Tetas - Suzy McKee Charnas

 Es algo así: parece que tu mente quiere continuar pensando en el horrible examen semestral de historia que tienes que dar mañana, pero tu cuerpo se apodera. ¡Y qué cuerpo! Puedes ver en la oscuridad y correr como una liebre, y saltar coches aparcados de un solo brinco.
Por supuesto pagas por esto a la mañana siguiente (pero vale la pena). Yo siempre me levanto entumecida y dolorida, con las manos, los pies y el rostro sucio, y debo correr hacia la ducha para que Hilda no me vea así. No es que ella sepa de qué se trata, ¿pero para qué arriesgarse? Entonces finjo que es otra cosa lo que me molesta. Ella dice:
—Venga, dulce, todos tenemos calambres y ésa no es razón para andar por ahí gimiendo y lamentándose. ¿Qué estás haciendo, tratando de no ir a la escuela sólo porque tienes tu período?
Si no me gustara Hilda (y en verdad me gusta, aunque sólo es mi madrastra en lugar de mi verdadera madre), le enseñaría algo que me mantendría fuera de la escuela para siempre, y que tampoco sería fingido.
Pero hay muchos otros a quienes preferiría mostrárselo.
Ya se lo he mostrado a ese cabrón de Billy Linden.
—¡Oye, Tetas! —gritó en el pasillo junto a las aulas. Muchos de los chavales se rieron, naturalmente, pese a que Rita Frye le llamó gilipollas.
Billy es el que comenzó todo, es decir, él con su bocaza era el que siempre comenzaba todo. El primer día de clases vino corriendo hacia mí.
—¡Oye, mirad a Bornstein, algo le ha de haber sucedido durante el verano! ¿Qué te ha sucedido, Bornstein? ¡Oye, todos, mirad a Tetas Bornstein!
El apretujó mi pecho y yo le golpeé en el hombro, luego él me dio un puñetazo en la cara, frente a todos, que me dejó aturdida y medio atontada, y hasta me hizo llorar.
Lo que quiero decir es que yo siempre acostumbraba pelear y lidiar con los chavales pues era muy fuerte para ser mujer. De repente todo era diferente. El me golpeó fuerte, realmente me dolió; me pegó en la boca del estómago y sentí náuseas y una gran vergüenza.
Tuve que regresar a casa con la nariz sangrante, recostarme con la cabeza hacia atrás y poner un poco de hielo en una toalla sobre mi rostro, mientras el agua caía en mi cabello.
Hilda se sentó en el sofá junto a mí y me acarició.
—Lamento esto, guapa, pero alguna vez debes aprender. Todos estáis creciendo y los niños se vuelven más fuertes que lo que tú puedas ser. Si riñes con varones siempre saldrás herida. Debes encontrar otra manera de manejarles.
Para peor, a la mañana siguiente comencé a sangrar allí abajo; Hilda ya me había explicado con cuidado de qué se trataba, de modo que al menos sabía lo que me estaba sucediendo. Hilda realmente se esforzó por no ser pesada, pero la odié cuando habló sobre cómo todo esto era parte de esos cambios excitantes de mi cuerpo que son tan importantes, y sobre cuan maravilloso es convertirse en una señorita.
Seguro, todo esto era tan repugnante y sucio, peor de lo que ella había dicho, peor de lo que yo podía imaginar, con esos coágulos negros que salían salpicados de sangre rosa. Pensé que iba a vomitar.
—Es tan sólo la pared de tu útero —dijo Hilda.
¡Qué diablos! Aun así era asqueroso. ¡Y qué olor por otro lado!
Hilda procuró hacerme sentir mejor, de veras lo intentó. Dijo que deberíamos conmemorar esta ocasión como lo hace la gente primitiva, convertirla en algo especial, no tan sólo en una cosa desagradable que pareciera que te acomete.
Entonces decidimos guardar a Pinkie, mi perro de lana con quien duermo desde los tres años. Pinkie es calvo y un poco duro y áspero puesto que cayó en la lavadora por error, y nunca podríamos adivinar que su felpilla había sido suave o incluso de color rosa cuando le compramos.
La última vez que me visitó mi amiga Gerry-Anne, antes del verano, vio a Pinkie echado sobre mi almohada y, pese a que no dijo nada, percibí que pensaba que era algo muy de niños. Para entonces ya pensaba yo en quitar a Pinkie de mi lado.
Hilda y yo le hicimos una linda caja que forramos con bellos trozos de sus clases de costura de cojines, y le agradecí en voz alta por haber sido mi amigo durante tantos años, y luego lo colocamos en el estante superior del guardarropas.
Me sentí muy mal, pero si Gerry-Anne decidía que era muy pueril para continuar siendo su amiga, yo podría terminar sin amigos.
Lo que ocurre es que cuando nunca has sido popular, no como cuando eras más delgada y ágil y todos te querían en su equipo, te vienen estas ideas a la mente.
Hilda y Papá me obligaron a ir a la escuela a la mañana siguiente para que nadie pensara que le temía a Billy Linden (aunque fuera cierto), o dejara que él me apartara con sus cabronadas.
Todos continuaban echando miradas burlonas y murmuraban, y yo estaba segura de que era porque no podía evitar caminar como una chula con ese algodón entre las piernas, y porque podían oler lo que me estaba sucediendo, algo que según tengo entendido, no le había sucedido a nadie aún de octavo A. Tampoco nadie en toda la clase tenía algo bajo sus tontos sujetadores, excepto yo, ¡maldición!
De todos modos me mantuve apartada de todos tanto como pude, y ni siquiera quería hablar con Gerry-Anne pues tenía miedo de que me preguntara por mi forma de caminar chula y mi mal olor.
