La distorción que vino de espacio - Francis Flagg
El meteoro cayó aquella noche detrás de la Montaña del Oso. Jim Blake y yo lo vimos cruzar por el cielo. Era del tamaño de un pequeño globo y tenía una cola incandescente. Supimos que había caído a una distancia de pocos kilómetros de nuestro campamento, y luego vimos el opaco resplandor de un incendio que iluminaba el firmamento.
En la ladera opuesta de la Montaña del Oso el bosque es ralo, y los pocos árboles que hay son achaparrados y crecen en manchones separados por vastos claros de suelo árido y rocoso. El incendio no se extendió, y se consumió pronto. Sentados junto al fuego de nuestro campamento hablábamos sobre los meteoritos, esos ocasionales visitantes del espacio exterior que por lo general son pequeños y se consumen por el calor al entrar en la atmósfera de la Tierra.
Jim habló de uno enorme que había caído en el norte de Arizona antes de la llegada del hombre blanco; y de otro más reciente que cayó en Siberia.
—Por fortuna
—dijo— los meteoritos causan escasos daños; pero si uno grande llegara a caer
en un área densamente poblada, tiemblo al pensar en la destrucción de vidas y
bienes que provocaría. Catástrofes de ese tipo pueden haber destruido antiguas
ciudades. No creo que éste que acabamos de ver caiga en alguna parte próxima al
rancho de Simpson.
—No —dijo—; cayó
muy al norte. Si hubiera aterrizado en el valle no habríamos podido ver el
reflejo del incendio que inició. Por suerte no cayó más próximo a nosotros.
A la mañana siguiente, llenos de curiosidad, trepamos hasta la cumbre de la montaña, a una distancia de unos tres kilómetros. La Montaña del Oso es en realidad una característica altiplanicie escarpada y de cierta altura, con picos montañosos más altos y más abruptos a su alrededor y más allá. No crecen árboles en la cima, la cual, a excepción de algunas matas de hierba del oso y de yuca, es pedregosa y pelada.
Al mirar hacia el lado opuesto desde la altura a la que
habíamos llegado, vimos que una parte de la ladera había volado, y todavía
humeaba. Sin embargo, el meteorito había desaparecido al enterrarse bajo tierra
y piedras y había dejado un profundo cráter de algunos metros de diámetro.
A unos cinco kilómetros de distancia, en el pequeño valle situado más abajo, se encontraba el rancho de Henry Simpson, aparentemente indemne. Henry era un guía autorizado, y cuando iba a las montañas en busca de ciervos, hacíamos de su puesto nuestro centro de operaciones.
Mientras nos acercábamos, no alcanzábamos a ver ni a Henry ni a su esposa, y apresuramos la marcha con cierta inquietud al observar que una parte del techo de la casa —que era de adobe y de dos plantas, y tenía un techo levemente inclinado, hecho con vigas atravesadas cubiertas de chapas de hierro clavadas— se encontraba retorcida y arrancada.
— ¡Cielos! —dijo Jim—; espero que un fragmento de ese meteorito no haya causado allí ningún daño.
Dejando que los burros se las arreglaran solos, entramos precipitadamente en la casa. — ¡Eh Henry! —grité—. ¡Henry! ¡Henry!
Nunca olvidaré la visión de la cara de Henry Simpson cuando bajó tambaleándose por la ancha escalera. Aunque eran exactamente las ocho de la mañana, todavía tenía puesto el pijama. Sus cabellos grises estaban despeinados, y sus ojos muy abiertos.
— ¿Estoy loco,
estoy soñando? —gritó roncamente.
Era un hombre
corpulento, de por lo menos un metro ochenta de estatura; no era un montañés
corriente, y a pesar de que tenía más de sesenta años de edad, disponía de gran
fuerza física. Pero en aquel momento sus hombros estaban caídos, y temblaba
como si tuviera parálisis.
Por Dios, ¿qué es
lo que ocurre? —preguntó Jim—. ¿Dónde está tu mujer?
Henry Simpson se
enderezó con esfuerzo. —Denme un trago.
Luego dijo de un
extraña manera: —Estoy en mi sano juicio, claro que debo estar en mi sano
juicio; pero, ¿cómo puede ser posible eso que está arriba?
—¿Qué cosa? ¿Qué
quieres decir?
