El capitán de la astronave «Polus» - Valentina Zuravleva
Pienso que debería comenzar explicando en unas pocas palabras la razón que me trajo al Archivo Central de Astronáutica. De otro modo, mi historia podría parecer incompleta.
Soy médico de a bordo y he participado en tres expediciones al cosmos. Mi especialidad médica es la psiquiatría: la astropsiquiatría, como se llama hoy. El problema del que me ocupo tuvo su origen hace mucho tiempo, en el decenio comprendido entre 1970 y 1980.
Entonces el vuelo desde la Tierra a Marte duraba más de un año, y para llegar a Mercurio eran necesarios cerca de dos. Los motores trabajaban sólo en las fases de la partida y de la llegada. Las observaciones astronómicas no se hacían desde los cohetes, sino desde observatorios especiales instalados sobre satélites artificiales.
¿De qué se ocupaba entonces la tripulación durante los largos meses del viaje? Casi de nada. La forzada inacción causaba agotamientos nerviosos, estados de postración, enfermedades. La lectura y la radio no podían suplir enteramente todas las cosas de que carecían los primeros astronautas. Echaban de menos el trabajo creador al que estaban acostumbrados.
Fue entonces cuando se pensó en formar las tripulaciones con individuos que tuviesen alguna afición, no importaba cuál, mientras les mantuviese ocupados durante el vuelo. Así surgieron pilotos apasionados por las matemáticas, navegantes que estudiaban antiguos papiros, ingenieros que dedicaban todo su tiempo a la poesía.
En los formularios que los astronautas debían rellenar fue añadido el famoso punto 12: «¿Cuál es su hobby?». Sin embargo, los avances en la tecnología de los cohetes pronto proveyó una nueva solución al problema. Los motores iónicos acortaron los viajes entre los planetas a unos pocos días. El punto 12 fue eliminado.
Pocos años después, con la entrada de la
humanidad en la época de los vuelos interestelares, el problema reapareció aún
más agudo. En efecto, pese a alcanzar casi la velocidad de la luz, los cohetes
atomiónicos, que hacían el recorrido desde la Tierra hasta las estrellas más
cercanas, viajaban durante años. Es verdad que el tiempo disminuía de acuerdo
con la elevada velocidad de los cohetes, pero de todos modos los viajes duraban
ocho, doce y a veces veinte años...
Se incluyó nuevamente el punto 12 en los
certificados de vuelo. En términos de control real del cohete, la tripulación
ocupaba no más del 0.001 % del tiempo de
vuelo. La TV desaparecía unos pocos días después del lanzamiento, la radio se
mantenía durante otro mes. Y quedaban aún años y años por delante...
En aquellos días, los cohetes fueron
tripulados por equipos de seis a ocho miembros, no más. Las minúsculas cabinas
y un invernadero de 50 metros de longitud eran todo el espacio habitable con el
que contaban. Es difícil para nosotros, que viajamos en las confortables naves
interestelares de la actualidad, imaginar como podía la gente de aquel tiempo
prescindir de gimnasios, piletas de natación, teatros estereofónicos y galerías
de paseo.
Pero estoy divagando y aún no he empezado mi
historia...
No sé, pues aún no he tenido tiempo para
localizarlo, quién fue eI diseñador del edificio del Archivo. Pero fue,
obviamente un arquitecto excepcional. Talentoso y audaz. El edificio se eleva
sobre la ribera de un lago siberiano que se formó veinte años atrás cuando se
represó al Ob. El edificio principal se levanta sobre una playa elevada.
Desconozco cómo se hizo, pero parece remontarse sobre las aguas, un blanco
edificio que se ve como una goleta dispuesta para navegar.
En total hay unas cincuenta personas en el
Archivo. Ya me he encontrado con algunos de ellos. La mayoría se encuentra aquí
por una breve temporada. Un escritor australiano está recopilando material
sobre el primer vuelo interestelar. Un estudiante de Leningrad investiga la
historia de Marte. El esquivo indio es un famoso escultor. Dos ingenieros –un
hombre joven alto y de rostro recio de Saratov y un pequeño y cortés japonés–
están trabajando en conjunto en algún proyecto. De qué clase, no lo sé. El japonés
sonríe cortésmente cuando le pregunto al respecto:
–Oh, es una nimiedad. No es merecedor de su
atención.
Pero nuevamente me he alejado del tema,
cuando debería estar comenzando mi historia.
El punto 12 es el objeto de mi trabajo
científico. Y es justamente la historia del punto 12 la que me ha traído aquí,
al Archivo Central de Astronáutica.
La misma tarde del día en que llegué, tuve
una conversación con el director del Archivo, un hombre joven todavía, a quien
el estallido del depósito de combustible de un cohete casi había privado de la
vista. Llevaba lentes especiales de triple capa y de tinte azulado que le
escondían los ojos, por lo que parecía no sonreír nunca.
–Bien –dijo, después de haberme escuchado–,
desea usted empezar con el material del sector O–14... Ah, perdone, esta es
nuestra clasificación interna y no le dice nada. Me referí a la primera
expedición a la estrella de Barnard.
Para vergüenza mía debo confesar que no
sabía casi nada de tal expedición.