Billy Linden me eludió al igual que todos, excepto uno de sus estúpidos amigos que a propósito me topeteó y tropecé contra Billy en la fila del almuerzo. Billy se vuelve y dice en voz muy alta:
—¡Hola, Tetas! ¿Desde cuándo usas maquillaje azul y negro?
No le di la satisfacción de saber que realmente me había fracturado la nariz, tal como había dicho el médico. Por suerte no deben vendarte toda por esto; Billy haría un alboroto y diría que tengo la nariz sujeta por un cabestrillo al igual que mis tetas.
Aquella noche me levanté cuando debería estar dormida y me quité las bragas y la camiseta con la que duermo, y me puse de pie para mirarme en el espejo. No necesité encender la luz. La luna llena resplandecía en mi habitación a través de la gran ventana del dormitorio.
Me crucé de brazos y me di fuertes pellizcos para castigarme de alguna manera por lo que me estaba haciendo.
Como si así pudiera detenerlo.
¡No es de asombrarse que Edie Siler se haya matado de hambre en décimo grado! La comprendí perfectamente; intentaba no engordar sino mantener su aspecto normal, delgada y fuerte, como yo también era antes, cuando parecía una persona y no una caricatura que alguien llamaba «Tetas».
Entonces algo tibio, un hilo delgado, corrió por el interior de mi pierna y supe que era sangre y ya no podía soportarlo más. Apreté los muslos y cerré los ojos con fuerza, e hice algo. Quiero decir, sentí que algo sucedió. Sentí que mi cuerpo se encogía hasta llegar a un núcleo duro, algo así como un fuego frío dentro de mis huesos, y todos mis músculos, mis entrañas, mi piel se encendieron y, en cierto modo, flotaban libremente, todo resplandecía a la luz de la luna y sentí una especie de tambaleo.
Pensé que me desvanecía debido a mi estúpido período. Entonces giré sobre mí y me lancé sobre la cama, y al caer sobre ella me di cuenta de que algo no estaba muy bien.
Por un lado, mi nariz y cabeza estaban embotadas con estas sensaciones fuertes y descabezadas; hasta me llevó un segundo comprender que eran olores tanto más fuertes que cualquiera que había olido antes. Y eran —supongo— interesantes, no simplemente apestosos, aun los más nauseabundos.
Abrí la boca para percibir los olores un poco mejor y oí que jadeaba de una manera rara, como si hubiera estado corriendo, lo cual no era cierto, y entonces sentí esa prolongación de mi cara y algo en ella se movía... era mi lengua; me relamía las quijadas.
Bien, durante un instante me envolvió un pánico total y absoluto. Eché a correr por mi habitación, gimiendo y jadeando, oía las uñas de mis pies golpear contra las maderas del suelo, y luego me acurruqué en el rincón pues tenía miedo que Papá y Hilda me oyeran y vinieran a averiguar qué era lo que provocaba tanto jaleo.
Puesto que podía oírles. Podía oír el crujido de su cama cuando alguno de ellos se daba la vuelta, y la respiración de Papá, un silbido que luego se transformaba en un ronquido. Y también podía olerles, cada uno con sus olores bien definidos, como esas sobremesas de helados mezclados que llaman batidos.
Mi cuerpo se agitaba y brincaba con miedo y energía, y mi habitación —construida en el ático—, ancha pero con el artesonado bajo en algunas partes, mi habitación parecía una prisión. Además me aterraba verme en el espejo. Podía adivinar lo que vería, y no quería verlo.
Por otro lado, tenía que orinar pero no podía soportar ir al baño en el estado en que estaba.
Entonces, abrí suavemente la puerta del dormitorio con el hombro y casi caigo por las escaleras al intentar bajarlas en cuatro patas y pensar en ello, en lugar de dejar que mi cuerpo lo hiciera. Quise abrir la puerta de entrada con las manos, mas no eran manos sino garras con dedos largos y nudosos cubiertos de pelos, y los dedos tenían zarpas gruesas y negras que sobresalían de sus extremos.
La boca de mi estómago pareció explotar del horror y grité. Sonó como un aullido vacilante que retumbó de manera horripilante en los huesos de mi cráneo. Allí arriba, Hilda pregunta:
—Jack, ¿qué fue eso?
Huí hacia el sótano cuando oí a Papá andar por su dormitorio.
El cerrojo de la puerta del sótano siempre se destraba, de modo que la abrí de un empujón y hacia allí fui, esta vez sin mejor suerte al bajar las escaleras pues estaba muy aterrorizada para pensar. Pasé el resto de la noche allí gimiendo (en realidad era un aullido por la nariz) y trotando por el sótano, frotando mi cuerpo contra las paredes para deshacerme de ese aspecto estrafalario, o simplemente moviéndome porque no podía quedarme quieta. El lugar estaba viciado de olores apestosos y remolinos de aire caliente y frío. No podía asimilar todo lo que percibía.
En cuanto a mis ganas de orinar, finalmente logré elevar mi cola sobre el borde de la batea junto al banco de trabajo de Papá y allí lo hice. El único problema era que no podía abrir los grifos, debido a mis garras, para enjuagar el olor. Luego, alrededor de las tres de la madrugada, desperté de un sueño breve acurrucada en un lugar del suelo vacío donde era poco probable que las arañas anduvieran, y no pude ver ni oler nada, entonces supe que nuevamente estaba bien, aun antes de comprobarlo y encontrar en mis manos dedos en lugar de garras.
