La bola dorada de la oportunidad - Agatha Christie
Jorge
Dundas se detuvo en plena ciudad de Londres con aire pensativo. A su alrededor,
obreros y empleados iban y venían en
aquella marea envolvente, pero Jorge,
exquisitamente vestido, con los pantalones bien planchados, no les prestaba
atención. Estaba muy ocupado pensando lo que debía hacer a continuación.
iAlgo había
ocurrido! Entre Jorge y su tío rico (Efrain Leadbetter, de la firma Leadbetter
y Gilling) se habían cruzado unas «palabritas» como se dice vulgarmente. Para
hablar con exactitud, las palabras habían sido pronunciadas casi únicamente por
el señor Leadbetter. Habían brotado de sus labios como un torrente de amarga
indignación, y el hecho de que fueran una repetición constante no parecía
haberle preocupado. Decir algo bonito una vez y no repetirlo, era algo imposible
para él.
El tema fue
bien sencillo... la tontería y la perversidad de un joven, que tiene que
abrirse camino, y que se toma un día de asueto en plena semana, sin permiso de
nadie. Cuando el señor Leadbetter hubo dicho todo lo que se le ocurría, repitiéndolo
varias veces, se detuvo para tomar aliento y preguntó a Jorge qué significaba
aquello.
Jorge
respondió sencillamente que lo que él quería era un día libre. En resumen, un
día de fiesta.
¿Y para qué
estaban el sábado por la tarde y el domingo?, quiso saber el señor Leadbetter.
Para no mencionar la Pascua de Pentecostés, que acababa de pasar, y la próxima
fiesta del patrón de los Bancos.
Jorge
replicó que no le importaban las tardes de los sábados, los domingos, ni las
fiestas patronas. Tenía necesidad de un día cualquiera en el que le fuera
posible encontrar un sitio donde no se hubiera reunido ya medio Londres.
Entonces el
señor Leadbetter dijo que había hecho cuanto estaba en su mano por el hijo de
su difunta hermana... y que nadie podría decir que no le había dado una
oportunidad, pero evidentemente fue inútil, y en el futuro Jorge podría gozar
de los cinco días laborables de la semana, además del sábado y del domingo,
para hacer lo que le viniera en gana.
—Te
arrojaron a las manos la bola dorada de la oportunidad, hijo mío —dijo
Leadbetter como último y poético toque final de su discurso—. Y no has sabido
cogerla.
Jorge dijo
que a él le parecía que era eso lo que había hecho, y el señor
Leadbetter, trocando la poesía en ira, le ordenó que se marchara.
De ahí...
las meditaciones de Jorge. ¿Se volvería atrás su tío? ¿Sentía por Jorge algún
afecto secreto, o sólo un patente disgusto?
Y fue en
aquel preciso momento que una voz... una voz inesperada... dijo:
—¡Hola!
Un coche de
turismo de línea aerodinámica se había detenido junto a la acera, y sentada
ante el volante estaba la chica más bonita y popular de la alta sociedad, Mary
Montresor (la descripción es la misma que aparecía bajo su retrato en la
revistas ilustradas por lo menos cuatro veces al mes).
Mary
sonreía a Jorge con simpatía.
—Nunca
pensé que un hombre pudiera parecerse tanto a una isla —dijo Mary Montresor—.
¿Quieres subir?
—Con el
alma y la vida —replicó Jorge sin la menor vacilación, y así lo hizo,
sentándose junto a ella.
Avanzaron
lentamente porque las leyes del tráfico no permitían otra cosa.
—Estoy
harta de la ciudad —dijo Mary Montresor—. Vine a ver qué tal era, pero me
vuelvo a Londres.
Sin
corregir su geografía, Jorge le dijo que era una idea magnífica. Siguieron
adelante, unas veces despacio, otras con ciegos arranques veloces cuando Mary
veía la oportunidad de pasar a otros vehículos. A Jorge le pareció que en esto
era un tanto optimista, pero consolóse pensando que sólo se muere una vez. Sin
embargo, consideró conveniente no darle conversación, prefiriendo que su rubia
acompañante se entregara totalmente a la tarea que tenía entre manos.
Fue ella
quien reanudó la charla, mientras corrían velozmente por un recodo de Hyde
Park.
—¿Te
gustaría casarte conmigo? —le preguntó ella como por casualidad.
Jorge
contuvo el aliento, pero debió ser debido a la proximidad de un enorme autobús
que parecía ansioso de destrucción, y se enorgulleció de su rápida respuesta.
—Me
encantaría —replicó con facilidad.