—No sé. Estaba
profundamente dormido cuando la luz brillante me despertó. Eso fue anoche, hace
muchas horas. Algo cayó dentro de la casa.
—Un fragmento del
meteorito —dijo Jim, mirándome rápidamente.
—¿Meteorito?
—Cayó uno anoche
en la Montaña del Oso. Lo vimos caer.
Henry Simpson alzó
su rostro ceniciento. —Puede haber sido eso.
—¿Decías que te
despertaste?
—Sí, dando un
grito de terror. Pensé que en el lugar había caído un rayo. ¡Lydia!, grité
pensando en mi mujer. Pero Lydia no me respondió. La luz brillante me había
enceguecido. Al principio no podía ver nada. Luego mi vista se aclaró. Sin
embargo, no podía ver nada ... a pesar de que la habitación no estaba a
oscuras.
— ¡Cómo!
—Nada, les digo. Ni la habitación, ni las paredes, ni los muebles; hacia cualquier dirección en que miraba, solo el vacío. En los primeros instantes después de mi despertar había saltado de la cama, y no la pude volver a encontrar. Les digo que caminé y caminé, y corrí y corrí; pero la cama había desaparecido, la habitación había desaparecido.
Era como una pesadilla. Traté de despertarme. Estaba
arrastrándome sobre mis manos y mis rodillas, cuando alguien gritó mi nombre.
Me arrastré hacia el sonido de esa voz, y de pronto estuve en el pasillo de
arriba, fuera de la puerta de mi habitación. No me atreví a mirar hacia atrás.
Tenía miedo, les digo, miedo. Bajé los escalones.
Se detuvo,
vacilante. Lo sostuvimos y depositamos su cuerpo sobre un sofá.
—Por el amor de Dios —murmuró—, vayan a buscar a mi mujer.
Jim dijo con tono
consolador:—Tranquilo, tranquilo, que tu esposa está bien—. Me hizo señas
imperativamente con la mano: —Ve a nuestra cabaña, Bill, y tráeme mi bolso.
Hice lo que me
ordenó. Jim era un médico en ejercicio, y nunca viajaba sin su caja de
medicamentos. Disolvió una tableta de morfina, llenó una jeringa hipodérmica, y
vació su contenido en el brazo de Simpson. A los pocos minutos, éste exhaló un
suspiro, se relajó y cayó en un profundo sopor.
—Mira
—dijo Jim, señalando.
La planta de los
pies de Simpson estaba magullada y sangrante, el pijama estaba hecho jirones en
las rodillas, y las rodillas estaban lastimadas.
—No lo soñó
—murmuró Jim por fin—. Ha estado caminando y arrastrándose, efectivamente.
Nos miramos uno al
otro. —Pero, ¡por Dios! —exclamé.
—Lo
sé —dijo Jim. Se enderezó—. Aquí hay algo extraño. Voy a ir arriba. ¿Vienes?
Subimos juntos a
la planta alta. No sabía qué era lo que esperábamos encontrar. Recuerdo haberme
preguntado si Simpson no habría matado a su mujer y estaría fingiéndose
demente. Entonces recordé que tanto Jim como yo habíamos observado el techo
dañado. Algo había golpeado la casa.
Tal vez esa cosa había matado a la señora Simpson. Esta era una mujer enérgica,
unos pocos años menor que su esposo, y no precisamente de las que estarían
acostadas y tranquilas a esa hora.
Llenos de dudas,
llegamos al rellano del primer piso y miramos hacia el corredor. El corredor
estaba bien iluminado por medio de una ancha ventana situada al fondo del,
mismo. Dos habitaciones daban al corredor, una a cada lado. Las puertas de
ambas estaban entornadas.
La primera
habitación a la que echamos un vistazo era una especie de escritorio y
biblioteca. Ya he dicho que Simpson no era un montañés común y corriente. Era
en verdad un hombre que leía mucho y se mantenía al tanto de las mejores
publicaciones de la literatura de actualidad.
La segunda
habitación era el dormitorio. Su puerta ordinaria, hecha con tablones alisados,
se abría hacia afuera.
Oscilaba en
nuestra dirección, medio abierta, y en el estrecho corredor tuvimos que abrirla
aún más para poder pasar. Entonces ...
—
¡Dios mío! —dijo Jim.
Los dos miramos,
clavados al piso. Nunca olvidaré el total asombro de ese momento. Porque más
allá de la puerta, donde tendría que haber estado un dormitorio, había ...