–Sus vuelos fueron en direcciones diferentes
–dijo con un encogimiento de hombros–. Sirius, Procyon y 61 Cygni. Y toda su
investigación hasta ahora ha sido en vuelos hacia esas estrellas, ¿no es así?
Me sorprendió que conociera tan bien mi
legajo.
–Sí –continuó el director–, la historia de
Alexei Zarubin, comandante de la expedición, resolverá muchas de las
cuestiones que le interesan. Dentro de media hora le traerán el material. ¡Buen
trabajo!
Tras los lentes azules, los ojos no eran
visibles, pero la voz tenía un tono triste.
El material llegó a mi mesa. Los folios estaban amarillentos en algunos lugares, la tinta (entonces escribían con tinta) se había descolorido. Pero su significado no se ha perdido; hay copias infrarrojas de todos los documentos. El papel ha sido cubierto con una película de plástico transparente que se presenta lisa al tacto y resistente.
A través de la ventana puedo ver el mar. Sus
rompientes se suceden poderosamente; las olas crujían dulcemente sobre la
ribera como páginas deshojadas de un libro...
En la época en que fue realizada, la
expedición a la estrella de Barnard era una empresa difícil, casi desesperada.
Distancia: seis años luz. El cohete debía efectuar la mitad del recorrido en
fase de aceleración y la otra mitad en fase de deceleración; aunque este
sistema permitía alcanzar una velocidad superior a la de la luz, el vuelo de
ida y vuelta requería unos catorce años.
Para la tripulación el tiempo aún sería
menor y los catorce años se habrían reducido a unos cuarenta meses reales. Un
período en sí no excesivamente largo, pero con el peligro de que el motor debía
trabajar casi constantemente a pleno régimen durante treinta y ocho meses de
los cuarenta.
El cohete no tenía combustible de reserva
–un riesgo injustificado, podríamos pensar en la actualidad, pero no había
alternativa entonces. La nave no podía cargar más que lo que los ajustadamente
calculados tanques de combustibles podían contener. Por lo tanto, cualquier
retraso en el trayecto, sería fatal.
Leo el texto de la reunión del comité
encargado de escoger la tripulación. Se presentan candidatos y el comité los
rechaza siempre, porque el vuelo es excepcionalmente difícil, porque el capitán
debe ser a la vez un óptimo ingeniero, porque debe reunir una excepcional
resistencia, una audacia casi desatinada. Y de pronto, todos asienten.
Vuelvo la página. Empiezan el legajo de
servicio del capitán Alexei Zarubin.
Tres páginas más y empiezo a comprender el
motivo de que Alexei Zarubin fuese nombrado por unanimidad comandante del
«Polus». Era un hombre en el que se asociaban de modo excepcional la fría
sabiduría del científico y el fogoso temperamento del luchador. Por ello le
habían destinado a las más arriesgadas empresas. Sabía salir de las situaciones
más arduas y desesperadas. Era justamente el hombre apto para una expedición
que muchos consideraban de antemano condenada al fracaso.
El comité
seleccionó al capitán. Siguiendo la tradición, el capitán escogió a su
tripulación. Pero lo que Zarubin hizo, difícilmente podría considerarse una
selección. Simplemente contactó a cinco astronautas que habían integrado
tripulaciones con él con anterioridad y les preguntó si estaban dispuestos a
emprender un vuelo peligroso. Con él como capitán aceptaron de inmediato.
Encuentro las fotografías de la tripulación
del «Polus». Son fotografías en blanco y negro, en dos dimensiones. El
capitán tenía entonces veintiséis años. En la fotografía aparece más viejo: una
cara llena, ligeramente grueso con anchos pómulos, labios fuertemente
apretados, nariz aguileña, pelo rizado y seguramente muy suave y ojos extraños.
Unos ojos tranquilos, casi perezosos, pero en los que vagaba una luz
impertinente, descarada...
Los restantes astronautas eran aún más
jóvenes. Los ingenieros, marido y mujer, estaban fotografiados juntos, volaban
siempre juntos. El piloto tenía una mirada absorta de músico. El médico de a
bordo era una muchacha: quizá yo también tenía aquel aspecto serio en la
primera fotografía que me hicieron al ingresar en la Flota Astral. El
astrofísico mostraba una mirada obstinada sobre un rostro manchado de
quemaduras: había realizado con el capitán un aterrizaje forzoso en Dione,
satélite de Saturno.
Una expedición a
la estrella de Barnard en aquellos días era una aventura peligrosa.
Punto 12 del formulario: hojeo las páginas y veo que las fotografías me han orientado bien. En efecto, el piloto es músico y compositor; la pasión de la muchacha seria es la microbiología, el astrofísico estudia obstinadamente las lenguas, ya posee cinco a la perfección y piensa acometer ahora el latín y el griego antiguo. Los ingenieros, marido y mujer, tienen la misma pasión: el ajedrez, el nuevo ajedrez con dos reinas blancas y dos reinas negras y un tablero de 81 casillas...
