Travesía a Dilfar - Roger Zelazny
Cuando Dilvish el Maldito salió de Portaroy, trataron de detenerle en Qaran, luego en Tugado y de nuevo en Maestar, Mycar y Bildesh. Cuatro jinetes le aguardaron en la ruta de Dilfar; y cuando el primero flaqueó, el siguiente le sustituyó con un caballo fresco. Pero ninguno pudo sostener el paso de Black, el caballo hecho de acero. Se rumoreaba que el Coronel del Oriente había trocado parte de su alma por el caballo.
Un día y una noche había cabalgado, para
adelantar a los ejércitos en pleno avance de Lylish, Coronel del Occidente,
porque sus hombres yacían rígidos y vestidos en los ondulados campos de
Portaroy.
Al ver que era el último hombre en pie en el
lugar de la matanza, Dilvish llamó junto a él a Black, se acomodó en la silla
que era una parte de él mismo y le ordenó huir. Los relucientes cascos de Black
le llevaron a través de una línea de lanceros; las lanzas se apartaron igual
que trigo y resonaron cuando las metálicas puntas tropezaron con su piel de
medianoche.
—¡A Dilfar! —gritó, y Black se desvió en
ángulo recto y le condujo hasta la faz de un peñasco donde sólo las cabras
podían subir.
Al pasar cerca de Qaran, Black volvió la
cabeza.
—Gran Coronel del Oriente —le dijo—, han
minado el aire y el aire que hay bajo el aire con las estrellas de la muerte.
—¿Podrás pasar? —preguntó Dilvish.
—Si vamos por la ruta de las postas —dijo
Black—, es posible que lo consiga.
—Entonces apresurémonos a intentarlo.
Los menudos ojos plateados, que miraban desde
el espacio debajo del espacio y contenían las motas infernales de polvo estelar
parpadearon y rielaron cuando Black se lanzó adelante.
Entraron en la senda.
Ya en la senda de las postas, el primer
jinete salió de detrás de una roca y ordenó a Dilvish que se detuviera. Su
montura era un enorme caballo bayo sin jaeces.
—Ten las riendas, Coronel del Oriente —dijo—.
Tus hombres han muerto. La ruta que te espera está sembrada de muerte y
flanqueada por los hombres de Lylish...
Pero Dilvish pasó velozmente junto a él sin
responder, y el caballero azuzó con sus espuelas al bayo y le siguió.
Le siguió toda la mañana, por la ruta de
Tugado, hasta que el bayo, que estaba cubierto de sudor, se derrumbó y lanzó al
jinete contra las rocas.
En Tugado, Dilvish encontró el camino
obstruido por el jinete del garañón rojo como la sangre, que le lanzó un dardo
con una ballesta.
Black se empinó y el dardo rebotó en su
pecho. Sus ollares se hincharon y brotó de ellos un sonido como el grito de un
gran pájaro. El garañón rojo como la sangre saltó apartándose de la senda y se
metió en el campo.
Black se lanzó hacia adelante, y el otro
jinete dio media vuelta y le siguió.
El caballero les dio caza hasta que el sol
llegó a lo alto del cielo, y entonces el caballo rojo cayó convertido en un
montón de jadeos. Dilvish continuó.
En Maestar, el camino estaba atajado en el
paso de Resht.
Un muro de troncos llenaba la estrecha senda
hasta dos veces la altura de un hombre.
—Por encima —dijo Dilvish, y Black describió
un arco en el aire, igual que un negro arco iris, para saltar la fortificación.
Por delante, al final del paso, el jinete de
la yegua blanca aguardaba.
Black relinchó de nuevo, pero la yegua
permaneció firme.
La luz se reflejó en los espejos de los
cascos de acero de Black, y su pelada piel era casi azulada con la brillante
luz del mediodía. No frenó su paso, y el jinete de la yegua, al ver que el
caballo era completamente metálico, se apartó del paso y sacó la espada.
Dilvish sacó su arma de debajo de la capa y
paró un golpe a la cabeza al pasar junto al otro jinete. Luego el caballero le
siguió y le gritó:
—¡Aunque hayas pasado las estrellas de la
muerte y saltado esta barrera, nunca llegarás a Dilfar! ¡Ten las riendas!
