Peter Lorre» pueda
metamorfosearse en un asténico tipo Karloff.
Hay muchos testimonios dignos
de crédito durante estos años de la vida de Andrew Benson, pero casi todos
ellos inciden en destacar el fenomeno de su talento mímico y su irrebatible
habilidad para las encarnaciones ad libitum de los actores de cine. Al
parecer, había caracterizado a todos sus compañeros y contemporáneos de cabo a
rabo.
-Decía que prefería imitar a
los actores de cine porque eran más grandes -afirma Don Brady, que fue
compañero suyo en el último año-. Le pregunté qué quería decir con «más
grandes» y contestó que los actores de cine eran más grandes en la pantalla, a
veces de veinte pies de punta a punta. Y dijo: «¿Por qué molestarse con las
personas pequeñas cuando uno puede ser grande?» Oh, muchacho, era un carácter
original del todo, un tipo único.
Las frases se repetían.
«Extraño», «excéntrico» y «volado» son términos pintorescos pero altamente
esclarecedores. Y parecía haber muy pocos recuerdos de Andrew Benson como un
compañero de clase como los demás, en el papel ordinario de adolescente, o como
un simple amigo. Lo único recordado es el imitador, generalmente con admiración
y, con bastante frecuencia, con disgusto rayano en la aprensión.
-Era tan bueno que lo asustaba
a uno. Claro, eso era cuando hacía sus caracterizaciones. El resto del tiempo
apenas te percatabas de que estaba allí.
-¿Sus clases? Sí, creo que las
acabó como todo el mundo. No estuve muy al tanto.
-Andrew era un estudiante
normal. Podía responder cuando se le preguntaba, aunque nunca lo hacía
voluntariamente. Sus notas fueron las corrientes. Tenía la impresión de que era
más bien retraído.
-No, nunca tuvo muchas citas.
Ahora que lo pienso, no recuerdo que saliera nunca con chicas. Nunca le presté
mucha atención, excepto, claro está, cuando se ponía a actuar.
-No sé lo que quiere usted
decir con acercarse a Andy. No sé de nadie que pareciera tener amistad con él.
Fuera de sus reproducciones dramáticas estaba siempre tranquilo y quieto. Pero
cuando las emprendía, era como si se tratase de una persona diferente... era realmente
grande, ¿no cree? Siempre supusimos que acabaría en el Pasadena Playhouse.
Los recuerdos de sus
contemporáneos son aptos frecuentemente para arribar a sucesos que no
envolvieron directamente a Andrew Benson. Los años 1956 y 1957 son todavía
recordados por los estudiantes de enseñanza media de la zona que nos ocupa como
los años del toque de queda. Era un toque de queda voluntario, naturalmente,
pero estrictamente observado, no obstante, por la mayoría de chicas estudiantes
al tanto de lo que se llamaron «crímenes del hombre lobo»: una serie de
crímenes salvajes y todavía sin resolver que aterrorizaron a la comunidad
durante algo más de un año. Algunos aspectos canibalescos en el asesinato de
cinco muchachas llevaron a la prensa sensacionalista a calificar al asesino
como «hombre lobo». La serie del Wolf Man, producida por la Universal,
había vuelto a llenar las pantallas por aquellos días y quizá esta
circunstancia permitió tamaña asociación.
Pero regresemos a Andrew
Benson; creció, fue a la universidad y vivía la vida propia de un hijastro. Si
sus padres adoptivos fueron un tanto estrictos, él no hizo queja alguna. Si lo
castigaron porque sospechaban que abandonaba su habitación por la noche,
tampoco se quejó ni negó el hecho. Si se mostraron aprensivos porque temían que
desobedecía la prohibición de ver películas, no manifestó ninguna abierta
oposición.
El único choque conocido entre
Andrew Benson y su familia se produjo como resultado de la llana negativa de
sus padrastros a instalar un aparato de televisión en casa. Si estaban al tanto
o no del posible fomento de la habilidad mímica de Andrew o si habían
desarrollado una mera alergia hacia Lawrence Welk y su estirpe, es difícil de
determinar. Como fuere, se resistieron a la adquisición de un aparato de
televisión. Andrew rogó y suplicó, señalando que «necesitaba» la televisión
como un complemento en su futura carrera dramática. Su argumento tenía alguna
justificación, pues en su último curso Andrew había sido «reconocido» por el
famoso Pasadena Playhouse, y hasta se había hablado de la posibilidad de
una futura carrera profesional sin necesidad del aprendizaje normal.
Pero los Benson fueron
inexorables en lo concerniente al televisor; por lo que podemos conjeturar, se
mantuvieron inexorables hasta el día de su muerte.
Los infortunados sucesos
tuvieron lugar en Balboa, Panamá, donde los Benson poseían una pequeña casa de
campo y mantenían un yate de pequeñas proporciones. Los ancianos Benson y
Andrew se adentraban por el Canal Catalina cuando el yate volcó en aguas
agitadas. Andrew logró aferrarse al casco hasta que fue rescatado, pero sus
padres adoptivos perecieron. Accidente bastante común; uno ha visto en el cine
docenas de accidentes parecidos.