— ¡Oh, es
imposible! —murmuré.
Aparté la vista. Efectivamente, estaba en un estrecho corredor, en una casa. Entonces volví a mirar y tuve la sensación de contemplar el vacío del espacio ilimitado. Mis dedos temblorosos aferraron el brazo de Jim. No me asusto fácilmente. La gente de mi profesión —la aviación— debe tener los nervios muy templados. Sin embargo, había algo tan extraño, tan fantástico, en lo que estaba viendo, que confieso haber sentido una oleada de terror.
El espacio se extendía a la distancia en todas las direcciones más allá de aquella puerta, en la misma forma en que el espacio se extiende ante el que, acostado de espaldas en un día despejado, contempla el cielo. Pero este espacio no estaba brillantemente iluminado por la luz del sol. Era un espacio tenebroso, gris, que infundía miedo; un espacio en el que no se distinguían ni estrellas, ni la luna, ni el sol. Y era un espacio que tenía —aparte de su tenebrosidad— una propiedad de oblicuidad ...
—Jim —murmuré
roncamente—. ¿También tú lo ves?
—Sí,
Bill, sí.
—¿Qué
es eso?
—No
sé. Quizás una ilusión óptica. Algo
ha trastornado la perspectiva de esa habitación.
—¿Trastornado?
—Estoy
tratando de pensar.
Caviló durante un
momento. Aunque ejerce la medicina, Jim se interesa por la física y las
matemáticas superiores. Sus artículos sobre la teoría de la relatividad han
aparecido en muchas publicaciones científicas.
—El
espacio —dijo— no tiene una existencia independiente de la materia. Eso lo
sabes. Ni tampoco independiente del tiempo.
Hizo rápidos
gestos: —Está la noción de Einstein que considera a la materia como una
caprichosa torsión del espacio, y al universo como algo a la vez finito e
infinito. Es muy abstruso y difícil de entender —sacudió la cabeza—. Pero en el
espacio exterior, mucho más allá del alcance de nuestros telescopios más potentes,
puede que las cosas no funcionen exactamente como en la Tierra. Las leyes
pueden cambiar, y pueden existir fenómenos exactamente contrarios a aquellos
que nos son habituales. Dejó de hablar. Yo lo miré, fascinado.
— ¡Y ese meteorito
venido de donde solo Dios sabe! —hizo una breve pausa—. Estoy convencido de que
este fenómeno que presenciamos está relacionado con él. En ese meteorito ha
venido algo que se ha introducido en esta habitación, algo que posee extrañas
propiedades, que tiene el poder de distorsionar, torcer ... —su voz se apagó.
Miré con temor por
la puerta abierta. —Cielos —dije—, ¿qué puede ser? ¿Qué es lo que tendría el
poder de producir semejante ilusión?
—Si es que
realmente es una ilusión —murmuró
Jim—. Quizá no sea una ilusión en mayor medida que el ambiente en el que
trascurre nuestra existencia, y que rara vez cuestionamos. No te olvides que
Simpson anduvo perdido en él durante horas. Oh, parece fantástico, imposible,
lo sé, y al principio creí que estaba delirando; pero ahora ... ahora ... —Se
enderezó bruscamente—. La señora Simpson se encuentra en alguna parte de esa
habitación, de ese increíble espacio, quizá vagando, perdida, asustada. Voy a
entrar.
Le supliqué que ,
lo pensara bien. —Si tú vas, yo también iré —dije.
Se soltó de mi
mano que lo aferraba. —No, tú debes permanecer junto a la puerta para guiarme
con tu voz.
A pesar de mis nuevas protestas, atravesó el vano de la puerta. Al hacerlo, pareció como que iba a caer en la eternidad de la nada.
— ¡Jim! —llamé aterrorizado. Miró hacia atrás, pero no pude saber si había oído mi voz. Después dijo que no la había oído.
Era horripilante verlo caminar: una figura solitaria en medio del infinito. Les aseguro que era la visión más fantástica e increíble que jamás ¿a visto un ojo humano. Debo estar dormido, soñando, pensé, esto no puede ser real.
Tuve que apartar la vista para asegurarme, dando una mirada al corredor, de que estaba en verdad despierto. La habitación tenía como máximo apenas nueve metros desde la puerta hasta la pared; sin embargo Jim seguía y seguía, descendiendo por una eterna perspectiva de gris lejanía, hasta que su figura empezó a encogerse, a disminuir.