Corrí escaleras arriba y estuve bajo la ducha durante tanto tiempo que Hilda me gritó por consumir toda el agua caliente cuando ella tenía mucho que lavar a la mañana. Sólo trataba de relajar los músculos, pero no podía decirle eso.
En verdad me resultaba extraño el hecho de vestirme e ir a la escuela después de una noche como ésta. Lo bueno es que dejé de sangrar después de un día, e Hilda me dijo que no era extraño por ser la primera vez. Entonces debería ser el gran cardenal verdoso en mi cara del puñetado de Billy lo que todos observaban.
Eso y lo de siempre, por supuesto. Bien, ¿por qué no? Ellos no sabían que había pasado la noche transformada en un lobo.
Entonces el obeso Joey me arrebató mi cartera en el pasillo fuera de la clase de ciencias y la arrojó a unos chavales de octavo B. Tuve que correr tras ellos para recuperarla (estaba todo planeado, por supuesto) de modo tal que los chavales pudieron festejar el balanceo de mis tetas bajo mi camisa.
Estaba tan enfadada que casi cojo al obeso Joey, de no ser porque tuve miedo de que me golpeara al igual que Billy.
«No dejes que te dominen, hija, todos los chavales son tontos a esa edad», me había aconsejado Papá.
Hilda me había dicho aquel verano: «Mira, no te hace nada bien andar por ahí toda encorvada y de brazos cruzados, debieras echar los hombros hacia atrás y caminar como una persona orgullosa y muy satisfecha de estar creciendo. Es sólo que es un poco temprano, eso es todo, y te aseguro que las otras niñas están secretamente envidiosas de ti, con sus sujetadores de práctica bonitos y pequeños, por Dios, como si hubiera algo que practicar».
La entiendo, pero ella no está en la escuela, no recuerda cómo se siente.
Entonces dejé de correr y anduve tras Joey hasta que sonó la campana, y recuperé ni cartera entre los arbustos de afuera, donde él la había arrojado. Lloraba un poco, y entré cabizbaja en el lavabo de las niñas.
Stacey Buhl estaba allí, maquillándose sus labios sin hablarme, como siempre, pero Rita entró de prisa y dijo que alguien debería frenar a ese tonto cabrón de Joey, aunque por supuesto, era Billy quien en verdad le incitaba. Como de costumbre.
Rita es agradable aunque muy independiente, puesto que su hermanito tiene SIDA, y muchos de los padres de los niños consideran que ni siquiera debería estar en la escuela. Entonces no me mezclo mucho con ella. Tengo ya suficientes problemas y de todas formas, llegaba tarde a mi clase de matemáticas.
Empero, necesitaba hablar con alguien. Después de la escuela le dije a Gerry-Anne, que ha sido mi mejor amiga con algunos intervalos desde cuarto curso. No la vi después de la escuela, pero la encontré luego en la biblioteca y le conté que había tenido un sueño extraño en el que yo era un lobo. Ella quiere ser psiquiatra como su madre y, por supuesto, me escuchó.
Me dijo que estaba loca. Eso fue una gran ayuda.
Aquella noche me aseguré de que la puerta no estuviera atrancada, y me eché en la cama desnuda —se imaginan transformarse en un lobo con bragas y camiseta— y sólo me estremecía, esperando que algo sucediera.
La luna salió y resplandeció en mi ventana, y me transformé al igual que antes: no es nada parecido a como se ve en las películas, todo es confuso y lleno de gritos y huesos que se quiebran con crujidos horribles y ruidos desgarrantes, de la misma manera en que, creo, se lo imaginarían si tuvieran que construir máquinas especiales para hacerlo ante las cámaras y que se viera real: es decir, si fueran un producto de efectos especiales en lugar de un hombre-lobo.
Para mí, no tenía que parecer real pues lo era. Este disolverse y dejarse llevar en cierta manera me excitó esta vez.
Quiero decir, me resultaba... interesante. Como algo que hacía yo en lugar de padecer otro tonto desorden en mi cuerpo, algo que me sucedía sólo porque alguna descabezada hormona así lo establecía.
Debo haber hecho ruido. Hilda vino hasta la puerta de mi habitación, pero por suerte no entró. Ella es alta, y el artesonado de mi dormitorio muy bajo para ella, entonces muchas veces me habla desde el rellano.
De todas formas la había oído venir, de modo que estaba en mi cama con la cabeza bajo mi almohada, rezando desesperada para que nada sucediera.
Podía olería, era de lo más descabellado: su propio olor, una especie de sudor dulce, y por encima de eso su perfume, como una tenaza para hielo clavada en mi nariz. En realidad no oí una palabra de lo que dijo, tenía mucho miedo, y también un estremecimiento dentro de mí, una excitación que era sólo parcialmente terror.
Lo veis, de repente me di cuenta, con pleno asombro, de que no debía temerle a Hilda, ni a nadie. Yo era fuerte, mi cuerpo lobuno era fuerte y, de todas maneras, bastaría que me mirara una sola vez para que cayera desmayada.
Qué alivio, no obstante, cuando se fue. Estaba desesperada por salir debajo de mis mantas pesadas, y además tenía que estornudar. También me di cuenta de que parte de esa fuerza que rugía dentro de mí era hambre.
Ellos se fueron a la cama; oí sus voces en el dormitorio, aunque no comprendí del todo lo que decían, pero estaba bien. Las palabras ya no eran importantes para mí, podía darme cuenta más por el tono en que lo decían.
Presentía que lo iban a hacer, y estaba acertada. Podía oír a través de las paredes cómo jugueteaban —esto también era algo nuevo— y nunca había sentido tanta vergüenza en mi vida. Ni siquiera podía cubrir mis oídos con las manos, porque mis manos eran garras.