La pregunta 12 también halla respuesta en el
formulario del capitán. Su pasión extraña, única, excepcional; nunca me había
topado con nada semejante. Desde pequeño, el capitán se deleita con la pintura:
es natural considerando que su madre era pintora. Pero el capitán no pinta, no,
se interesa por otra cosa. Sueña con descubrir los secretos de la Edad Media,
con recuperar la composición de sus colores, sus mezclas. Y hace
investigaciones químicas, siempre con la obstinación del científico y el
temperamento del artista.
Seis hombres, seis caracteres diferentes,
seis destinos distintos. Pero la pauta viene marcada por el capitán. Los demás
le quieren, tienen fe en él, le imitan. Y por eso todos saben ser tranquilos,
imperturbables y desenfrenadamente audaces.
Partida. El «Polus» apunta hacia la estrella de Barnard. El reactor atómico lanza por las toberas oleadas de iones invisibles... El cohete está en fase de aceleración, se nota continuamente la sobrecarga. Durante los primeros momentos es difícil caminar, difícil trabajar. El médico hace observar con severidad el régimen establecido. Los astronautas se acostumbran a las condiciones del vuelo. Se ordena la estiba y se instala el radiotelescopio. Empieza la vida normal. El control del reactor, de los instrumentos, de los mecanismos, requiere poco tiempo.
Cuatro horas al día son obligatorias para las respectivas especializaciones; el resto del tiempo es libre y cada cual lo emplea como quiere. La muchacha seria lee ávidamente textos de microbiología. El piloto ha compuesto una canción y todos los tripulantes la cantan. Los dos ingenieros pasan largas horas ante el tablero, el astrofísico lee a Plutarco en su lengua original...
Hay breves
entradas en la bitácora de la nave: El vuelo se desarrolla normalmente. El
reactor y los mecanismos operan correctamente. El ánimo de todos es elevado.
Luego, de pronto, una entrada angustiada: Las telecomunicaciones han
terminado. El cohete ahora está fuera de alcance. Ayer vimos la última
transmisión de televisión desde la Tierra. ¡Cuán duro es ver romperse otro
vínculo! Días más tarde dos líneas más: He mejorado la antena de
recepción de radio. Espero que sea capaz de continuar recepcionando las
transmisiones durante unos siete u ocho días más. Y fueron tan felices como
podían serlo al funcionar la radio por otros doce días.
El cohete vuela hacia la estrella de Barnard
aumentando progresivamente su velocidad. Los meses pasan. El reactor atómico
funciona tal como estaba previsto. El consumo de combustible es el calculado,
ni un miligramo más.
La catástrofe vino de improviso. Durante el
octavo mes de vuelo se verificó una variación en el régimen de trabajo del
reactor con el consiguiente aumento del consumo de combustible. En el diario
de a bordo apareció una breve anotación: No sabemos la causa de tal reacción
accesoria.
Fuera, el mar levanta la voz. El viento es más fuerte y las olas ya no rozan como páginas de un libro, rebufan impacientes batiendo la costa. Oigo la risa de una mujer. No, no puedo, no debo distraerme. Me parece estar viendo a aquellos hombres en el cohete. Ahora ya los conozco y puedo imaginar todo lo que ha sucedido. Quizá me equivoque en algún detalle, pero, ¿qué importa? Pero no, estoy segura de que no me equivocaré ni siquiera en los detalles. Tengo el convencimiento de que los hechos se desarrollaron así:
En la retorta colocada sobre la espita hervía un líquido obscuro. Vapores negruzcos recorrían el serpentín para terminar en el condensador. El capitán examinaba atentamente un tubo de ensayo que contenía un polvo rojo obscuro. Se abrió la puerta. La llama del quemador tembló. El capitán se volvió. En la entrada se hallaba el ingeniero.
El ingeniero estaba turbado. Era un hombre
que sabía controlarse, aunque su voz traicionaba su turbación. Una voz extraña,
sonora, desacostumbradamente firme. El ingeniero intentaba mantener la calma,
pero no lo conseguía.
–Siéntate, Nikolai –el capitán le acercó una
butaca–. He hecho estos cálculos ayer y he obtenido el mismo resultado. Ven,
siéntate.
–¿Qué haremos?
El capitán miró el reloj.
–¿Hacer? Faltan cincuenta y cinco minutos
para la cena. Tenemos tiempo de discutirlo. Avisa a todos, por favor.
–Muy bien –contestó mecánicamente el
ingeniero–. Se lo diré a todos. Sí, se lo diré.
No comprendía la tranquilidad del capitán.
La velocidad del «Polus» aumentaba segundo a segundo y había que tomar
inmediatamente una decisión.
–Mira –explicó el capitán, acercándole el
tubo de ensayo–. Seguramente te interesará. Es cinabrio. Un color endiabladamente
seductor. Pero suele obscurecerse a la luz... Ya lo he encontrado: todo el
secreto está en el grado de dispersión...
Y se extendió en una disertación acerca de
cómo había conseguido obtener un cinabrio estable a la luz. El ingeniero le
escuchó con impaciencia, atormentando la probeta con las manos, y con los ojos
fijos en el reloj de la pared: treinta segundos, la velocidad había aumentado
en dos kilómetros por segundo; un minuto más y habría aumentado otros cuatro
kilómetros por segundo...