Volví a gritar: — ¡Jim! ¡Jim! ¡Regresa, Jim!—. Pero en el preciso instante en que grité, su figura fluctuó, desapareció, y en toda la vasta y solitaria extensión de aquel tenebroso vacío, en ninguna parte se lo podía ver: ¡en ninguna parte!
Me pregunto si alguien puede imaginar sólo una parte de las emociones que me asaltaron en aquel momento. Me agaché junto al vano de la puerta de aquella increíble habitación, presa de los más horribles temores y conjeturas. Inmediatamente grité: — ¡Jim! ¡Jim! —pero ninguna voz respondió, ninguna figura familiar se asomó a mi vista.
El sol estaba alto en el cielo
cuando bajé lentamente la escalera y salí al exterior. Simpson todavía estaba
durmiendo en el sofá, con el sueño del agotamiento. Recordé que había dicho
haber oído nuestras voces que lo llamaban mientras erraba por el espacio gris,
y esto me vino a la memoria de un modo ominoso y como un presagio de algo
desastroso, ya que, aparentemente, mi voz no había llegado en ningún momento a
los oídos de Jim, y ningún sonido había llegado a mis propios oídos desde las
fantásticas profundidades.
Tras largas horas de vigilancia en el estrecho corredor, con la vista clavada en el extraño espacio, bendije el día soleado con una inenarrable sensación de alivio, de haber escapado de algo horrible y anormal. Los burros estaban quietos a la sombra de una encina, con las cabezas bajas. Muy metódicamente, les retiré la carga; luego llené mi pipa y la encendí, haciendo todo lentamente, con cuidado, como si me hubiese dado cuenta de la necesidad de tranquilidad y de calma.
La cordura de un hombre depende a menudo de pequeñeces como ésas. Y durante todo el tiempo miraba la casa, la parte superior de la misma, donde se encontraba la extraordinaria habitación. En sus paredes se veían algunas grietas y, sobre ellas, el techo se encontraba torcido y destrozado. Me pregunté cómo podía aquello ser posible. ¿Cómo era posible que dentro de los estrechos límites de una sola habitación, pudiera existir el fenómeno del espacio infinito?
Einstein, Eddington, Jeans: yo había leído sus teorías, y Jim podía estar en lo cierto; pero ¡qué extraordinario era todo aquello, qué horrible! Tú estás loco, Bill, —me dije—, loco, ¡loco! Pero estaban los burros, estaba la casa.
Una tanagra escarlata pasó volando, un gavilán daba vueltas en
lo alto, una bandada de codornices de montaña, las del anillo en cuello, echó a
correr por entre los matorrales enmarañados. No, yo no estaba loco, no podía
estar soñando, y Jim ... ¡Jim estaba en alguna parte de aquella habitación
maldita, de esa distorsión venida del espacio, perdido, vagando!
Fue lo más valeroso que hice en mi vida: volver a entrar en aquella casa, subir aquella escalera. Tuve que obligarme a hacerlo, ya que estaba desesperadamente aterrorizado y arrastraba los pies. Pero el rancho de Simpson sé encontraba en un lugar solitario, con la ciudad o el vecino más cercanos a millas de distancia. Ir a buscar socorro llevaría varias horas, y ¿de qué serviría cuando llegase? Además, Jim necesitaba ayuda, ahora mismo, inmediatamente.
Aunque todos los nervios y fibras de mi cuerpo se rebelaban ante el pensamiento, até el extremo de una cuerda a un clavo fijo en el piso del corredor y atravesé el vano de la puerta. Inmediatamente fui tragado por el interminable espacio.
Fue una sensación espantosa. Hasta donde llegaba mi vista, mis pies se apoyaban en la nada. Una lejanía interminable se encontraba tanto debajo como encima de mí. Enfermo y aturdido, me detuve y miré hacia atrás, pero el vano de la puerta había desaparecido.
Tan solo la cuerda arrollada en mis manos, y la pesada pistola que llevaba en la cintura, me libraban de caer en el pánico total.
Mientras avanzaba, iba aflojando lentamente la cuerda. Al principio, ésta se extendía por el infinito como una sinuosa serpiente. De pronto, repentinamente, toda ella desapareció a excepción de unos pocos metros. Tiré con temor del extremo que tenía en mis manos. Resistió el tirón. La cuerda aún estaba allí, aunque era invisible a mis ojos, totalmente desenrollada; a pesar de eso, yo no estaba más cerca de los límites de esa habitación.