Entonces, mientras esperaba a que se quedaran dormidos, me miré en el espejo grande de la puerta de mi ropero.
Había allí una gran cabeza de lobo con un hocico largo y delgado y una pelambre espesa alrededor de mi pescuezo. Esa pelambre se paraba y retrocedía un poco cuando yo gruñía.
Eso era tonto, por supuesto, puesto que no había otro lobo más que yo en el dormitorio. Empero, yo estaba toda estirada, creo, y un lobo, mi cuerpo lobuno y yo, era todo lo que podía asimilar, menos aún dos lobos, yo y mi reflejo.
Luego del primer sobresalto, fue genial. Continué girando hacia uno y otro lado para verme desde diferentes ángulos.
Era delgada; tenía patas largas y delgadas pero fuertes, se veían los músculos, y los pies eran un poco más grandes de lo que hubiera querido. Pero siempre prefiero cuatro pies grandes a dos tetas grandes.
Mi cara era horrible, con dientes blancos y rugosos como los de una sierra y ojos pequeños, límpidos y brillantes a la luz de la luna. La cola era un poco grotesca, pero me acostumbré a ella, y en realidad tenía una bonita forma de pluma. Mis hombros eran grandes y cubiertos de pelos largos y brillantes, con ese bello colorido, oscuro en la espalda y una especie de plateado en mi pecho y partes inferiores.
La cuestión era, sin embargo, que mi lengua colgaba. Me preocupaba bastante pues se veía grosera y absurda a la vez. Quiero decir, aquélla era mi lengua, de casi treinta centímetros de largo prolijamente doblada sobre las puntas de mis caninos inferiores. Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía demasiadas expresiones para usar, no con esta cara, que parecía más bien una máscara.
Pero tenía vida, era mi cara, eran mis propios labios largos y negros los que mi lengua lamía.
Sin lugar a duda, ésa era yo. Era un hombre-lobo, como en las películas que mostraban el fin de semana de Halloween. Pero no me parecía en nada a esos horribles hombres-lobo de película que simplemente tienen toneladas de maquillaje. Me veía magnífica.
No obstante no quería permanecer tan sólo dando vueltas por ahí, admirándome en el espejo. No podía soportar estar enjaulada en aquella habitación viciada de olores.
Cuando todo se calmó y pude escuchar a Papá y a Hilda respirar como lo hacían cuando dormían, me escapé sigilosamente.
La oscuridad no era demasiado oscura para mí, y el frío lo sentía ácido como el vinagre, pero no de una manera que me doliera. A cada lugar donde iba, podía absorber con mi larga nariz de lobo esas corrientes como ondas en el aire y enrollar su olor sobre la parte posterior de mi lengua. Era un mundo totalmente diferente, con sonidos nítidos en todos lados y olores fuertes y ricos.
Y podía correr.
Eché a correr pues vino un coche mientras olfateaba una bolsa de residuos en el bordillo, y realmente temí que me vieran bajo la luz de los focos. Me marché por el corredor de tierra entre nuestra casa y la de los Morrison, nuestros vecinos, y ¡oh, sorpresa!, podía precipitarme casi sin hacer ruido, podía saltar las cercas de púa casi sin pensar. Mis patas traseras eran como resortes de acero y caía firme y pareja sobre mis cuatro patas casi sin sobresaltos, ni qué hablar de preocuparme por perder el equilibrio y doblarme un tobillo.
Hombre, podía desplazarme a través de ese aire frío, denso, húmedo y lleno de olores, podía volar prácticamente. Igual que el año pasado cuando no tenía tetas que se bambolean y sacuden delante de mí, aun cuando camino ligero.
Eran tan solo dos hileras de pequeñas protuberancias ordenadas a lo largo de la curvatura de mi estómago. Me senté y las miré.
Abrí bolsas de residuos para conocer su olor, pero no comí nada de ellas. No estaba para ingerir restos rancios de perritos calientes y cortezas de pizzas de otras personas, ni grasas ni huesos de sus platos, y todo ello mezclado con puré de patatas y rellenos.
Cuando encontraba lugares donde los perros habían parado y dejado sus marcas, yo también me agachaba y orinaba, encima de ellas; las borraba por completo.
Brinqué a través del jardín enorme de los Wascombe, donde nadie más que el jardinero oriental lo pisaba alguna vez, y caminé por encima del maletero y el techo de su BMW, dejando huellas de mis patas grandes y gruesas por encima. Nadie me vio, nadie me oyó, era una sombra.
Bueno, excepto los perros, por supuesto.
Se escuchaban muchísimos ladridos a mi paso, realmente histéricos, y en un principio estaba realmente asustada. Pero luego brinqué hacia un pasadizo en la calle Ridge, donde se encuentran las casas grandes, y caí justo frente a unos seis perros que corrían juntos. Sus dueños los dejan fuera toda la noche y no les preocupa si los ateropella un coche.
Habían estado trotando juntos con el viento a sus espaldas, revisando todas las bolsas de residuos que se dejaban afuera para su recolección a la mañana siguiente. Cuando me vieron, uno de ellos dejó escapar un gruñido de sorpresa y todos se resbalaron hasta detenerse.
Seis de ellos. Tenía miedo. Gruñí.
Los perros giraron velozmente, chocándose unos con otros en su prisa, y salieron corriendo.
No sé qué hubieran hecho si se hubieran encontrado con un lobo verdadero, mas yo era algo especial, eso creo.
Los seguí.
Se dispersaron y corrieron.
Bueno, yo corrí también, y ésta era una forma diferente de correr. Quiero decir, me estiraba y corría y sentía tal regocijo. Perseguí a uno de ellos.