–Me voy –dijo por fin–, debo advertir a los
otros. Mientras descendía la escalerita comprendió de pronto que no tenía
prisa, ya no contaba los segundos.
El capitán cerró la puerta de la cabina,
introdujo distraídamente el tubo de ensayo en el trípode y pensó con una
sonrisa: El pánico es como una reacción en cadena. Todo lo que le es
extraño, lo retrasa... El
zumbido del sistema de enfriamiento del reactor llenó sus oídos. Los motores
funcionaban a pleno acelerando el vuelo del «Polus».
Diez minutos después, el capitán bajó al
salón. Cinco personas le saludaron poniéndose en pie. Y por el modo de
levantarse, por el hecho de que todos llevaban el uniforme de los astronautas,
cosa que sucedía raras veces y sólo en las ocasiones solemnes, el capitán
comprendió que ya no era necesario explicar la situación.
–Bueno –murmuró–, parece que sólo yo me he
olvidado de ponerme el uniforme...
Nadie sonrió.
–Sentémonos –indicó el capitán–. Consejo de
guerra. Como está prescripto, que hable primero el más joven: Lenocka, ¿qué
debemos hacer? ¿Qué piensa de la situación?
La muchacha contestó con toda seriedad:
–Soy médico, Alexei Pavlovic, y nuestro
problema es, ante todo, técnico. Permítame expresar mi opinión después.
El capitán asintió con la cabeza.
–De acuerdo. Eres la más brillante entre nosotros, Lena. Y,
como mujer, la más astuta también. Hablarás cuando estés lista para expresar tu
opinión.
La chica no dijo
nada.
–Bien –continuó el
capitán–, Lena hablará más tarde. Oigamos a Sergei.
El astrofísico abrió los brazos.
–Tampoco concierne a mi especialidad. No
tengo una opinión bien definida, pero sé que el combustible debería bastar para
alcanzar la estrella de Barnard. ¿Por qué volver a mitad de camino?
–¿Por qué? –repitió, a su vez, el capitán–.
Porque desde allí ya no podríamos volver. Desde la mitad del trayecto, sí;
desde la estrella de Barnard, no.
–No lo comprendo –insistió el astrofísico,
pensativo–. ¿Por qué no? Nos vendrían a buscar. Verán que no volveremos y
vendrán por nosotros. La astronáutica está en continuo desarrollo.
–Si –contestó, riendo, el capitán–. Pero
hará falta tiempo... Por lo tanto, es usted del parecer de continuar..., ¿no
es así? Bueno. Ahora usted, Georgi. ¿Entra el asunto dentro de su especialidad?
El piloto saltó en pie, separando la butaca.
–Siéntese –ordenó el capitán–. Siéntese y
hable con calma. No salte. ¿Y bien?
–¡No debemos volver! –el piloto casi
gritaba–. Hay que seguir adelante... ¡Adelante a través de lo imposible! ¿Cómo
podemos pensar en volver? Sabíamos que la expedición era muy difícil. Lo
sabíamos, ¿no? Y ahora, en cuanto surge la primera dificultad, ¡se habla de
volver! ¡No, no, adelante!
–Adelante a través de lo imposible –murmuró
el capitán–. Bien dicho... ¿Qué opinan los ingenieros? ¿Nina Vladimirovna?
¿Nikolai?
El ingeniero miró a su mujer. Esta hizo un
gesto y él tomó la palabra. Habló con calma, como si pensase en voz alta.
–Nuestro vuelo a la estrella de Barnard es una expedición científica. Si entre todos podemos saber algo nuevo, si hacemos algún descubrimiento, nuestro esfuerzo habrá sido útil. Pero este esfuerzo sólo será verdaderamente útil si nuestro descubrimiento es conocido por otros hombres, por la Humanidad.
Si llegamos hasta la estrella de Barnard y luego no es posible volver atrás, ¿qué valor tendrán nuestros descubrimientos? Sergei ha dicho que al final alguien nos vendrá a recoger. Lo admito. Pero entonces, el mérito será suyo, de quienes vengan a recogernos. ¿Qué méritos tendremos nosotros? ¿Qué hará por la Humanidad nuestra expedición?...
En una palabra, sólo
produciremos molestias. Sí, molestias. En la Tierra esperarán nuestro regreso,
y lo harán en vano. Si volvemos inmediatamente, la pérdida de tiempo se
reducirá al mínimo. Partirá una nueva expedición. Quizá seamos nosotros mismos.
Habremos perdido, eso si, algunos años. Pero, por el contrarío,
proporcionaremos a la Tierra el material recogido. Pero ahora no tenemos esa
posibilidad... ¿Continuar? ¿Para qué? Nina y yo nos oponemos. Hay que volver en
el acto.
Siguió un largo silencio. Luego, la muchacha
preguntó:
–¿Qué piensa usted, capitán?
Zarubin sonrió con tristeza.
–Creo que nuestros ingenieros tienen razón.
Las bellas palabras sólo son palabras. Y el buen sentido, la lógica, el
cálculo, están de parte de los ingenieros. Hemos venido a hacer
descubrimientos. Si la Tierra no tiene noticia de ellos, no valdrán nada.