¡Montas un espíritu menor que ha tomado la forma de un caballo, pero te
detendremos en Mycar, o en Bildesh... o antes!
Pero el Coronel del Oriente no replicó, y
Black siguió conduciéndole con largas y fáciles zancadas.
—¡Cabalgas en una montura que nunca se cansa!
—gritó el jinete—. ¡Pero no te servirá contra otras brujerías! ¡Entrégame tu
espada!
Dilvish se echó a reír, y su capa fue un ala
al viento.
Antes de que el día diera paso a la noche,
también la yegua cayó, y Dilvish se encontraba en las cercanías de Mycar.
Black se detuvo de pronto al acercarse al río
llamado Kethe. Dilvish se aferró al cuello del caballo para no salir despedido.
—No está el puente —dijo Black— y yo no puedo
nadar.
—¿Puedes saltarlo?
—No lo sé, mi coronel. Es muy ancho. Si no
consigo saltarlo, jamás volveremos a salir a la superficie. El Kethe se
introduce mucho en la tierra.
Y en ese momento los emboscados salieron de
pronto de los árboles, algunos a caballo y otros a pie. Los soldados de a pie
llevaban picas.
—Inténtalo —dijo Dilvish.
Black se puso al galope de inmediato, más
rápido que cualquier caballo, y el mundo dio vueltas y cayó alrededor de
Dilvish, aferrado a su montura con las rodillas y sus grandes manos llenas de
cicatrices. El caballo relinchó al lanzarse al aire.
Al tocar la otra orilla, los cascos de Black
se hundieron un palmo en la roca y Dilvish se tambaleó en la silla. El jinete
siguió montado, pese a todo, y Black liberó sus cascos.
Al mirar a la otra orilla, Dilvish vio a los
atacantes inmóviles, mirándole fijamente. Luego contemplaron el Kethe y alzaron
de nuevo la mirada hacia Dilvish y Black.
En marcha una vez más, el jinete del garañón
moteado apareció detrás de Black.
—¡Aunque hayas reventado tres caballos
—gritó—, te detendremos entre este punto y Bildesh! ¡Ríndete!
Luego Dilvish y Black estuvieron muy por
delante de él, y lo dejaron atrás.
—Creen que eres un demonio, montura mía —dijo
Dilvish.
El caballo contuvo la risa.
—Quizá sería mejor que lo fuera.
Y cabalgaron hasta que el sol desapareció del
cielo y por fin el caballo moteado se derrumbó y el jinete maldijo a Dilvish y
a Black, y ellos siguieron adelante.
Los árboles empezaron a caer en Bildesh.
—¡Trampas! —gritó Dilvish.
Pero Black ya estaba interpretando su danza
de prevención y avance. Se detuvo, se encabritó; y brincó apoyándose en las
patas traseras y saltó sobre un tronco caído. Se detuvo de nuevo y repitió la
maniobra. Luego cayeron dos árboles al mismo tiempo, a ambos lados de la senda,
y Black se echó hacia atrás y volvió a saltar por encima de los dos.
Dos profundas zanjas tuvo que saltar más
tarde, y salvar una andanada de flechas que resonaron al rebotar en sus
costados. Un dardo hirió en el muslo a Dilvish.
El quinto jinete arremetió contra ellos. Del
color de oro de nueva acuñación era su caballo, llamado Ocaso, y el jinete era
tan sólo un joven de escaso peso, elegido al parecer para prolongar la
persecución tanto como fuera preciso. Blandía una mortífera lanza que golpeó el
cuerpo de Black sin desviarlo. Ocaso siguió galopando en pos de Dilvish.
—¡Largo tiempo ha que admiro al Coronel del
Oriente, y por ello no deseo verlo muerto! —gritó el jinete—. ¡Te ruego que te
rindas! ¡Serás tratado con la suma cortesía que merece tu rango!
Dilvish se rió y replicó:
—¡No, amigo mío! ¡Mejor morir que rendirme a
Lylish! ¡Adelante, Black!
Y Black redobló su paso y el joven quedó muy
detrás y se inclinó sobre el cuello de Ocaso y les persiguió. Llevaba una
espada al cinto, pero en ningún momento tuvo oportunidad de usarla. Aunque
estuvo galopando la noche entera, más tiempo y más distancia que los anteriores
perseguidores, también Ocaso se derrumbó cuando el este empezaba a palidecer.