Ese perrito tipo terrier corría de un lado al otro, luego intentó virar a la izquierda y escabullirse bajo la entrada de una casa, todo sin hacer un ruido, corría demasiado de prisa para gritar, y yo estaba feliz corriendo tranquila.
Justo antes de que pudiera escaparse bajo la puerta le alcancé y, sin pensarlo, le cogí por la parte trasera del cuello, le arranqué del suelo y le sacudí tan fuerte como pude, de lado a lado.
Sentí su cuello crujir, el sonido vibró en todos los huesos de mi cara. Lo recogí con mi boca y parecía no pesar nada. Me retiré al trote sujetándolo en el aire, y tras un arbusto en el parque Baker lo coloqué en el suelo con mis garras y mordí el interior de su panza, que aún se mantenía caliente y temblorosa.
Como dije antes, estaba hambrienta.
La sangre me regocijó de una manera increíble. Permanecí allí mirando en derredor y lamiendo mis labios, jadeando y paladeando el sabor pues me había sorprendido; era como comer miel o el mejor chocolate malteado que jamás hayáis probado.
Entonces bajé la cabeza y mordisqueé a ese perrito, como si restregara la cara en una pizza y la oliera. Por Dios, estaba hambrienta, de modo que no me importó que la carne fuera dura y de sabor hediondo después de aquel primer bocado maravilloso. Hasta lamí la sangre del suelo después, no me importaba que estuviera mezclada con polvo.
Comí dos perros más aquella noche, uno que estaba atado al tendedero de la ropa en un patio mugriento lleno de piezas de automóvil viejas y oxidadas en el lado sur, y un perro viejo y amarillo que paseaba solo, muy lento y olfateando. Sabía bastante mal, y para entonces yo me sentía satisfecha, de modo que dejé gran parte.
Anduve por el parque, empujando los columpios con mi hocico grande y negro, y encontré el banco donde el señor Granby se sienta y alimenta a los palomos todos los días, aunque nadie quiera que aquellos pájaros hagan sus necesidades sobre sus coches. Oriné allí, exactamente donde él se sienta.
Luego le di las buenas noches a la luna que se ocultaba con un aullido salvaje y trémulo: «¡Auuuuuuuu!». Regresé a casa brincando sobre mis garras con la lengua colgando hacia afuera y sintiéndome fundamentalmente muy bien.
Me deslicé dentro y troté hasta arriba, y una vez en mi habitación me detuve para mirarme al espejo.
Era tan vistosa como antes, y sólo tenía unas gotas de sangre en mi cuerpo que limpié lentamente con mi lengua. En realidad me preocupé un poco; quiero decir, ¿sería esto todo, matar y después comer lo que había matado mi cuerpo lobuno? ¿Quedaría así para siempre? Como si os pasearais por un castillo de fábulas y comierais y bebierais cualquier cosa, y nunca más pudierais salir. ¿Y si al llegar la mañana no me volvía a transformar?
Bien, de todos modos no había mucho que pudiera hacer al respecto, y al diablo con ello, me sentí como que no me importaba; había valido la pena.
Cuando estuve limpia y bella, incluso tras haber limpiado con mi lengua mi propio órgano, algo que me pareció perfectamente normal y bonito en aquel momento, salté sobre mi cama, me acurruqué, y me dormí de inmediato. Cuando desperté con el sol en mis ojos, allí estaba, era nuevamente yo.
Era muy extraño, tomar el desayuno y lucir mi vieja camiseta de gran tamaño para que no se me notaran tanto, mientras Hilda bostezaba y se desplazaba en su bata y chanclas y simulaba que ella y Papá no lo habían hecho al menos anoche, cosa que sabía que no era verdad.
Además, resultaba evidente que ella no tenía ni la mínima pista de lo que yo había estado haciendo, y eso me produjo una extraña sensación.
Uno de los aspectos del crecimiento que ellos se cuidan de no mencionar es que comenzáis a tener más cosas sobre las que no habláis con vuestros padres. Y yo tenía algo muy especial.
—¿Qué pasa? ¿Estás loca, muchachita? —preguntó Hilda—. ¡Honestamente, Kelsey, no sé qué hacer contigo! ¿Por qué no puedes usar algo más bonito que esa camiseta vieja para ir a la escuela? Ah, ya comprendo: es para ocultar, ¿verdad?
Ella suspiró y me miró algo triste pero sonriente, sus manos sobre los labios.
—Kelsey, Kelsey —dice ella— si tan sólo yo hubiera tenido la mitad de lo que tú tienes cuando yo era una niña; era lisa como una tabla de planchar y me sentía muy desdichada, no te lo puedo explicar.
Ella es aún muy delgada y luce bien, de modo que ¿qué sabe ella al respecto? Empero, su intención fue buena, y de todos modos yo me sentía tan bien que no discutí.
No obstante, no me cambié la camiseta.
Aquella noche no me transformé en un lobo. Me eché allí esperando, y pese a que la luna salió, nada sucedió, no importa cuánto esperé, y después de un momento miré por la ventana y me di cuenta de que la luna no era realmente luna llena sino que estaba menguando.
No estaba aliviada sino más bien apenada. Compré un calendario en la librería de la escuela dos semanas más tarde, y marqué las noches de luna llena futuras y esperé ansiosa a ver qué sucedería.
Mientras tanto, las cosas marchaban como de costumbre. Tuve una erupción de acné en mi mentón. Solía mirarme en el espejo y pensar en mi cara lobuna, que tenía un hermoso pelo lustroso en lugar de acné.