Nikolai tiene razón, toda la razón.
El capitán se levantó y atravesó pesadamente
la cabina. Era difícil caminar. La sobrecarga tres veces mayor, provocada por
la aceleración del cohete, dificultaba los movimientos.
–Cabe también la espera de un socorro
–continuó–. Quedan dos soluciones. La primera es volver a la Tierra; la segunda
es alcanzar la estrella de Barnard..., y luego, regresar de algún modo.
Regresar, pese a la pérdida de combustible.
–¿Cómo? –preguntó el ingeniero.
Zarubin se acercó a la butaca, se sentó e
hizo una pausa antes de contestar.
–No lo sé. Pero tenemos tiempo. Para llegar
a la estrella de Barnard aun faltan once meses. Si ustedes deciden que volvamos
ahora, lo haremos. Pero si creen que durante esos once meses yo puedo pensar,
inventar, descubrir alguna cosa que nos permita resolver esta situación,
entonces..., ¡adelante a través de lo imposible! Esto es todo, amigos.. ¿Qué
les parece? ¿Lenocka?
La muchacha le miró con malicia.
–Como todos los hombres, es usted muy listo.
Apostaría algo a que ya tiene preparada alguna solución.
El capitán soltó una carcajada.
–¡Perdería! Aún no he encontrado nada. Pero
lo encontraré, estoy seguro.
–Lo creemos. Estamos convencidos de ello –el
ingeniero calló un momento–. Aunque no puedo imaginar cómo saldremos de este
embrollo. Nos queda el dieciocho por ciento del carburante. El dieciocho por
ciento, en vez del cincuenta... Pero después de lo que ha dicho, capitán, es
suficiente. Vamos a la estrella de Barnard. Como dice Georgei, ¡adelante a
través de lo imposible!
...Las ventanas se abren sin ruido. El viento vuelve las páginas, atraviesa la habitación, llenándola con el fresco olor del mar. Ese olor es algo maravilloso. En los cohetes no existe. Los acondicionadores depuran el aire, mantienen la humedad necesaria, la temperatura conveniente. Pero el aire acondicionado no tiene sabor, como el agua destilada.
Se han probado muchas veces generadores de olores artificiales, pero hasta ahora sin resultados satisfactorios. El olor común del aire terrestre es demasiado complejo y no es fácil reproducirlo. Ahora, por ejemplo... Siento el olor del mar, de las húmedas hojas otoñales, de perfumes apenas perceptibles. A veces, cuando el viento se hace más fuerte, percibo el olor de la tierra y hasta el débil perfume de los colores.
El viento vuelve las páginas... ¿Con qué
contaría el capitán? Soy médico, he volado y sé que no suceden milagros. Cuando
el «Polus» llegase a la estrella de Barnard, sólo le quedaría el dieciocho por
ciento de combustible. El dieciocho en vez del cincuenta...
A la mañana siguiente rogué al director que me enseñase los cuadros de Zarubin.
–Hay que subir arriba –explicó–. ¿Ya lo ha
leído todo?
Escuchó mi respuesta y asintió con la
cabeza.
–Lo comprendo. Yo también lo pensaba. Desde
aquel momento, la historia empieza a tener un carácter excepcional. Sí, el
capitán asumió una gran responsabilidad...
Calló durante largo rato, mordiéndose los
labios. Luego se levantó y se ajustó las gafas.
–Bueno, vamos.
El director cojeaba. Recorrimos lentamente
los corredores del Archivo.
–Leerá otras cosas sobre el particular –dijo
el director–. Si no me equivoco, segundo volumen, página cien y siguientes.
Zarubin quería descubrir el secreto de los maestros italianos del Renacimiento.
A partir del siglo XVIII empezó la decadencia de la pintura al óleo, desde el
punto de vista de la técnica de los colores, quiero decir. Muchas cosas se
consideraron irremediablemente perdidas. Los pintores ya no sabían obtener
colores luminosos y al mismo tiempo persistentes. Particularmente, en lo que
respecta al celeste y al azul. Zarubin...
Los cuadros de Zarubin estaban reunidos en
una estrecha galería inundada de sol. Lo primero que me llamó la atención fue
que cada uno de los cuadros de Zarubin estaban pintados de un solo color: rojo,
azul, verde...
–Son estudios para probar los colores
–explicó el director–. Aquí hay uno, Estudio en tonos azules. Ultramarino.
En un cielo azul volaban juntas dos
delicadas figuras humanas, un hombre y una mujer. Todo estaba pintado en azul.
Pero nunca había visto una tan infinita variedad de matices. El cielo aparecía
nocturno, azul obscuro en el extremo izquierdo inferior del cuadro y
transparente, saturado por el aire ardiente del mediodía, en el ángulo opuesto.
En los hombres, las alas formaban un mosaico de tonos azules, celestes,
violetas. Los colores eran unas veces elásticos, claros, luminosos; otras
veces, dulces, tenues, transparentes. En comparación, el estudio de Degas Las
bailarinas azules hubiera parecido un cuadro mortecino, pobre en colores.
