El contrabando misterioso - Cuento persa

 En un pueblito de la frontera de Persia había un inspector de aduanas que trabajaba muy seriamente y no se dejaba sobornar. Los contrabandistas, es decir los que intentaban pasar mercadería sin pagar impuestos, lo conocían y le temían y trataban de no pasar por ahí. Sin embargo, había un hombre que lo tenía preocupado. El inspector estaba seguro de que ese hombre traía contrabando. Más que seguro, ¡segurísimo! Pero aún no lo había podido probar.

El hombre entraba una vez por semana con una recua de mulas cargadas con enormes fardos y dos muchachitos que lo ayudaban. Cada vez, el inspector lo detenía en la frontera y hacía revisar todo, absolutamente todo. Sus colaboradores le aseguraban que en los fardos había solamente paja. La paja tiene muy poco valor, en ninguna parte estaba prohibida ni había que pagar impuestos por cruzar la frontera llevándola.

Lo cierto es que en Persia, en ésa época, no había ningún problema con la paja y el inspector se volvía loco. ¿Cuál era y dónde estaba el contrabando que llevaba ese hombre? Varias veces, considerando que el sospechoso podría haber sobornado a los revisores, se ocupó él mismo de revisar los fardos, uno por uno. Quizá se trataba de algo muy pequeño, como un contrabando de perlas, o de diamantes, o de esencias de perfumes orientales, y todas esas mulas eran solamente una buena forma de distraer y confundir a los aduaneros.

Más de una vez detuvo al hombre un día entero, y además de revisar pajita por pajita lo hizo sacarse toda la ropa, a él y a sus ayudantes, y buscó también en las alforjas de las mulas, entre los arneses. Pero nunca jamás, a lo largo de veinte años, pudo encontrar nada que justificara sus sospechas. Todas las semanas el hombre volvía a entrar, muy sonriente, con su carga de paja. A la vuelta no lo veían, porque cruzaba la frontera por otro lado. Quizá su secreto no estaba en lo que entraba al país, sino en lo que se llevaba.

Fueron pasando los años y el inspector de aduana terminó por retirarse de su trabajo. Un día estaba tomando sol en la plaza del mercado, junto con otros viejos, cuando se encontró con el hombre de las mulas, que ya era un hombre mayor, igual que él.

–Siempre estuve seguro de que usted traía contrabando –le dijo–. Ése fue uno de los grandes misterios de mi vida, y jamás lo pude resolver. Por favor, ahora que ya somos dos viejos y ya nada tiene mucha importancia... ¿no podría decirme la verdad? ¿Tenía razón en sospechar?

–Por supuesto –le contestó el hombre–. Lo que llevaba de contrabando eran las mulas.

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