Polvo - Tobias Wolff
Justo antes
de Navidad mi padre me llevó a esquiar a Mount Baker. Tuvo que luchar para
conseguir que le acompañara pues mi madre todavía estaba enfadada con él por
colarme a un club nocturno durante su última visita, para ver a Thelonious
Monk.
El no se rindió. Prometió, con la mano en el corazón, que cuidaría de mí y me
traería a casa para la cena de Nochebuena, y ella se ablandó. Pero cuando
dejábamos el albergue esa mañana empezó a nevar, y él percibió en aquella nieve
alguna rara cualidad que hacía necesario que esquiáramos por última vez.
Esquiamos varias veces por última vez. El era indiferente a mis quejas. La
nieve se arremolinaba a nuestro alrededor en fuertes rachas cegadoras que
silbaban como arena, y todavía esquiábamos. Cuando el telesilla nos llevaba una
vez más a la cima, mi padre miró su reloj y dijo:
-¡No puede ser! Esta vez tendrá que ser rápido.
Para entonces yo ya no veía la pista. Era inútil intentarlo. Me mantuve pegado
a él e hice lo que él hizo y de algún modo llegué abajo sin despeñarme por un
barranco.
Devolvimos nuestros esquíes y mi padre puso cadenas al Austin-Healey
mientras yo daba saltos de un pie al otro, me golpeaba los guantes uno contra
el otro y tenía ganas de estar en casa. Lo veía todo. El mantel verde, los
platos con el adorno de acebo, las velas rojas esperando a que las encendieran.
Pasamos por delante de una cafetería cuando nos íbamos.
-¿Quieres una sopa? -preguntó mi padre. Negué con la cabeza-. Anímate -dijo
él-. Te llevaré. ¿De acuerdo, jefe?
Se suponía que yo debía responder: «De acuerdo, jefe», pero no dije nada.
Un guardia nos hizo seña de que paráramos al salir de la estación de esquí,
donde una barrera bloqueaba la carretera. Se acercó a nuestro coche y se
inclinó hacia la ventanilla de mi padre, con la cara muy pálida por el frío,
copos de nieve colgándole de las cejas y del borde de piel de su chaquetón y
gorra.
-No me diga... -empezó mi padre.
El guardia le dijo. La carretera estaba cerrada. Podría ser que la limpiaran, y
podría ser que no. La tormenta había pillado a todo el mundo por sorpresa.
Difícil que la gente se pusiera a ello. Nochebuena. Qué se puede hacer.
Mi padre dijo:
-Mire. Estamos hablando de unos doce o trece centímetros. He pasado con este
coche por situaciones peores.
El guardia se estiró. No se le veía la cara, pero le podía oír.
-La carretera está cerrada.
Mi padre permaneció sentado con las dos manos en el volante, acariciándolo con
los pulgares. Miró la barrera durante largo rato. Parecía que estaba tratando
de hacerse a la idea. Luego dio las gracias al guardia y, haciendo una extraña
y remilgada demostración de prudencia, hizo girar el coche.
-Tu madre nunca me perdonará esto -dijo.
-Deberíamos habernos ido esta mañana -dije yo-. Jefe.
No volvió a hablar conmigo hasta que estuvimos en una mesa de la cafetería,
esperando a nuestras hamburguesas.
-No me lo perdonará-dijo él-. ¿Entiendes? Nunca.
-Supongo -dije yo, aunque no se necesitaba suponer nada. Ella no le perdonaría.
-No puedo dejar que pase eso -se inclinó hacia mí-. Te diré lo que quiero.
Quiero que volvamos a estar juntos. ¿Es lo que quieres tú?
-Sí señor.
Hizo como que me pegaba con los nudillos en la barbilla.
-Es todo lo que necesitaba oír.
Cuando terminamos de comer fue al teléfono público del fondo de la cafetería, y
luego se volvió a reunir conmigo en la mesa. Imaginé que había llamado a mi
madre, pero no me informó de ello. Dio sorbos a su café y miró fijamente por la
ventana la carretera desierta.
-Vamos, vamos -dijo, aunque no a mí. Un poco después lo repitió. Cuando pasó el
coche del guardia con las luces destellando, se levantó y dejó algo de dinero
encima de la cuenta. Muy bien. Vámonos*.
El viento había parado. La nieve caía vertical, ahora más lenta y ligera. Nos
alejamos de la estación de esquí, justo hasta la barrera.
-Quítala -me dijo mi padre. Cuando le miré, añadió-: ¿A qué estás esperando?