Admiré luego otros cuadros. Estudio en
tonos rojos dos soles escarlatas en un planeta desconocido, un caos de
sombras y penumbras desde el rojo sangre hasta el rosa luminoso. Estudio en
tonos ocres: amontonamientos de rocas obscuras, severas. Estudio en
tonos verdes: un bosque irreal, mágico...
–Zarubin fantaseaba –dijo el director–. Al
principio pretendía probar los colores. Pero después...
El director calló. Miré los azules,
impenetrables cristales de sus gafas.
–Siga leyendo –dijo, por fin, en voz baja–.
Luego le enseñaré los demás cuadros. Entonces comprenderá...
Leo con la mayor rapidez posible. Intento fijar las cosas principales y adelante, adelante...
El «Polus» continuó su viaje. La velocidad
del cohete alcanzó el límite máximo y los motores empezaron a trabajar en
régimen de deceleración. A juzgar por las breves notas de la bitácora, todo
seguía normalmente, ninguna avería, ninguna enfermedad. Nadie recordaba al
capitán la promesa hecha. Zarubin estaba, como siempre, tranquilo, seguro de sí
mismo y alegre. Como antes, dedicaba mucho tiempo a la tecnología de los
colores y pintaba estudios...
¿Cuáles fueron sus
pensamiento cuando estaba sólo en su cabina? Ni la bitácora de la nave, ni el
diario del navegante dan ninguna respuesta. Pero hay un documento interesante.
El informe de los ingenieros acerca del desperfecto del sistema de
enfriamiento, en claro y conciso lenguaje encrespado con tecnicismos. Pero
entre líneas leo: Si has cambiado de opinión, amigo, esto te permitirá
rectificar tu posición sin menoscabo... Y lo dispuesto por el capitán: Bien,
haremos las reparaciones sobre un planeta de la estrella de Barnard, que
significa: No, amigos, yo no he cambiado mi decisión.
El cohete alcanzó la estrella de Barnard
diecinueve meses después de su partida. Cerca de la débil estrella rosada se
descubrió un planeta, de dimensiones casi idénticas a las de la Tierra, pero
cubierto de hielos. El «Polus» se preparó a posarse sobre él. El flujo de iones
emitido por las toberas del cohete fundió los hielos y el primer intento no
tuvo éxito. El capitán escogió otro punto, con el mismo resultado... Por fin,
tras seis tentativas, se encontró bajo el hielo una roca granítica.
Desde ese día las anotaciones en el libro de
bitácora se hicieron en tinta roja. De esta manera se registraban
tradicionalmente los descubrimientos.
El planeta estaba muerto. Su atmósfera
estaba compuesta casi exclusivamente de oxígeno puro, pero no se encontró ni
un ser viviente ni una planta. El termómetro señalaba cincuenta grados bajo
cero. Planeta inerte –estaba escrito en el diario del piloto–; pero,
en cambio, ¡qué estrella! ¡qué diluvio de descubrimientos!...
Sí, un diluvio de descubrimientos. Incluso
hoy, cuando la ciencia de la estructura y evolución de las estrellas ha
experimentado grandes avances, los descubrimientos hechos por la expedición del
«Polus» en muchos aspectos no han perdido nada de su valor. El estudio de la
envoltura gaseosa de las enanas rosadas tipo Barnard se considera aún como un
clásico científico.
El libro de bitácora... El informe
científico. El manuscrito del astrofísico con la paradójica hipótesis sobre la
evolución estelar..., y, por fin, lo que yo buscaba: la orden de regreso dada
por el capitán. No doy crédito a mis ojos y repaso rápidamente las páginas. Una
anotación en el diario del navegante. Ahora lo creo; sé que sucedió así.
Un día, Zarubin dijo:
–Hay que regresar.
Los cinco hombres miraron a Zarubin en
silencio. Se oía el tic-tac de los relojes...
–Tenemos que volver –repitió el capitán–. Ya
sabemos que nos queda el dieciocho por ciento del combustible. Pero hay una
solución. Ante todo, aligerar el cohete. Debemos eliminar todo el equipo
eléctrico con excepción de los instrumentos de corrección –vio que el piloto
quería decir algo y le detuvo con un gesto–. Hay que hacerlo así. Los
instrumentos, los mamparos interiores de los depósitos vacíos, y algunas de las
secciones del invernadero. No es eso todo. El mayor consumo de combustible es
debido a la pequeña aceleración de los primeros meses de vuelo. Habrá que
resignarse a los inconvenientes: el «Polus» deberá partir con una aceleración
plena de 12 g en lugar de tres...
–Con una aceleración semejante, será
imposible guiar el cohete –objetó el ingeniero–. El piloto no podrá...
–Ya lo sé –le interrumpió con dureza el capitán–.
La dirección, durante los primeros meses, será dada desde aquí, desde este
planeta. Aquí se quedará un hombre. ¡Silencio! Recuérdenlo, no hay otra
solución y se hará así. Sigamos. Nina Vladimirovna y Nikolaj no pueden
quedarse, esperan un niño. Sí, lo sé. Lenocka es medico, debe partir. Sergei es
el astrofísico, y también debe partir. Georgei es demasiado excitable. Por eso
me quedaré yo. ¡Silencio he dicho!