Con acné incluido fui a la fiesta de Angela Durkin, y al día siguiente Billy Linden dijo a todos que había ido con él a uno de los dormitorios en lo de Angela y lo habíamos hecho, cosa que no era verdad. Pero puesto que no había ningún mayor en la casa y el obeso Joey trajo un poco para fumar en la fiesta, casi todos estaban colocados y no sabían quién había hecho qué o dónde.
Casualmente, un día Billy había dado de fumar a una chávala de séptimo «B» en la cochera de la casa de sus padres, y él y dos de sus amigos se lo hicieron mientras ella estaba fuera de sí, o al menos decían que lo habían hecho; ella sintió mucha vergüenza como para decir algo al respecto y poco tiempo después se cambió de escuela.
Supe de ello por la misma razón que todos lo saben, y es que Billy era el fanfarrón más bocazas de toda la escuela, y uno nunca podía saber si era verdad o mentira.
Entonces supongo que no me sorprendía demasiado que algunos creyeran lo que Billy había dicho sobre mí. Gerry-Anne no me habló después de esto. Entre tanto Hilda se quedó embarazada. Tuvimos una larga conversación: me contaron cómo Hilda se había preocupado por su ciclo biológico, entonces ella y Papá habían decidido tener un bebé, y esto no debía afectarme, sería divertido para mí y una buena preparación para cuando luego yo misma fuera madre, cuando encontrara un chaval bueno y me casara.
Seguro. Gran preparación. Como Mary O'Hare la de mi curso, quien debe cambiar los pañales de su hermana menor todo el tiempo, que asco. Ella bromea al respecto pero es evidente que realmente lo odia. Parece que ha llegado mi turno, como es costumbre.
Lo único que hacía mi vida llevadera era mi secreto.
—Hoy estás echada hacia atrás —me dijo un día Devon Brown en el comedor después de que Billy hubiese estado particularmente repugnante, tratando de disparar bollitos de pan desde su mesa para que hicieran blanco en mi pecho. Devon estaba sentado junto a mí pues él era malo en francés, mi única asignatura fuerte, y yo le ayudaba con algunos verbos. Creo que quería saber por qué no me sentía molesta ya que Billy me estaba provocando—. ¿Cómo es posible? —me preguntó.
—Es un secreto —dije yo, pensando en lo que diría Devon si supiera que una mujer lobo lo estaba ayudando con su francés: loup, manger.
—¿Qué secreto? —quiso saber. Devon tiene pecas y es en realidad un poco guapo.
Un secreto —dije yo— entonces no puedo decírtelo, tonto.
El se muestra muy altivo y agrega:
—Bien, no puede ser demasiado secreto, puesto que las chávalas no pueden guardar secretos, todo el mundo lo sabe.
Seguro, como esa chávala, Sara, en octavo «B», que resultó que su padre había estado acosándola durante años, pero nunca se lo mencionó a nadie hasta que un psicólogo lo descubrió en uno de esos exámenes que todos tuvimos que pasar en séptimo curso. Hasta entonces, Sara había guardado su secreto muy bien.
Y yo guardé el mío, tachando los días en el calendario. Lo único que no me entusiasmaba era tener mi período nuevamente, ya que la última vez había venido justo antes de la transformación.
Cuando llegó el momento, me contraje toda y más granos brotaron en mi cara, pero no tuve mi período.
No obstante, me transformé.
A la mañana siguiente todos hablaban en la escuela acerca de un par de diminutos terrier de exposición que alguien había arrastrado y matado fuera del jardín de los Wascombe, y casi nada quedaba de ellos.
Bien, mi estómago se retorció un poco cuando oí a algunos chavales describir lo que el señor Wascombe había encontrado en el parque Baker, «los restos», como dijo la gente. También me sentí un poco culpable porque la señora Wascombe amaba realmente a esos perritos, cosa que de ninguna manera había pensado cuando era un lobo que trotaba hambriento bajo la luna la noche anterior.
Yo conocía personalmente a esos terrier, entonces estaba apenada, aunque no fueran más que dos tontos fastidiosos que hacían mucho ruido.
Pero qué diablos, los Wascombe no debían haberlos dejado afuera en el frío. De todos modos, ellos eran ricos, podían comprar otros si lo deseaban.
Pese a todo. Quiero decir, los perros son tan sólo animales estúpidos. Si son malos, es porque así nacieron o alguien los hizo malos, no hay nada que ellos puedan hacer al respecto. Ellos no pueden decidir ser buenos, como una persona. Y además, no saben tan bien; pienso que es porque comen tanta basura en esos alimentos comerciales para perros: antiparasitarios, cenizas, pescado molido y cosas así. Qué asco.
En realidad, luego del segundo terrier me había sentido un poco enferma y esa noche no dormí muy bien. Entonces no estaba de muy buen humor, y aquél fue el día que mi sujetador nuevo desapareció mientras estaba en clase de gimnasia. Luego recibí una nota que me indicaba dónde hallarlo: engrapado a la pizarra junto a la oficina del rector, donde todos podían ver que estaba probando un sujetador con armazón de alambre.
Naturalmente, tenía que ser Stacy Buhl quien cogió mi sujetador mientras estaba de espaldas cambiándome para gimnasia, puesto que ahora se juntaba con Billy y sus amigos.
Billy pasó todo el día haciendo apuestas a los gritos sobre cuan pronto estaría usando un tamaño grande.
A Stacy no le importaba, era tan sólo una cabrona. A Billy sí le importaba. Me había arruinado en esa escuela para siempre, con su mente sucia y su bocaza obesa. Yo estaba más allá de llorar o reñir y recibir puñetazos. Estaba furiosa, ya me habían basureado lo suficiente, y tenía una idea.
