Estocolmo 3 - Amparo Dávila
A pesar de ser otoño hacía un tiempo espléndido la tarde en que yo caminaba por la Colonia Juárez rumbo a la calle de Estocolmo. Allí vivían, en el número 3, desde hacía dos meses, Homero y Betty. Sin embargo, era la primera vez que iba a su nuevo departamento.
Primero había sido la enfermedad de mamá, que me tuvo a su lado todo el tiempo, como sucedía siempre que algo perturbaba su salud, lo que me había impedido visitarlos. Mamá es de esas personas demasiado aprensivas a quienes hay que dedicarse en cuerpo y alma, pues si llegan a sentirse poco atendidas o descuidadas caen en fuertes crisis depresivas que ponen en peligro su recuperación.
Después, por el trabajo rezagado y la intención de ponerlo al
corriente se fue pasando el tiempo, y éramos tan amigos que sólo por
inconvenientes así se justificaba que hubieran pasado tantos días sin verlos.
En el reloj de la Profesa daban las seis de la tarde cuando toqué el timbre de
Estocolmo 3. Casi sin aliento llegué hasta el quinto piso donde estaba el
departamento de mis amigos.
—Pero qué agradable sorpresa.
—Por fin te dejas ver.
Y los dos comenzaron a hacerme
mil reproches por el largo tiempo que había dejado de verlos, tanto, que ni
siquiera conocía la nueva casa. Yo trataba de explicarles todo lo que me había
ocurrido y por qué no me había sido posible visitarlos antes.
Un poco aclaradas las cosas,
Betty me quitó el abrigo y se encaminó al dormitorio a dejarlo, mientras Homero
me mostraba la estancia.
—Tiene una vista estupenda
—decía al tiempo en que descorría la cortina para que yo pudiera admirar un
magnífico panorama que el crepúsculo matizaba con tonalidades rosas y ocres. Le
aseguré que el departamento me parecía muy bonito, y era verdad, pues aquella
pequeña estancia, lo único que conocía hasta ese momento, con su gran ventanal,
muros recubiertos de madera y chimenea, era de lo más agradable y acogedor, y
ellos la habían amueblado con buen gusto: un sofá amplio y dos butacas (de esas
en que uno se hunde cómodamente), varios estantes llenos de libros, una mesa de
trabajo, cuadros, lámparas, y muchas otras pequeñas cosas que uno gusta de ver
y tener cerca.
—Los pisos altos tienen muchas
ventajas —seguía diciendo Homero.
Estuve de acuerdo con él, pero no dejé de hacerle notar que la escalera era bien pesada, y que yo aún no recobraba mi aliento. "Se acostumbra uno pronto y, además, es un buen ejercicio que lo mantiene a uno ágil y favorece la circulación."
Nos
sentamos y Homero siguió platicándome de lo contentos que estaban con el
departamento; que cada día le descubrían mayores ventajas; que había sido una
gran suerte encontrarlo en ese punto de la ciudad, tan bien comunicado, como si
hubiera sido hecho precisamente para ellos, de acuerdo a sus necesidades, con
una renta bastante moderada, sin ningún ruido, y donde él podía trabajar a
gusto.
Betty regresó de la recámara con
una caja de bombones y una cajetilla de cigarrillos y, tras ella, una muchacha
rubia vestida de blanco. Al verlas llegar intenté moverme hasta un extremo del
sofá para dejarles lugar donde sentarse.
—No, no te incomodes, estás bien
ahí, yo me voy a sentar aquí junto a Homero —y acercó una silla.
—¿Qué opinan si tomamos un ron?
—propuso Homero.
—Desde luego —afirmó Betty.
—Me parece buena idea —dije yo, que, debo
confesar estaba bastante sorprendida y desconcertada por aquella descortesía,
¿o de qué otra manera llamarla?, de no presentarme a la joven de blanco. A lo
mejor pensaban que ya la conocía; pero, de todos modos... Me preguntaba también
si no sería alguna pariente de Betty, pues yo no conocía a su familia que vivía
en Nueva York.
—A ti no te gusta muy fuerte,
¿verdad? —recordaba Homero cuando estaba preparando las copas.
—Lo dejo a tu gusto.
—¿Y cómo está tu madre ahora?
—preguntó Betty.
Comencé a informarle a grandes
rasgos sobre la salud de mamá, sin dejar de observar de reojo a la muchacha, que
se había quedado de pie junto a un librero mirando los volúmenes. Homero vino con
las copas para Betty y para mí, luego trajo la suya y se sentó. Los dos hacían
caso omiso de la muchacha y yo no me atrevía a preguntarles nada, porque su
misma presencia me intimidaba y no entendía qué estaba sucediendo allí.
—Por el gusto de tenerte aquí.
—Ya teníamos ganas de verte.
—Y yo no menos que ustedes. Y
¿cómo te va con tu nuevo trabajo, Homero?
—Bastante bien. Dos o tres horas
por las mañanas solamente. No se puede decir que sea pesado.
—Y ¿es interesante lo que haces?
—Leer todos los periódicos,
recortar notas, archivarlas, eso es todo...
—Tienes suerte, no cabe duda,
pues me parece un trabajo perfecto.
—Lo mejor sería no trabajar
—dijo riéndose Betty—, ¿no les parece?
Seguimos platicando un poco de todo. Homero y Betty casi se quitaban la palabra. Realmente estaban muy animados esa tarde. Entretanto, la muchacha se acercó hacia donde estábamos y se sentó en una silla de bejuco, tan frágil y fina como ella misma. Desde ahí nos observaba en silencio. Yo miré a mis amigos con mirada inquisidora, pero ellos no se dieron por aludidos, como si no quisieran tomarla en cuenta.