Tengo delante los cálculos hechos por Zarubin. Soy médico y no todo lo veo claro. Pero no resulta difícil comprender que son irreprochables. El cohete se aligera hasta el desmantelamiento, se fuerza al máximo la aceleración de salida. La mayor parte del invernadero se dejó sobre el planeta, lo que incidió severamente sobre las raciones de los astronautas. Se suprime el sistema de alimentación de emergencia, consistente en dos microrreactores; se desmonta casi toda la instalación electrónica. Si durante el viaje sucede algo imprevisto, el cohete ni siquiera podrá volver a la estrella de Barnard. Riesgo al cubo –escribió el navegante en su diario; y abajo–: Pero para el que se queda, el riesgo será diez, cien veces mayor.
Zarubin tendría que esperar catorce años.
Únicamente hasta entonces otro cohete podría ir a recogerlo. Catorce años solo
sobre un planeta hostil, cubierto de hielo...
Más cálculos. La energía era lo primero.
Tenía que alcanzar para el periodo de control del cohete desde el planeta y
para los catorce largos años posteriores. Y de nuevo sin margen para
emergencia.
Una fotografía del habitáculo del capitán,
construido con las secciones del invernadero. A través de las paredes
transparentes se ven las instalaciones electrónicas, los microrreactores.
Sobre el techo, las antenas del mando a distancia. En torno a ella, un desierto
de hielo. En el cielo gris, cubierto por una densa bruma, salta la luz fría de
la estrella de Barnard. Un disco cuatro veces más grande que el Sol, pero
apenas más luminoso que la Luna.
Hojeo con nerviosismo el libro de bitácora.
Está todo: las instrucciones del capitán, los acuerdos relativos al enlace por
radio durante los primeros días de vuelo, la lista de los objetos dejados al
capitán... Y luego, de pronto, una palabra: Lanzamiento.
Siguen anotaciones extrañas. Parecen
escritas por un niño, las líneas son irregulares, las letras aparecen deformadas.
Es el efecto de la aceleración a 12 g.
Consigo leerlas con dificultad. La primera
anotación:
Todo bien. ¡Maldita aceleración! Nuestra
visión está severamente velada...
Dos días después:
Acelerando según lo calculado. Imposible
caminar, debemos arrastrarnos...
Una semana más tarde:
Es duro, muy... (tachado). El reactor
trabaja a pleno régimen.
Dos folios del diario de a bordo están en
blanco. Sobre el tercero, manchado de tinta, consta la siguiente observación:
El control a distancia se debilita. Hay
algún obstáculo en la trayectoria de las emisiones. Esto... (tachado). Es el
fin.
Pero al final de la página hay otra, escrita
con mano más firme:
El control desde el planeta ha sido
restaurado. El indicador de potencia se mantiene en cuatro unidades. El capitán
está entregando toda la energía de sus microrreactores y nosotros no podemos
impedírselo. Se sacrifica...
Cierro el libro de bitácora. Ahora sólo
puedo pensar en Zarubin. No esperaba, sin duda, que se estropease el control a
distancia.
Se oye el pitido de la señal de alarma del indicador. La temblorosa aguja se detiene en el cero. La emisión de energía ha encontrado un obstáculo y el control a distancia deja de responder rápidamente.
El capitán se halla de pie ante la pared
transparente. El opaco sol escarlata se oculta en el horizonte. Las tinieblas
se van condensando sobre la llanura helada. El viento levanta la nieve,
mezclándola y elevándola hacia el tenebroso cielo gris-rojizo.
La señal de alarma del indicador suena con
insistencia. La pequeña cantidad de energía emitida no es suficiente para
mantener el control sobre el cohete. Zarubin observa el ocaso de la estrella de
Barnard. Tras su espalda se encienden febrilmente lamparitas en el panel del
piloto electrónico.
El disco purpúreo-rojizo desaparece
rápidamente bajo el horizonte. Durante un segundo brillan infinitos rayos
escarlata, al ser refractados los últimos rayos por el terreno helado. Luego
cae la noche.
Zarubin se acerca al panel de los instrumentos
y desconecta la señal del indicador. La aguja deja de moverse. Luego gira la
rueda del regulador de potencia. El invernadero se inunda con el ronroneo de
los motores del sistema de enfriamiento. Gira el volante hasta el tope; pasa
detrás del cuadro, quita el limitador y da otras dos vueltas completas al
volante. El ronroneo se transforma en un estridente, vibrante, y estruendoso
bramido.
El capitán se vuelve hacia la pared y se
hunde en el banco. Le tiemblan las manos. Toma un pañuelo y se seca la frente.
Apoya la mejilla contra la pared fría.
Ahora aguarda a que las nuevas
superpoderosas señales alcancen al cohete y retornen.
Y espera.
Espera, perdida toda noción del tiempo,
mientras braman los microrreactores, llevados casi hasta un régimen de explosión;
los motores del sistema de refrigeración gimen, silban. Se estremecen las
frágiles paredes...
El capitán espera.