Allí, tratando de levantarse, el joven
prorrumpió en gritos.
—¡Aunque hayas escapado de mí, caerás ante
Lance!
Y al rato Dilvish, llamado el Maldito, cabalgaba solitario por las montañas de Dilfar, portando un mensaje para aquella ciudad.
Y a pesar de que montaba al caballo de acero, llamado Black, temía igualmente un encuentro con Lance el de la Armadura Invencible antes de haber entregado el mensaje.
Al bajar la última senda, su camino estaba
bloqueado una vez más, por un hombre acorazado a lomos de un caballo acorazado.
El caballero dominaba por completo la senda, y aunque llevaba visera, Dilvish
dedujo por los emblemas que se trataba de Lance, la Mano Derecha del Coronel
del Occidente.
—¡Detente y ten las riendas, Dilvish!
—gritó—. ¡No puedes pasar estando yo aquí!
Lance permaneció inmóvil como una estatua.
Dilvish detuvo a Black y aguardó.
—Te ordeno rendirte ahora.
—No —dijo Dilvish.
—Entonces, tendré que matarte.
Dilvish sacó su espada.
El otro jinete se echó a reír.
—¿No sabes que mi armadura es indestructible?
—No —dijo Dilvish.
—Muy bien, pues —dijo Lance, y pareció reír
entre dientes—. Estamos solos aquí, tienes mi palabra. Desmonta. Yo lo haré al
mismo tiempo. Cuando compruebes que es inútil, podrás seguir vivo. Serás mi
prisionero.
Desmontaron.
—Estás herido —dijo Lance.
Dilvish arremetió contra el cuello del otro
sin replicar, esperando reventar la juntura. Pero la armadura resistió y no
quedó en el metal ni siquiera un rasguño tras el potente golpe capaz de haber
decapitado a otro hombre.
—Ahora debes reconocer que es imposible
romper mi armadura. Fue forjada por las mismas Salamandras y sumergida en la
sangre de diez vírgenes...
Dilvish arremetió contra la cabeza de Lance
y, tras la réplica de éste, describió un lento círculo hacia la izquierda, de
tal modo que su rival quedó de espaldas al caballo de acero, llamado Black.
—¡Ahora, Black! —gritó Dilvish.
Y Black se alzó sobre sus patas traseras y
cayó, atacando a Lance con los cascos delanteros.
El hombre llamado Lance se volvió con rapidez
y recibió un golpe en el pecho. Cayó.
Dos relucientes huellas de casco quedaron
impresas en su peto.
—Tenía razón —dijo Dilvish—. Es
indestructible.
Lance gimió de nuevo.
—...Y podría matarte ahora, metiendo la hoja
por la ranura de tu visera. Pero no lo haré, porque no te he vencido
justamente. Cuando te recobres, informa a Lylish que Dilfar estará preparada
para recibirle. Sería mejor que retrocediera.
—Tendré un saco para tu cabeza cuando tomemos
la ciudad —dijo Lance.
—Te mataré en la llanura delante de la ciudad
—replicó Dilvish, y montó de nuevo a Black y descendió por la senda, dejando a
Lance en el suelo.
—Cuando os enfrentéis —le dijo Black mientras
se alejaban—, golpea las marcas de mis cascos. La armadura cederá en ese punto.
Al llegar a la ciudad, Dilvish recorrió las
calles en dirección al palacio sin hablar con la gente que se apiñaba
alrededor.
Entró en el palacio y se anunció.
—Soy Dilvish, Coronel del Oriente —dijo—, y
estoy aquí para informar que Portaroy ha caído y está en manos de Lylish. Los
ejércitos del Coronel del Occidente avanzan en esta dirección y estarán aquí
dentro de dos días. Apresúrate a armarte. Dilfar no debe caer.
—Que suenen pues las trompetas —ordenó el
rey, levantándose de su trono— y que se congreguen los guerreros. Debemos
prepararnos para la batalla.
Y mientras sonaban las trompetas, Dilvish
bebió un vaso del magnífico vino tinto de Dilfar. Y mientras le traían comida y
hogazas de pan, se maravilló una vez más de la fuerza de la armadura de Lance,
y comprendió que debería poner a prueba de nuevo la invulnerabilidad de aquella
coraza.
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