Andrew, poco después de
cumplir los dieciocho, fue internado nuevamente en un orfanato, pero un
orfanato con plenas características de agradable hogar y con la expectativa de
convertirse en heredero cuando cumpliera los veintiuno. La propiedad de los
Benson estaba administrada por el abogado de la familia, Justin L. Fowler, y
concedió al joven Andrew unos honorarios semanales de cuarenta dolares,
cantidad más que suficiente para cubrir los gastos de un recién graduado de
enseñanza media, aunque no para permitirle vivir con derroche.
Es de temer que se sucedieron
violentas escenas entre el joven y el abogado de la familia. No hay lugar aquí
para traerlas a colación y detalle, ni para condenar a Fowler por lo que
parecía ser -al menos superficialmente- el desarrollo de una fijacion.
Pero hasta la noche en que fue
atropellado por un vehículo que se dio a la fuga, el abogado Fowler se mantuvo
casi obsesionado por el deseo de probar que el joven Benson era legalmente
incompetente, si no algo peor. Ciertamente, fue su investigación la que
permitió el descubrimiento de los escasos hechos concernientes a la vida de
Andrew Benson que hoy día pueden ser considerados dignos de crédito.
Hubo algunas hipótesis -uno
duda si dignificarlas con el término «conclusiones» -, que extrapoló en
apariencia a partir de sus magros descubrimientos o que fabricó sin fundamento
alguno. A menos que, naturalmente, tuviera en su poder detalles hoy día fuera
de control. Sin la base de tales detalles no hay forma de corroborar lo que no
parecía sino una serie de fantásticas conjeturas.
Un ejemplo al azar, como
recuerdo de las distintas conversaciones que Fowler sostuvo con las
autoridades, será suficiente.
-No creo que el chico sea
siquiera humano, al menos en lo que respecta a este asunto. Por el simple hecho
de aparecer en las escaleras del orfanato se le llama expósito. Mutante puede
ser un término más apropiado. Sí, ya sé que nadie cree en tales cosas. Y si uno
habla de las formas vitales de otros planetas, se le ríen en la cara y le dicen
a uno que se vaya a freír espárragos.
»¿Mutante? Probablemente sea
éste un término más exacto de lo que su estrecho significado implica. Me
refiero a la forma en que él se transforma cuando ve las películas. No, no es
necesario que me crea a mí, pregunte a cualquiera que lo haya visto actuar
desde siempre. Mejor aún, pregunte a aquellos que nunca lo han visto y que sólo
lo han contemplado en sus imitaciones privadas de los actores de cine.
Descubrirá usted que hay muchísimo más que una simple imitación. Él se convierte
en el actor. Sí, quiero decir que sufre una transformacion física total.
Camaleón. O alguna otra forma de vida. ¿Quién podría decirlo?
»No, yo no pretendo
entenderlo. Ya sé que no es "científico", según su forma de entender
la ciencia. Pero eso no quiere decir que sea imposible. Hay muchas formas vitales
en el universo y nosotros sólo podemos hacer cábalas sobre un reducido número
de ellas. ¿Por qué no podría alguno poseer una sensibilidad anormal para la
mímica?
»Usted sabe el efecto que el
cine puede tener sobre los que llamamos "seres normales", aunque sea
bajo ciertas condiciones. El espectador cinematográfico se queda bajo un estado
hipnótico, y puede usted comprobarlo preguntando a los psicólogos. Oscuridad,
concentración, sugestión... todos los elementos están presentes. Y existe
también la sugestión posthipnótica. Nuevamente me respaldarían los psiquiatras
en esto. Muchas personas tienden a identificarse con algunos de los personajes
que aparecen en la pantalla. Aquí es donde interviene nuestro adorado héroe, y
ésta es la razón por la que existen los aficionados a los westerns y a los
films policíacos y toda la pesca. Se supone que la gente común sale del cine
fantaseando sobre los héroes y heroínas que han visto en la pantalla;
imitándolos también.
»Obviamente, esto es lo que
Andrew Benson hace. ¿Y si suponemos que lo que hace es ir un poco más allá? ¿Y
si suponemos que es capaz de ser lo que ve retratado? ¿Y que escoge
exclusivamente los personajes malvados? Se lo digo, es necesario investigar los
crímenes perpetrados desde hace unos años a esta parte. No sólo el asesinato de
aquellas chicas, sino también el de los dos doctores que examinaron a Benson
cuando este era un niño, y es más: la muerte incluso de sus padres adoptivos.
No creo que esas cosas fueran accidentes. Creo que algunas personas se
acercaron demasiado a su secreto y que Benson las quitó de en medio.
»¿Por qué? ¿Cómo podría yo
saber el porqué? Ni siquiera se lo que busca cuando asiste al cine. Pues está
buscando algo, eso se lo garantizo. ¿Quién podría saber lo que tal forma vital
se propone hacer o cuáles son sus propósitos respecto de sus poderes? Todo
cuanto puedo hacer, es advertirle.