—Bueno —dijo
Mary Montresor vagamente—. Tal vez puedas hacerlo algún día.
Volvieron a
tomar la carretera recta sin accidentes, y en aquel momento Jorge advirtió unos
grandes cartelones de noticias colocados en la estación del «metro» de Hyde
Park Corner. Entre «grave situación política» y «llegada del trasatlántico
"Coronel" se leía «Joven de la alta sociedad se casa con un duque» y
en otro «el duque de Edgehill y la señorita Montresor».
—¿Qué es
eso del duque de Edgehill? —preguntó Jorge con severidad.
—¿Bingo y yo?
Estamos prometidos.
—Pero
entonces... lo que acabas de decir...
—Oh, eso
—dijo Mary Montresor—. Comprende, todavía no he decidido del todo con quién
voy a casarme.
—¿Entonces
por qué te has prometido?
—Sólo para
demostrar que podía hacerlo. Todos pensaban que me sería muy difícil, y no lo
fue nada.
—Has sido
muy afortunada logrando conquistar a ese... es... Bingo —dijo Jorge mencionando
con violencia a un duque auténtico por su nombre de pila.
—Nada de
eso —replicó Mary Montresor—. El afortunado ha sido él, si es que hay algo que
pueda hacerle bien... cosa que dudo.
Jorge hizo
otro descubrimiento... de nuevo con la ayuda de otro cartel de anuncios.
—Vaya, si
hoy hay regatas en Ascot. Debiera haber adivinado que ése era el único sitio
donde podrías estar tú.
Mary
Montresor suspiró.
—Quería
tener un día de libertad —dijo sencillamente.
—Vaya,
igual que yo —repuso Jorge encantado—. Y como resultado mi tío me ha despedido
para que me muera de hambre.
—En ese
caso nos casaremos —decidió Mary—, mis veinte mil libras al año te resultarán
sumamente útiles.
—Desde
luego nos proporcionarían algunas comodidades para nuestra casa —repuso Jorge.
—Hablando
de casas —comentó Mary—. Vamos al campo a ver si encontramos alguna que nos
guste.
Resultaba
un plan encantador. Pasaron Putney Bridge y, al llegar a Kingston, Mary apretó
el acelerador con un suspiro de satisfacción. Llegaron al campo muy de prisa, y
media hora más tarde, Mary, exhalando una exclamación, señaló hacia un lado con
gesto teatral.
Ante ellos,
en la cima de una colina se alzaba una casa de esas que los agentes de
ventas describen (rara vez con verdad) de «Un encanto al estilo antiguo».
Imaginaos que la descripción de la mayoría de casas de campo se hiciera
realidad por una vez, y tendréis una idea.
Mary Montresor
detuvo el coche ante una cerca pintada de blanco.
—Dejaremos
aquí el coche, e iremos a verla. ¡Es nuestra casa!
—Decididamente
lo es —convino Jorge—. Pero de momento parece que viven en ella otras personas.
Mary
despreció a las otras personas con un gesto, y subieron juntos por el camino.
La casa resultaba aún más atrayente vista de cerca.
—Nos
acercaremos para atisbar por las ventanas —dijo Mary.
Jorge se
resistía.
—¿Tú crees
que esta gente...?
—Yo no
pienso en ellos. Es nuestra casa... y sólo viven en ella por casualidad. Y si
alguien nos sorprendiera, diré... diré que yo creía que era la casa de la
señora... Pardonstenger y que siento haberme equivocado.
—Bueno, no
está mal —dijo Jorge pensativo. Miraron por las ventanas. La casa estaba
exquisitamente amueblada, y acababan de llegar al salón cuando oyeron pasos en
la grava del jardín y al volverse se hallaron frente a un mayordomo impecable.
—¡Oh! —dijo
Mary, y con su más encantadora sonrisa agregó—: ¿Está en casa la señora
Pardonstenger? estaba mirando si estaba en el salón.
—La señora
Pardonstenger está en casa, señora —replicó el mayordomo—. Tenga la bondad de
pasar... por aquí, por favor.
Hicieron lo
único que podían hacer: seguirle. Jorge iba calculando el número de
probabilidades que había para que hubiesen acertado, y siendo el nombre
Pardonstenger llegó a la conclusión de que era una entre veinte mil. Su
compañera le susurró:
—Déjalo en
mis manos. Todo irá bien.
A Jorge le
vino de perilla, pues según él aquella situación requería delicadeza femenina.
Les
hicieron pasar al salón, y en cuanto se hubo retirado el mayordomo, volvió a
abrirse la puerta dando paso a una señora alta y de cabellos oxigenados que les
contempló con aire expectante.