-me bajé y empujé la barrera a un lado, luego la volví a poner después de que
él hubiera pasado. Me abrió la puerta-. Ahora eres cómplice -dijo-. Caeremos
juntos -metió la marcha y me lanzó una ojeada-. Es broma, hijo.
Durante el primer largo trecho yo miraba hacia atrás, para ver si el guardia
nos seguía. La barrera desapareció. Luego no había más que nieve: nieve en la
carretera, nieve soltada por las cadenas, nieve en los árboles, nieve en el
cielo, y nuestras huellas en la nieve.
Entonces miré al frente y me llevé un
susto. No había huellas por delante de nosotros. Mi padre conducía sobre nieve
virgen entre dos hileras de árboles. Iba tarareando «Stars Fell on Alabama».
Noté que la nieve se rozaba contra el suelo del coche, bajo mis pies. Para
evitar que las manos me temblaran, las metí entre las rodillas.
Mi padre gruñó pensativamente y dijo:
-Nunca trates de hacer esto tú.
-No lo haré.
-Es lo que dices ahora, pero un día sacarás el carné y entonces creerás que lo
puedes hacer todo. No podrás hacer esto. Se necesita, no sé... cierto instinto.
-Puede que lo tenga.
-No lo tienes. Tienes tus puntos fuertes, claro, sólo que no éste. Lo menciono
simplemente porque no quiero que te hagas la idea de que es algo que puede
hacer cualquiera. Yo soy un conductor muy bueno. Eso no es una virtud, ¿vale?
Sólo es algo que pasa, y deberías ser consciente de ello, Claro que hay que
reconocerle el mérito a este viejo cacharro. No hay muchos coches con los que
yo intentaría esto. ¡Escucha!
Escuché. Oí el chasquido de las cadenas, el ronroneo del motor. Ronroneaba de
verdad. El cacharro era casi nuevo. Mi padre no podía permitírselo, y siempre
prometía que lo iba a vender, pero allí estaba.
-¿Adonde crees que fue el policía? -pregunté.
-¿Estás bastante caliente?
Estiró la mano y subió la calefacción. Luego apagó los limpiaparabrisas. No los
necesitábamos. Las nubes se habían despejado. Unos escasos copos como plumas se
movían delante y los apartábamos al pasar. Dejamos los árboles y entramos en
una amplia zona de nieve que se extendía al mismo nivel durante un rato y luego
bajaba bruscamente.
Habían puesto a intervalos unos postes naranjas en dos
líneas paralelas y mi padre se guiaba por ellos, aunque estaban lo bastante
separados para que dudara mucho por dónde seguía exactamente la carretera. Mi
padre volvió a tararear, improvisando pequeñas variaciones sobre la melodía.
-Vale, entonces, ¿cuáles son mis puntos fuertes?
-No hagas que empiece -respondió él-. Llevaría el día entero.
-Bueno, pues dime uno.
-Fácil. Siempre eres previsor.
Cierto. Yo siempre era previsor. Era un chico que guardaba la ropa en perchas
numeradas para asegurar una rotación adecuada. Molestaba a mis profesores para
que dieran los deberes que tocaba hacer en casa por adelantado para así poder
planificarme. Era previsor, y por eso sabía que habría otros guardias
esperándonos al final del trayecto, si llegábamos allí.
Lo que no sabía era que
mi padre les rogaría y convencería para que nos dejaran pasar -no cantó un
villancico, pero casi-, y llegaría a casa para la cena, ganando un poco más de
tiempo antes de que mi madre decidiera romper definitivamente. Sabía que nos
atraparían; estaba resignado a ello. Y tal vez por ese motivo dejé de estar
deprimido y empecé a pasarlo bien.
¿Por qué no? Aquello era algo que merecía recordarse. Como ir en una lancha
rápida, sólo que mejor. Uno no puede bajar en lancha una cuesta. Y era toda
nuestra. Y seguía y seguía: los árboles cargados de nieve, la intacta
superficie de nieve, los repentinos panoramas blancos.
Aquí y allá veía señales
de la carretera: cunetas, cercas, postes, aunque no tantos como para que yo
hubiera encontrado el camino. Pero entonces no tenía que encontrarlo. Conducía
mi padre. Mi padre a los cuarenta y ocho años, con arrugas, amable, sin nada de
honor, con la cara encendida de seguridad. Era un gran conductor. Todo
persuasión, nada de forzar las cosas.
Qué sutileza al volante, qué tacto con
los pedales. Confiaba en él de verdad. Y lo mejor aún no había llegado: curvas
en zigzag y curvas muy cerradas imposibles de describir. A no ser diciendo
esto: si no has conducido sobre nieve en polvo, no has conducido.
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