Finalmente, algo lo fuerza a levantarse y a
acercarse al panel de los instrumentos. La aguja del indicador ha vuelto a
normal. Ahora hay suficiente potencia para controlar el cohete. Zarubin sonríe
débilmente, dice: –¡Vaya!–, y echa una mirada al indicador de consumo.
La energía gastada supera en ciento cuarenta veces la cantidad prevista en el
cálculo.
Aquella noche, el capitán no duerme. Compila
un nuevo programa para el piloto electrónico. Hay que corregir la desviación
provocada por la interrupción en el enlace.
El viento empuja olas de nieve sobre la
llanura. Una tenue aurora boreal fulgura en el horizonte.
Los microrreactores chillan furiosamente,
irradiando al espacio la energía que ha sido cuidadosamente calculada para
durar catorce años... Habiendo cargado el programa en el equipo electrónico,
el capitán hace una fatigada recorrida de su alojamiento. Sobre el techo
transparente brillan las estrellas. El capitán se apoya en el cuadro de
instrumentos y mira al cielo. En algún punto lejano el «Polus» volvía a tomar
velocidad y se dirigía con seguridad hacia la Tierra.
... Era muy tarde, pero, pese a todo, fui a ver al director. Recordaba que me había hablado de otros cuadros de Zarubin.
El director no dormía.
–Sabía que iba a venir –me dijo, poniéndose
rápidamente las gafas–. Vamos, es en la próxima puerta.
En la habitación contigua, iluminada con
lámparas fluorescentes, estaban colgados dos cuadros de tamaño medio. En un
primer momento creí que el director se había equivocado. Me parecía que Zarubin
nunca pintaría cuadros semejantes. No se asemejaban en nada a los que había
visto durante el día, no eran estudios de colores ni temas fantásticos. Eran
dos paisajes comunes. Uno representaba una calle y un árbol; el otro, el borde
de un bosque.
–Sí, son de Zarubin –afirmó el director,
como si hubiese adivinado mis pensamientos–. Se quedó allí, ya lo sabe. Sí, fue
una solución dura, pero, de todos modos, una solución. Hablo como astronauta,
como ex astronauta –el director se ajustó las gafas azules y guardó silencio–.
Y luego Zarubin hizo..., ya sabe... En cuatro semanas suministró una energía
calculada para catorce años. Corrigió las desviaciones, devolvió al «Polus» a
su ruta exacta. Y cuando el cohete alcanzó la velocidad inferior a la de la
luz, y empezó la fase de deceleración, la tripulación recuperó el gobierno de
la nave. Pero los microrreactores de Zarubin ya no producían energía. Todo
había terminado... Fue entonces cuando Zarubin pintó estos cuadros... Amaba a
la Tierra, la vida...
Un cuadro representaba una calle, una calle
en cuesta en el centro de un pueblo. A un lado de la calle, una poderosa encina
retorcida, pintada al estilo de Jules Dubre de la escuela de Barbizon:
chaparra, nudosa, llena de vida y de fuerza. El viento empuja nubes
despeinadas. En la cuneta lateral descansa una gran piedra, y parece como si un
momento antes algún viandante se hubiese sentado en ella... Cada detalle está
pintado con cariño, con amor, con una riqueza poco común de colores y matices.
El otro cuadro no está terminado. Representa
un bosque en primavera. Todo él está saturado de luz, de calor...
Sorprendentes tonalidades doradas... Zarubin conocía el alma de los colores.
–Yo traje estos cuadros a la Tierra –dijo el
director, casi en un murmullo.
–¿Usted?
–Sí.
Su
voz era triste, como sí traicionase un sentimiento de culpa.
–El material que ha examinado no tiene
conclusión. El resto se refiere a otras expediciones El «Polus» llegó a la
Tierra y en el acto fue enviada una expedición de socorro. Se hizo todo lo que
podía acortar el vuelo. La tripulación aceptó volar bajo 6 g. Llegaron al
planeta pero no encontraron el invernadero. Tomaron riesgos tremendos y
retornaron con las manos vacías. Luego, muchos años más tarde, fui enviado yo.
Durante el viaje tuvimos una avería. Allí... –el director levantó una mano
hasta sus lentes–. Pero llegamos. Y encontramos el invernadero y los
cuadros... También encontramos una nota del capitán...
–¿Qué decía?
–Sólo unas palabras: “adelante, a
través de lo imposible”.
Miramos los cuadros en silencio. De pronto,
me di cuenta de que Zarubin los pintó de memoria. Había hielo a todo su
alrededor, iluminado por el diabólico resplandor rojizo de la estrella de
Barnard. Y en su paleta él mezclaba colores cálidos y soleados... En el punto
12 él pudo haber escrito, con toda verdad: Yo estoy interesado en amar
apasionadamente la Tierra, su vida, su gente.
Los desiertos corredores del Archivo están
calmos y en silencio. Las ventanas están abiertas, la brisa marina agita las
pesadas cortinas. Las rompientes se lanzan en obstinada cadencia. Parecen
susurrar: hacia adelante a través de lo imposible. Una pausa, otra ola y
un susurro: Hacia adelante [Forward]... Y otra pausa...
Yo deseo replicar a las olas: Sí, hacia
adelante, sólo hacia adelante, siempre hacia adelante.
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