Mary
Montresor dio un paso hacia ella, y luego se detuvo con bien simulada sorpresa.
—¡Vaya!
—exclamó—. ¡Si no es Amy! ¡Qué cosa más extraordinaria!
—Lo es
—dijo una voz siniestra.
Había
entrado un hombre corpulento de rostro de bulldog y ceño amenazador, situándose
detrás de la señora Pardonstenger. Jorge, pensó que nunca había visto un tipo
más desagradable. El hombre cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella.
—Sí, una
cosa extraordinaria —repitió con su voz áspera—. Pero creo haber comprendido su
juego. —Y de pronto sacó un revólver enorme—. ¡Manos arriba! He dicho manos
arriba. Cachéalos, Bella.
Jorge, al
leer novelas policíacas, se había preguntado muchas veces qué significaba eso
de «cachear». Ahora lo supo. Bella (alias señora Pardonstenger) comprobó que ni
él ni Mary llevaban armas escondidas en ninguna de sus ropas.
—Pensaron
que eran muy listos, ¿verdad? —gruñó el hombre—. Viniendo aquí de esta manera y
haciéndose los inocentes. Esta vez se han equivocado... del todo. En realidad,
dudo mucho que sus amigos y parientes vuelvan a verles jamás. Ah, sí, ¡eh!
—dijo al ver que Jorge hacía un movimiento de rebeldía—. Nada de trucos.
Dispararé en cuanto vuelva a moverse.
—Ten
cuidado, Jorge —suplicó Mary.
—Tendré
cuidado —repuso Jorge con sentimiento—. Mucho cuidado.
—Y ahora en
marcha —dijo el hombre—. Abre la puerta, Bella. Y ustedes dos conserven las
manos encima de la cabeza. La señora primero... así está bien. Yo iré detrás de
los dos. Crucen el recibidor. Ahora arriba...
Obedecieron.
¿Qué otra cosa podían hacer? Mary empezó a subir la escalera con las manos en
alto seguida de Jorge, y detrás de ellos el gigantesco rufián, revólver en
mano.
Al llegar a
lo alto de la escalera, Mary dobló la esquina, y en el mismo instante, sin el
menor aviso, Jorge propinó un fiero puntapié hacia atrás alcanzando al hombre
de pleno, y haciéndole caer de espaldas por la escalera. Al segundo siguiente
Jorge había saltado sobre él, apoyando las rodillas sobre su pecho, y con la
mano derecha cogió el revólver que el otro había soltado durante la caída.
Bella,
lanzando un grito, se retiró por una puerta, y Mary bajó corriendo la escalera,
pálida como la cera.
—Jorge, ¿le
has matado?
El hombre
estaba tendido completamente inmóvil, y Jorge se inclinó sobre él.
—No creo
que le haya matado —dijo con pesar—. Pero desde luego está fuera de cuenta.
—Gracias a
Dios —Mary respiraba muy de prisa.
—Un golpe
limpio —dijo Jorge admirado de sí mismo—. Vaya una lección para esta mula. ¿Eh,
qué quieres?
Mary tiraba
de él con fuerza.
—Vámonos
—exclamó con fervor—. Vámonos de prisa.
—¿Y si
buscáramos algo con que atar a este individuo? —dijo Jorge dispuesto a seguir
sus propios planes—. ¿Podrías encontrar algún pedazo de cuerda por ahí?
—No, no
podría —replicó Mary—. Y vámonos... por favor, por favor... estoy tan
asustada...
—No
necesitas asustarte estando yo aquí —replicó Jorge con vil arrogancia.
—Jorge
querido, por favor... hazlo por mí. No quiero verme mezclada en esto. Vámonos,
por favor, te lo suplico de veras.
La
exquisita ternura con que pronunció las palabras «hazlo por mí» ablandó la
determinación de Jorge, que se dejó arrastrar donde les esperaba el auto. Mary
dijo con desmayo:
—Conduce
tú. Yo no puedo.
Y Jorge
tomó posesión del volante.
—Pero hemos
de ver cómo acaba esto —le dijo—. Dios sabe lo que se trae entre manos ese
tunante. No daré parte a la policía si no quieres... pero tengo que
averiguarlo. Tengo que seguirles la pista.
—No, Jorge.
No quiero que lo hagas.
—¿Se nos
presenta una aventura de primera clase como ésta y quieres que me vuelva de
espaldas? No, ni lo sueñes.
—No tenía
idea de que fueses tan sanguinario —dijo llorosa.