Entonces me puse a pensar si sería una de esas personas que abusan de la amistad, que acostumbran perturbar la intimidad de amigos y vecinos, y de las que nunca se sabe cómo desembarazarse y se termina por odiarlas frenéticamente. Era indudable que ellos sabían lo que estaban haciendo. Traté, entonces, de no preocuparme demasiado por su presencia, pero tampoco lograba ignorarla, sentada allí, tan quieta, en conmovedor silencio.
Pocas veces he estado tan
incómoda como esa tarde en que visité a Homero y a Betty en su departamento de
Estocolmo 3. Soy de esas personas con una rígida educación y me mortifica profundamente
cometer lo que a mi juicio pueda calificarse de faltas elementales de buenos
modales o de cortesía. Así que, sólo mediante un gran esfuerzo, lograba
soportar aquella absurda y molesta situación y me decía que más tarde, o cuando
hubiera oportunidad, ellos me explicarían los motivos especiales y sin duda
justificados que tenían para tratar de esa manera a la muchacha de blanco.
Homero insistió en que tomáramos otra copa y, mientras él la preparaba, Betty se levantó a encender las lámparas porque ya había oscurecido y apenas si nos veíamos las caras. Al pasar junto a la muchacha tropezó con su silla y, por poco la tira al suelo; pero ni siquiera por esto fue para pedirle la más mínima disculpa y siguió como si nada hubiera ocurrido.
Yo no me enteré de qué cara puso la joven, pues no me atreví a
mirarla. Ahora sí ya no sabía qué pensar de todo aquello y había empezado a
sufrir por la pobre chica que, sin duda, no tenía el menor sentido de la
dignidad, o el tacto de irse. En fin, la gente es tan rara a veces…
Homero regresó con las copas y seguimos nuestra charla. Me contaron que les habían pintado todo el departamento según su deseo, pues antes tenía un papel tapiz oscuro que lo ensombrecía demasiado y le daba un aspecto fúnebre. También les habían puesto una estufa nueva porque la que había no funcionaba bien.
El dueño del edificio era una finísima persona, que había accedido a todo cuanto ellos le solicitaron, ni siquiera fianza les había pedido, y sólo habían dado una renta adelantada. Les subían la correspondencia para que no tuvieran que molestarse en bajar a recogerla; tenían agua caliente todo el día; el gas y la luz estaban incluidos en el alquiler y, en fin, Homero y Betty, nunca habían soñado en encontrar un departamento con tantas ventajas como ese.
El reloj de la Profesa
dio ocho campanadas que me sonaron tristísimas, así se lo dije a ellos. Betty
aseguró que no tenían nada de tristes y que eran iguales a las de otros
templos. Entonces fue cuando la muchacha se levantó y se encaminó hacia la recámara
sin decir nada, así como había llegado.
—Por fin se va... —comenté en
voz muy baja, para que ella no pudiera oírme.
—¿Quién se va?
—¿De qué hablas?
—De ella —contesté simplemente
y, con la vista, indiqué a la muchacha que ya entraba en el dormitorio,
mientras me preguntaba qué les sucedía a Homero y a Betty.
—No te entiendo —dijo Betty.
—¿No serán los rones? —comentó,
burlón, Homero.
—Nunca pensé que esto fuera una
broma de ustedes —les reproché. A decir verdad, todo me parecía muy extraño.
—Ésta sí que es la confusión de
las lenguas —dijo Homero—, Nadie sabe de qué habla el otro.
—Claro que sí sabemos, pero ya
terminen de una vez —supliqué.
—Te aseguro que no sabemos de
qué...
—Bueno, de todos modos fue
demasiado tenerla así, todo este tiempo —les dije.
—¿Tenerla así, dónde?
—Pero, ¿cómo dónde? Aquí —y
señalé la silla que acababa de desocupar la muchacha—, sentada horas y horas
sin hablar, como si fuera una pobre muda. Creo que fue excesivo y
desconsiderado.
—¿Sentada aquí? —comentó Betty,
como sin entender, y miró a Homero fijamente.
—¿Y quién es? ¿Cómo se llama?
—se me ocurrió preguntar.
—Bueno... el caso es, que...
—comenzó a decir Homero mientras se frotaba las manos como solía hacerlo cuando
estaba nervioso:
—¿Para dónde se fue? —preguntó
de pronto Betty, interrumpiendo, lo que Homero iba a decir.
—A la recámara —contesté.
Sin decir más los dos se
levantaron y se dirigieron hacia el dormitorio, y yo detrás de ellos. Entramos
a la recámara y no había nadie allí, sólo un fuerte olor a gardenias y a
nardos, un olor demasiado dulce y pegajoso, denso y oscuro, atrayente y
repulsivo, que no se podía dejar de aspirar y que contraía el estómago en una
náusea incontenible.
—Pero, ¿tú crees que...? ¿Si
será la...? —le preguntaba Betty a Homero. Betty tenía los ojos muy abiertos y
le temblaba la boca al hablar.
—Uno qué sabe de esas cosas —
comentó sencillamente Homero que seguía restregándose las manos, presa de una
gran nerviosidad.
Yo decidí marcharme en ese
momento. Además de tener el pendiente de mamá que se había quedado sola, me
sentía bastante perturbada.
Después supe que Homero y Betty se mudaron de Estocolmo 3 al día siguiente. Después supe, también, muchas otras cosas
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