Allí quieto, rodeado por el vacío por
arriba, alrededor, y debajo de mí, supe el significado de la completa
desolación, del miedo y la soledad. Anduve a tientas por uno y otro lado, con
el extremo de mi soga. Jim debía estar en alguna parte, buscando y tanteando él
también. — ¡Jim! —grité; y lo
milagroso fue que pareció como si en mi propio oído la voz de Jim gritara: —
¡Bill! ¡Bill! ¿Eres tú, Bill?
—Sí
—casi sollocé—. ¿Dónde estás, Jim?
—No sé. Este lugar
me desconcierta. He estado vagando por él durante horas. Escucha, Bill: todo
aquí está desenfocado, la materia se tuerce, la luz se curva. ¿Puedes oírme,
Bill?
—Sí,
sí. Yo también estoy aquí, aferrado al extremo de una cuerda que conduce a la
puerta. Si pudieras seguir el sonido de mi voz ...
—Estoy tratando de
hacerlo. Debemos estar muy cerca uno del otro. Bill... —su voz se debilitó,
lejana.
— ¡Aquí! —grité—. ¡Aquí!
A lo lejos oí su voz que llamaba, mientras se alejaba.
—Por Dios, Jim,
¡por aquí! ¡Por aquí!
Súbitamente el pavoroso espacio pareció moverse, arremolinarse —no puedo describir de otro modo lo que ocurrió— y durante un instante, en la remota lejanía alcancé a ver la figura de Jim.
Estaba trepando una interminable colina, muy lejos de mí; trepaba y trepaba; un punto negro contra la inmensidad de la nada. De pronto el punto fluctuó, se extinguió, y desapareció.
Enfermo de un horror de pesadilla,
caí de rodillas, e incluso, mientras lo hacía, mi corazón latió de tal modo que
pareció que iba a salirse de mi pecho, al darme cuenta de otro desastre. ¡En mi
excitación al tratar de llamar la atención de Jim, había dejado caer la cuerda!
El pánico me asaltó, y trató de dominarme, pero logré rechazarlo. Mantén la calma, me dije; no te muevas, no pierdas la cabeza; la cuerda tiene que estar a tus pies. Pero aunque busqué a tientas en todas las direcciones, no pude encontrarla.
Traté de
recordar si me había movido de mi posición originaria. Probablemente me había
apartado de ella un paso o dos; pero ¿en qué dirección? Imposible responder a
eso. En esa infernal distorsión del espacio y de la materia, no había nada con
lo cual se pudiera determinar la dirección. Sin embargo no abandoné, no pude
abandonar las esperanzas. La cuerda era lo único que podía guiarme al mundo
exterior, al mundo de la vida y de los fenómenos normales.
Busqué por todos lados, desatinada y frenéticamente, pero en vano. Por fin me obligué a permanecer enteramente quieto, con los ojos cerrados para no ver el horripilante vacío. Mi cerebro funcionaba caóticamente.
En una habitación de nueve metros estábamos perdidos Jim, una mujer, y yo, sin poder encontrarnos uno al otro: era algo imposible, increíble. Con los dedos temblorosos extraje mi pipa, puse tabaco en la tabaquera ennegrecida y acerqué un fósforo. ¡Doy gracias a Dios por la nicotina!
Mis pensamientos fluyeron con mayor claridad. Por increíble que pareciera, estaba ahí, ni loco ni dormido. Algún capricho de las circunstancias había permitido que Simpson saliera tambaleándose de la trampa de aquella ilusión, pero ese capricho había sido evidentemente uno entre mil. Jim y yo podíamos seguir vagando en las extrañas profundidades hasta morir de hambre y agotamiento.
Abrí los ojos. La claridad grisácea del espacio —una claridad provista de una sutil oblicuidad— todavía me rodeaba. En alguna parte, a pocos metros de donde me encontraba —tal como se calcula la distancia de un mundo tridimensional—, debía estar Jim parado o caminando. Pero este espacio no era tridimensional.
Era una fantástica dimensión procedente de más allá del
sistema solar, y que la mente humana nunca podría tener la esperanza de conocer
o entender. Y era terrorífico pensar que dentro de sus profundidades Jim y yo
podíamos estar separados por miles de kilómetros, estando sin embargo uno junto
al otro.