—No soy
sanguinario. Yo no fui quien empezó. Ese condenado individuo amenazándonos con
ese gigantesco revólver... A propósito..., ¿cómo diantre no se disparó cuando
yo le arrojé escalera abajo?
Y
deteniendo el coche, la sacó del bolsillo de la portezuela donde lo pusiera al
subir. Después de examinarlo lanzó un silbido.
—¡Vaya, que
me aspen si lo entiendo! No está cargado. Si lo llego a saber... —Se detuvo
abstraído en sus pensamientos—. Mary, todo esto es muy extraño.
—Lo sé. Por
eso te suplico que lo dejes.
—Nunca
—replicó Jorge con voz firme.
Mary
suspiró.
—Ya veo que
tendré que contártelo —le dijo—. Y lo peor de todo es que no tengo la menor
idea de cómo te sentará.
—¿Qué
quieres decir? ¿Qué has de contarme?
—Verás.
—Hizo una pausa—. Yo creo que hoy en día las mujeres debemos ayudarnos
mutuamente... cuando queremos, sobre todo, saber algo de los hombres que
conocemos.
—¿Y bien?
—preguntó Jorge, completamente despistado.
—Y lo más
importante para una chica es saber cómo reaccionaría él ante una dificultad...
¿Tiene presencia de ánimo... valor... inteligencia rápida? Esas cosas no pueden
saberse... hasta que ya es demasiado tarde. Tal vez no se presente ninguna
oportunidad hasta varios años después de casados. Todo lo que sé de mis amigos
es si bailan bien y si son capaces de encontrar un taxi en noches lluviosas.
—Las dos
cosas son muy útiles —señaló Jorge.
—Sí, pero
una quiere saber si el hombre es hombre.
—«Los
grandes espacios abiertos donde los hombres son hombres» —recitó Jorge con aire
ausente.
—Exacto.
Pero en Inglaterra no tenemos esos espacios abiertos. De manera que hay que
crear una situación artificial. Y eso es lo que hice.
—¿Qué
quieres decir?
—Lo que
quiero decir es que esa casa actualmente es mía. Y vinimos porque yo quise...
no por casualidad. Y el hombre... ese hombre a quien por poco matas...
—¿Sí?
—Es Rube
Wallace... el actor de cine. Siempre representa papeles de luchador. Es un
hombre muy amable y simpático, y le contraté. Bella es su esposa. Por eso me
quedé aterrada al ver que podías haberle matado. Naturalmente que el revólver
no estaba cargado. Pertenece a la compañía cinematográfica. Oh, Jorge, ¿estás
muy enfadado?
—¿Soy el
primero con quien... has probado este experimento?
—Oh, no. Lo
probé con... deja que piense... con otros nueve y medio.
—¿Quién era
el medio? —preguntó Jorge con curiosidad.
—Bingo
—replicó en tono frío.
—¿Y a los
demás no se les ocurrió el truco de pegar una patada hacia atrás, como hacen
las mulas?
—No... a
ninguno. Algunos fanfarronearon, y otros se sometieron en seguida, pero todos
permitieron que les llevaran arriba, y les ataran y amordazasen. Luego, me las
arreglé para soltar mis ligaduras... claro está, como en las novelas... y les
liberté. Nos escapamos... descubriendo que la casa estaba vacía.
—¿Y a nadie
se le ocurrió el truco de la mula ni nada parecido?
—No.
—En ese
caso —dijo Jorge condescendiente—, te perdono.
—Gracias,
Jorge —repuso Mary sumisa.
—En
resumen: la única cuestión que se nos presenta ahora es: ¿a dónde vamos? —dijo
Jorge—. No estoy del todo seguro si hay que ir a Lambeth Palace o al juzgado.
—¿De qué
estás hablando?
—De la
licencia. Creo que lo indicado es una licencia especial. Tienes demasiada
afición a prometerte con un hombre y preguntar a otro si quiere casarse
contigo.
—¡Yo no te
he pedido que te cases conmigo!
—Sí que me
lo pediste. En Hyde Park
Corner. No es un
sitio que hubiera escogido yo para pedir a nadie en matrimonio, pero cada uno
tiene sus ideas respecto a este particular.
—Yo no hice
nada de eso. Y sólo pregunté, en broma, si te gustaría casarte conmigo. No
tenía intención de que lo tomaras en serio.
—Si
consultara un abogado, estoy seguro que diría que eso fue una auténtica
proposición. Además, tú sabes perfectamente que quieres casarte conmigo.
—No.
—¿Ni
siquiera después de los nueve fracasos y medio? Imagínate la sensación de
seguridad que iba a darte ir por la vida al lado de un hombre capaz de sacarte
de una situación peligrosa.