Seguí a Billy hasta su casa y esperé en el pórtico hasta que su madre regresó a casa y le hizo venir a hablarme. Se paró en la entrada y habló tras la puerta de alambre mientras comía un plátano y se paseaba como si nada le importara en este mundo. Entonces preguntó:
—¿Qué pasa, qué quieres, Tetas?
Tartamudeé mucho, me ponía muy nerviosa decir tamaña mentira, pero eso quizá me haya hecho sonar más creíble.
Le dije que haría un trato con él: lo encontraría aquella noche en el parque Baker, tarde, y me quitaría la camiseta y el sujetador y lo dejaría hacer lo que deseara con mis tetas si es que eso satisfaría su curiosidad, y luego él encontraría alguna otra para molestar y me dejaría en paz.
—¡¿Qué?! —exclamó clavando su mirada en mis pechos, con su boca abierta. Su voz era chillona y babeaba prácticamente hasta el suelo. No podía creer su buena suerte.
Le repetí lo mismo.
El casi salió del pórtico para intentarlo allí mismo y en ese momento.
—Vale, cojones —dice él bajando mucho el tono de voz— ¿Por qué no lo mencionaste antes? ¿Lo dices en serio? —Seguro —respondí, aunque no podía mirarle.
Después de un minuto él dijo:
—Vale, es un trato. Oye, Kelsey, si tú lo deseas, ¿podríamos, hmm, repetirlo..., tú sabes?
—Seguro, pero Billy, esto es sólo un secreto entre nosotros. Si se lo dices a alguien, si hay algún otro merodeando por allí esta noche...
El me interrumpe y dice de prisa:
—No diré nada a nadie, de verdad. Ni una palabra, ¡lo prometo!
Por supuesto, lo que quería decir era que no lo haría hasta después que sucediera, pues si había algo que Billy Linden no podía hacer era estarse callado si sabía algo malo sobre alguna persona.
Hablando estrictamente por sí mismo, como siempre, dijo:
—Te gustará, sé que te gustará. Jolines, ¡no puedo creerlo!
Pero lo creyó, el muy gilipollas.
No pude cenar mucho aquella noche, estaba muy excitada, y subí temprano a mi habitación para hacer mis tareas, eso dije a Papá y Hilda.
Entonces esperé a que asomara la luna, y cuando salió, me transformé.
Billy estaba en el parque, le olí todo sudado y excitado, pero me mantuve tranquila. Anduve con sigilo un rato, tan silenciosa como pude, es decir, muy silenciosa, asegurándome de que ninguno de sus amigos estuviera al acecho. Quiero decir, no le hubiera creído ni por un millón de dólares.
Pasé delante de media hamburguesa arrojada en la alcantarilla donde alguien se había detenido para almorzar en el parque Baker. Se me hizo la boca agua, pero no quería quitar mi apetito. Estaba hambrienta y feliz, cantaba dentro de mi propia cabeza, por supuesto sin hacer ruido.
Billy estaba sentado en el banco con las manos en los bolsillos, girando sobre sí y mirando hacia uno y otro lado, esperándome a mí, a mi «forma humana», que se aproximara. Llevaba una chaqueta pues hacía frío.
No se detuvo a pensar en que quizá una persona sana no podría ser tan loca de sentarse allí afuera y quitarse lo de arriba dejando su piel desnuda al viento. Pero ése era Billy, completamente egoísta y sin ninguna consideración para con nadie. Apuesto a que lo único en que podía pensar era en lo buena que estaba esta embaucada, manosear a la conocida Tetas en el parque, y luego jactarse en toda la escuela.
Ahora él andaba por el parque, pateaba los regadores y levantaba la vista de vez en cuando, fruncía el ceño y se le veía malhumorado.
Adiviné que comenzaba a pensar que bien podría yo haberlo plantado. Quizá hasta sospechara que la conocida Tetas le estaría acechando y observando y riendo para sí puesto que era él quien había sido engañado. Y quizá Tetas hasta había traído algunos chavales de la escuela para mostrar lo idiota que era.
En realidad eso hubiera estado bueno, sólo que de haberlo hecho, Billy hubiera fracturado mi nariz nuevamente, o algo aún peor.
—¿Kelsey? —preguntó enfadado.
No quería que regresara a su casa ofendido. Me aproximé, y dejé que las ramas crujieran un poco sobre mis hombros.
—Hostias, Kelsey, es tarde, ¿dónde has estado?
Oí sus palabras, pero más me llamó la atención un dejo de preocupación en su voz trémula y cambiante, mientras intentaba darse cuenta de lo que sucedía.
Dejé escapar un gruñido.
El se quedó realmente tieso, clavó su mirada en los arbustos y preguntó:
—¿Eres tú Kelsey? Respóndeme.
Me sentía salvaje por dentro, no podía esperar ni un segundo más. Me precipité hacia él desde los arbustos, parecía que volaba.
Billy cayó hacia atrás y dio un graznido:
—¡Qué...! —exclamó moviendo las manos delante de su rostro, y justo estaba tomando una bocanada de aire para gritar cuando le golpeé como si fuera un gran camión.
Logré darle un fuerte tarascón en su cara a través del hueco de sus manos.
No emitió ningún sonido, a excepción de ese grueso y húmedo gorjeo que pude saborear más que oír pues el sonido entró directamente en mi boca con el borbotón de sangre y la bola de carne caliente y piel que mastiqué y tragué.
El se revolcó a mi alrededor, me golpeaba, pero yo casi no sentía nada a través de mi cuerpo. Quiero decir, él no era tan grande y fuerte echado allí en el suelo mientras yo, delgada y fuerte con mis músculos de lobo, le abría las piernas. Además él estaba alterado. Le di una olfateada fuerte desde abajo mientras él se orinaba en los pantalones.