Es fácil desechar que el
abogado Fowler fuera un tipo paranoide aunque no que resultara tal vez injusto,
a la hora de evaluar las razones de su arrebato. Que sabía (o creía saber)
algo, es evidente de por sí. Como prueba, en la noche de su muerte estaba
parecer a punto de confeccionar un informe con sus descubrimientos.
Deplorablemente, cuanto quedó
no fue sino un preámbulo, en forma de cita de Erie Voegelin, relativas a las
rígidas y pragmaticas actitudes del «cientifismo», por llamarlo así:
«(1> está supuesto que la
ciencia matematizada de los fenómenos naturales es un modelo científico al que
todas las otras ciencias deben adaptarse; (2) que todos los reinos de los seres
son accesibles según los métodos de las ciencias de los fenómenos; y (3) que
toda realidad que no tenga acceso a las ciencias de los fenómenos o es
irrelevante o, en la forma más radical del dogma, ilusoria.»
Pero el abogado Fowler está
muerto y nosotros no podemos tratar sino con la vida, con Max Schick, por
ejemplo, el agente de películas de cine y televisión que visitó a Andrew Benson
en su casa poco después de la muerte de los ancianos Benson y le ofreció un
contrato inmediato.
-Usted es un genio nato -le
dijo Schick-. Deje de preocuparse por lo del Pasadena Playhouse. A nadie
le interesa esto. Puedo demostrárselo ya, créame. Con lo que usted es capaz de
hacer, borraremos a Marlon Brando del mapa. Claro, empezaremos por cosas menores,
pero yo sé dónde está el chollo. Lo principal es que pueda introducirse entre
los grandes por donde sea. Nada de musicales adocenados, ¿me sigue? Los
estudios no se reparten de buenas a primeras y aunque usted cayera en uno,
acabaría en las filas de los don nadie. No, el trato es conseguir para usted un
primer puesto y un cartel más allá de las eventualidades. Y, como le dije, yo
se dónde está el meollo.
»Iremos a un pequeño productor
independiente, ¿me capta? Debe haber como una docena operando ahora, y haciendo
todos lo mismo. Sólo hay una clase de películas que combine el bajo costo con
los grandes beneficios y esa clase es la de la ciencia-ficción.
»Sí, como me oye, una película
de ciencia-ficción. ¿Qué me dice, que nunca ha visto una? ¿Está usted majara?
¿Cómo es posible? ¿Quiere decir que jamás vio ninguna película de
ciencia-ficción?
»Ah, su familia, ¿eh? ¿Se lo
tenían prohibido? ¿Y sólo se exhibían en los cines del centro?
»Bien mirado, muchacho, le
digo que ya es hora, eso es lo que le digo. ¡Ya es hora! Mire, para que sepa
usted de lo que estamos hablando, lo mejor es que vaya a ver una ahora mismo.
Estoy seguro. tienen que estar poniendo alguna en algún cine del centro. ¿Por
qué no va esta misma tarde? Tengo un trabajo que terminar en mi oficina: lo
llevo en mi coche y se va a ver la película y luego acude a mi oficina, al
salir.
»Claro que puedo dejarle mi
coche. Es usted mi invitado.
Así fue como Andrew Benson vio
su primera película de ciencia-ficción. Fue y volvió en el coche de Max Schick
(como excesiva coincidencia hay que señalar que fue, al caer la tarde de aquel
día, cuando el abogado Fowler devino víctima del atropello) y Schick tuvo
buenas razones para recordar la aparición de Andrew Benson en su oficina justo
después del crepúsculo.
-Tenía una expresion en su
rostro que no era de este mundo -declara Schick.
»-¿Qué tal la película? -le
pregunté.
»-Maravillosa -me dijo-. Justo
lo que había estado buscando todos estos años. Y pensar que no conocía esas
cosas.
»-¿Qué no conocía qué?
-pregunté. Pero dejó de dirigirse a mí. Dese cuenta. Hablaba consigo mismo.
»-Sabía que tenía que haber
algo así -decía-. Algo mejor que Drácula, que el monstruo del Dr. Frankenstein
y todo eso. Algo más grande, más poderoso. Algo que podía convertirse en
realidad. Y ahora lo he conocido. Y ahora voy a hacerlo.
Max Schick es incapaz de
mantener la coherencia a partir de este punto. Pero su informe directo no es
necesario. Desgraciadamente, todos nosotros sabemos lo que ocurrió a
continuación.
Max Schick estaba sentado en
su sillón y observó el cambio de Andrew Benson.
Lo vio crecer. Vio
aumentar sus ojos, sus antenas, sus retorcidos tentáculos. Lo vio retorcerse e
hincharse, llenando la habitación hasta que, reventando las paredes, no
hubo sino aquel verde y gigantesco horror, aquella monstruosidad de sesenta
pies de altura que quizá nacido del cerebro de un guionista de cine, tal vez
engendrado más allá de las estrellas, pero con certeza existente y sin duda
alimentado en los lejanos reinos, allende el mundo tridimensional y allende los
tridimensionales conceptos de la salud mental.
Max Schick nunca olvidará
aquella noche, como tampoco, claro está, la olvidará ningún otro.
Aquella fue la noche en que el monstruo destruyó Los Ángeles...
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