Mary
parecía ablandarse poco a poco ante este argumento, pero dijo en tono firme:
—No me
casaría con ningún hombre a menos que le viera arrodillado ante mí.
Jorge la
miró. Era adorable, pero Jorge poseía otras características propias de las
mulas, aparte de saber dar coces, y replicó con la misma determinación:
—Arrodillarse
ante una mujer es degradante, y no lo haré.
Mary dijo
con encantadora presteza:
—¡Qué
lástima!
Regresaron
a Londres. Jorge estaba muy serio y callado, y Mary tenía el rostro oculto por
el ala de su sombrero. Al pasar por Hyde Park Corner, murmuró en tono suave:
—¿No
podrías arrodillarte ante mí?
Jorge
replicó en tono firme:
—No.
Se sentía
un superhombre. Ella le admiraba por su actitud, pero por lo visto también era
testaruda. De pronto Jorge se irguió.
—Perdóname
—le dijo.
Y apeándose
del coche, retrocedió hasta un puesto de fruta que acababan de pasar,
regresando tan rápidamente que el policía que se acercaba a ellos para
preguntar qué ocurría no tuvo tiempo de llegar.
—«Coma más
fruta» — dijo—. Y además es simbólico.
—¿Simbólico?
—Sí. Eva
dio una manzana a Adán. Hoy en día Adán se la da a Eva. ¿Comprendes?
—Sí —repuso
Mary dudosa.
—¿A dónde
te llevo? —preguntó Jorge en tono serio.
—A casa,
por favor.
Dirigió el
coche hacia la Plaza Grosvenor con rostro impasible. Se apeó, dando la vuelta
para ayudarla a bajar. Ella le hizo una última súplica.
—Querido...
Jorge... ¿no podrías? ¿Sólo por complacerme?
—Nunca
—dijo Jorge.
Y en aquel
preciso momento ocurrió. Resbaló, y al tratar de recobrar el equilibrio quedó
arrodillado en el barro ante ella. Mary lanzó una exclamación de alegría,
palmoteando entusiasmada.
—¡Querido
Jorge! Ahora sí que me casaré contigo. Puedes ir inmediatamente a Lambeth
Palace y arreglarlo todo con el arzobispo de Canterbury.
—Ha sido
sin querer —dijo Jorge con calor—. Fue por culpa de esa... esa... piel de
plátano —y le mostró el cuerpo del delito.
—No importa
—replicó Mary—. Ha ocurrido. Cuando discutimos y tú me echaste en cara el
haberte pedido en matrimonio, tuve que exigirte que antes de casarte conmigo te
arrodillaras ante mí. ¡Gracias a esa bendita piel de plátano! ¿Era bendita lo
que ibas a decir?
—Algo por
el estilo —repuso Jorge.
A las cinco y media de aquella tarde, el señor Leadbetter recibió el aviso de que su sobrino acababa de llegar y deseaba verle.
«Ha venido
para humillarse —díjose el señor Leadbetter para sus adentros—. Confieso que
estuve un poco duro con el muchacho, pero fue por su propio bien.»
Y dio orden
para que hicieran pasar a su sobrino.
Jorge entró
con aire decidido.
—Quiero
hablar contigo, tío —le dijo—. Esta mañana cometiste una gran injusticia. Me
gustaría saber si tú hubieras conseguido a mi edad, en plena calle, repudiado
por tus parientes, y en el espacio que media entra las once y cuarto y las
cinco y media, una renta de veinte mil libras al año. ¡Pues eso es lo que yo he
hecho!
—Tú estás
loco, muchacho.
—¡Qué voy a
estar loco, sino pletórico de recursos! Voy a casarme con una joven rica y
bonita, perteneciente a la alta sociedad. Una que va a dejar a un conde por mí.
—Debía
haberte abofeteado en lugar de preferirte.
—Y hubiera
hecho bien. Nunca me hubiera atrevido a pedírselo..., pero por fortuna me lo
pidió ella. Luego se retractó, pero yo la hice cambiar de opinión. ¿Y sabes
tío, cómo lo conseguí? Con el gasto de dos peniques y sabiendo agarrar la bola
dorada de la oportunidad.
—¿En qué
empleaste esos dos peniques? —preguntó el señor Leadbetter, intrigado.
—En comprar
un plátano... en un puesto de fruta. A nadie se le hubiera ocurrido el truco de
la piel de plátano. ¿Dónde se sacan las licencias de matrimonio? ¿Es en el
juzgado o en Lambeth Palace?
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