Los perros ladraban, pero tanta gente en los alrededores del parque Baker tiene perros para prevenir a los ladrones, y los perros arman siempre tal jaleo, que nadie les presta atención. No me preocupaban. De todos modos estaba muy atareada para preocuparme.
Introduje mi hocico por debajo de lo que quedaba de la mandíbula de Billy y arranqué su garganta de un mordisco.
Ahora, dejadlo ir por ahí diciendo mentiras sobre la gente.
Sus ropas eran un problema y realmente eché de menos no tener manos. No obstante me las apañé para arrancar su camisa fuera del cinto con mis dientes, y fue fácil desgarrar su panza. Me resultó bastante difícil, pero una vez que llegué a ella sabía mejor que una cena de Acción de Gracias. ¿Quién diría que alguien tan horrible como Billy Linden podría saber tan bien?
Para entonces apenas si se movía, y dejé de pensar en él como Billy Linden. Ya no pensaba, sólo empujaba mi cabeza hacia adentro y arrancaba trozos calientes y deliciosos, y comí hasta que quedaron las sobras, y ya se estaba enfriando.
Camino a casa vi un coche de policía que patrullaba la zona como lo hacen a veces. Me escondí en las sombras y por supuesto no me vieron.
Había mucho que lavar en la mañana y cuando Hilda vio mis sábanas, sacudió la cabeza y dijo:
—Deberías ser más cuidadosa cuando calculas tu período para que no te coja por sorpresa.
Todos en la escuela sabían que algo le había sucedido a Billy Linden. Al día siguiente se enteraron. Los chavales y chavalas se agrupaban e intercambiaban rumores sobre cómo un animal salvaje había devorado a Billy. Yo me acercaba y les escuchaba, hacía una o dos acotaciones horribles para molestarles, con detalles ficticios, hasta que empalidecieran y tuvieran náuseas y ver quién vomitaría primero.
Sin duda no sería yo. Quiero decir, cuando alguien mencionaba cómo toda la cabeza de Billy había sido roída hasta el cráneo y no sabían quién era de no ser por el pase del autobús en su cartera, me ponía un poco molesta. Me asombraba lo que la gente podía imaginar. Pero cuando yo pensaba en lo que realmente le había hecho a Billy, tenía que sonreír.
Me resultaba en verdad maravilloso andar por los pasillos sin nadie que me gritara: «¡Hola, Tetas!».
Hay personas que lisa y llanamente no merecen vivir. Y, esto va para el obeso Joey, si es que no deja de acosarme en el laboratorio de ciencias tratando de manosearme.
Hay algo extraño, no obstante: ya no tengo más períodos. Me acalambro un poco y mis pechos se hinchan y me impaciento más que de costumbre, y luego en lugar de sangrar, me transformo.
Eso me sienta bien, sólo que ahora soy mucho más cuidadosa cuando cazo en mis noches de lobo. Me mantengo fuera del parque Baker. Los suburbios se extienden por kilómetros y kilómetros, y hay muchos sitios en los que puedo cazar y aún regresar a casa por la mañana. Un lobo puede abarcar mucho territorio si echa a correr.
Y me aseguro de matar en lugares donde puedo comer en privado, de modo que ningún coche de policía pueda cogerme desprevenida, algo que fácilmente podía haber sucedido aquella noche cuando maté a Billy. Aquella primera vez estaba muy concentrada comiendo. Ahora miro mucho más a mi alrededor cuando como mi presa, me mantengo alerta.
Menos mal que es sólo una vez al mes que esto sucede, durante un par de noches. «La Asesina de la Luna Llena» tiene a todo el estado en guardia y aterrado.
Con el tiempo supongo que tendré que ir a otro sitio, y no me apetece para nada. Si tan sólo pudiera aguantar hasta tener mi propio coche, entonces la vida sería mucho más fácil.
Entre tanto, algunas noches de lobo ni siquiera me apetece cazar. Ya no estoy tan hambrienta como lo estaba aquellas primeras veces. Creo que he saciado bastante mi apetito. A veces me paseo sigilosamente y corro, y vaya si corro.
Si tengo hambre, algunas veces como de los cubos de basura en lugar de matar a alguien. No es divertido, pero el paladar se acostumbra. No me molesta la basura siempre y cuando pueda comer lo real a veces, una presa recién muerta, sabrosa y jugosa. La gente puede ser terriblemente guarra, pero os aseguro que saben dulce.
Sin embargo, selecciono mi presa. Busco gente que anda a hurtadillas en el miedo de la noche, como cuando Billy esperaba en el parque aquella vez. Me imagino que a esas horas tienen que andar por ahí en busca de problemas, ¿entonces de quién es la culpa, si los encuentran? Creedme, he hecho mucho más por el problema de los ladrones en el parque Baker que cien tontos perros guardianes.
Gerry-Anne no sólo me habla nuevamente sino que me ha invitado a salir con un par de chavales. Un chaval que conoció en una fiesta la invitó, y él tiene un amigo. Ambos son de la escuela secundaria de Fawcett al otro lado de la ciudad, de modo que será un cambio. Estaba nerviosa pero finalmente acepté. Iremos al cine el próximo fin de semana. Mi primera cita real. A decir verdad aún estoy bastante nerviosa.
Para Año Nuevo, he hecho dos promesas solemnes.
Una es que en esa fecha no me preocuparé más por mis pechos, no seré tímida, aun si un chaval me mira fijo.
La otra es que nunca más comeré un perro.

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