Seguí caminando. No podía permanecer quieto para siempre. Dios mío, pensé, tiene que haber alguna forma de salir de este horrible lugar, ¡tiene que existir una! Una y otra vez grité el nombre de Jim. Después de un rato eché un vistazo a mi reloj, pero había dejado de andar.
Me empezaban a doler todos los músculos del cuerpo, y la
sed estaba agregando sus torturas a las de la mente. — ¡Jim! —grité roncamente,
una y otra vez; pero el silencio me oprimió hasta tal punto que sentí ganas de
dar alaridos.
Traten de imaginarlo si pueden. Aunque caminaba sobre una materia lo suficientemente sólida como para soportar mis pies, el espacio se extendía aparentemente tanto por debajo como por arriba. Por momentos tenía la impresión de estar al revés, de caminar cabeza para abajo.
Experimentaba la fantástica sensación de ser
trasladado de un lugar a otro sin necesidad de que mediara ninguna acción. ¡Dios mío!, rogué para mis adentros, ¡Dios mío! Caí de rodillas, apretándome
los ojos con las manos. Pero, ¿de qué me servía eso? ¿De qué me servía
cualquier cosa? Vacilé sobre mis pies, luchando contra el terror mortal que me
corroía el corazón, y me obligué a caminar lentamente, sin prisa, contando los
pasos, uno, dos, tres,...
No sabría decir
cuándo empecé a advertir la débil irradiación. Era como una irradiación de
calor, solo que más sutil, como ondas de calor que salieran de un horno
abierto. Me froté los ojos y miré, tenso. Efectivamente, desde alguna fuente
invisible se estaban propagando ondas de energía. Las vi vibrar a lo lejos, en
las ilimitadas profundidades del espacio; pero pronto advertí que estaba
condenado —como un satélite fijo en su órbita— a viajar por un inmenso círculo
del cual ellas eran el centro.
¡Y tal vez en
aquella dirección se encontraba la puerta!
Lleno de
desesperación, volví a caer de, rodillas, y arrodillado pensé tristemente: Este es el fin, no hay forma de salir de
aquí, y con más calma de la que había tenido durante horas —existe una
calma en la desesperación, un abandono fatalista de la lucha— alcé mi cabeza y
miré apáticamente en torno.
Extraño, extraño;
fantástico y extraño. ¿Podía esto ser real, lo era yo mismo? ¿Podía encontrarse
la inmensidad de la nada en un radio de nueve metros, podía haber sido causada
por algo venido del espacio, algo traído por el meteoro, algo que podía
distorsionar, torcer?
¡Distorsionar,
torcer!
Al ver que comenzaba a comprender, proferí un juramento mientras me ponía de pie y contemplaba la trémula radiación. ¿Por qué no podía acercarme a ella? ¿Qué fuerza extraña e invisible lo impedía? ¿Se debía a que la fuente de ese increíble espacio se encontraba escondida allí? Ah, les aseguro que estaba enloquecido, algo demente; pero, al mismo tiempo, conservaba cierta serenidad y claridad de pensamiento.
Extraje la pesada pistola de su funda. Una frase dicha por Jim resonaba continuamente en mi cabeza: Vibración, vibración, todas las cosas son modos variables de vibración. Sin embargo tuve un momento de vacilación. Además de mí, en ese increíble espacio se encontraban perdidos otros dos, y ¿qué pasaría si llegaba a herir a alguno de ellos? Me dije que eso era preferible a perecer sin luchar.
Levanté la pistola. La trémula radiación era algo mortífero, hostil; las ondas de energía que se difundían eran repugnantes tentáculos que se estiraban para matar.
Murmuré una
maldición, y apreté el gatillo.
De lo que siguió solo conservo un recuerdo caleidoscópico y caótico. El vacío grisáceo pareció contraerse y expandirse. Vi alternativamente el espacio y la habitación, la habitación y el espacio; a través de los intersticios de este desconcertante cambio me miraba algo indescriptiblemente repugnante, algo que acechaba desde el centro de un globo de cristal que mis tiros habían perforado.
A través de los orificios dejados por las balas, de este cristal fluía lentamente un vapor, y mientras fluía, la criatura que se encontraba adentro del globo se agitaba y se retorcía; y mientras se agitaba yo tenía la sensación de ser levantado y bajado, levantado y bajado; de la habitación, al espacio vacío.
Entonces, de repente, el globo de cristal se estremeció y se partió; oí cómo se rompió con un tintineo de vidrios rotos; el vapor luminoso escapó en un remolino, el vacío grisáceo desapareció, y me encontré, enfermo y aturdido, encerrado definitivamente entre las paredes de una habitación y a una distancia de un metro de la monstruosidad que se retorcía.
Mientras yo permanecía con los pies clavados en el piso, demasiado aturdido como para moverme, la monstruosidad se elevó. La pude ver entonces en todo su horror. Era una cosa semejante a una araña, y sin embargo, no era una araña. Se elevó más y más, hasta una altura de dos metros en el aire, mirándome fijamente con sus ojos saltones, extendiendo sus patas peludas.
Loco de terror, fui envuelto por el abrazo de la repugnante criatura. Entonces sucedió lo que nunca podré olvidar hasta el día de mi muerte, de tan extraño que fue, tan fantástico. La imaginación, ustedes dirán, las ideas fantásticas de una mente transitoriamente perturbada.
Tal vez, tal
vez; pero repentinamente me pareció que sabía —que sabía sin lugar a dudas— que
ese visitante semejante a una araña era un ser inteligente y dotado de razón.
Aquellos ojos parecían penetrar hasta los más recónditos lugares de mi cerebro;
parecían establecer una especie de comunicación entre el ser que se encontraba
detrás de ellos y yo.
No era una inteligencia maligna —me di cuenta de eso—; pero comparándolo conmigo era algo lejano, que tenía algo de divino. Y sin embargo, era una inteligencia mortal. Mis balas habían destrozado su envoltura protectora, habían alcanzado su cuerpo vulnerable, y, en lo que a él mismo respecta, se encontraba en la propia agonía de la muerte.
Todo esto lo
percibí, todo esto me lo dijo, no a través del habla, sino a través de algún
sutil proceso de trasferencia de imágenes, que no tengo esperanzas de poder
explicar. Me pareció ver un lugar fantástico y gris donde se hacían girar
delicados diseños geométricos, y donde dibujos de plata rielaban y brillaban:
la morada del extraño visitante del espacio exterior. Tal vez las células
receptoras de mi cerebro no estaban lo suficientemente desarrolladas como para
recibir todas las impresiones que trataba de comunicar.
Nada era claro,
preciso, nada era definido. Tuve la penosa conciencia de que gran parte se
estaba escapando de mi cerebro, sin haber sido puesto en correlación ni
registrado. Pero un meteorito estaba volando por la oscuridad del espacio y lo
vi caer a tierra. Vi cómo una parte se desprendía y daba vueltas, atravesaba el
techo de la casa de Simpson y se introducía en el dormitorio. Y vi cómo el
extraño visitante de más allá de nuestro universo utilizaba el increíble poder
que poseía para distorsionar el espacio, alisar las porciones de materia que lo
componían y disfrazar su persona con un velo de infinitud mientras estudiaba el
ambiente extraño, para él, donde había caído.
Y luego todas sus agonizantes emociones parecieron precipitarse de golpe sobré mí y capté —sentí— lo que estaba pensando. Había hecho un viaje desde un sistema estelar a otro, había aterrizado a salvo en la Tierra, a un billón, a un billón de años luz de distancia; pero jamás podría retornar a su remoto mundo para narrar su triunfo ... nunca ... ¡nunca jamás!
Me pareció comprender
todo eso, entenderlo, captar en algo así como una fracción de segundo, su
soledad y su dolor, su tremenda nostalgia; entonces sus peludas extremidades
aflojaron el abrazo; el horrible cuerpo se dobló sobre sí mismo; y mientras lo
contemplaba tendido en el piso, cobré súbitamente conciencia de la señora
Simpson, acurrucada, sana y salva, en un rincón de la habitación, y de Jim, que
se encontraba de pie junto a mí, y me aferraba el brazo.
—Bill
—dijo roncamente—, ¿estás herido? Y luego con un susurro: —¿Qué es? ¿Qué es?
—No
sé —respondí con voz ahogada—. No sé. Pero sea lo que fuere, ya ha muerto ...
la Distorsión que vino del Espacio.
Entonces, inexplicablemente, me cubrí el rostro con las manos y comencé a llorar.
Comentarios
Publicar un comentario