Embarazada - Joyce Carol Gates

 Llevaba meses embarazada y el bebé en su útero pateaba, se retorcía, empujaba donde no debía. Susurraba insinuaciones maliciosas; hacía preguntas difíciles.

¿Por qué esperaste tanto tiempo?

¿No eres, quizá, demasiado vieja?

¿Acaso creíste que él te amaría para siempre?

El bebé le causaba dolor donde no había motivo. Por favor, rogaba la mujer embarazada, te amo.

El bebé respondía con una patada burlona que hacía tambalear a la mujer desde dentro.

Todo continuó de esa manera. Varios milenios habían precedido el embarazo, y quizás ella fuera, en efecto, demasiado vieja.

En presencia de los demás el bebé se comportaba mal. Pateaba, se retorcía, con arranques de risillas sofocadas. Hacía presión sobre la vejiga de la mujer embarazada a fin de que ella tuviera que excusarse deprisa y buscar un lavabo. Provocaba el endurecimiento de sus pezones a través de la tela de su ropa, como si ya estuviera amamantando.

¿Es éste tu primer bebé? la preguntaban, y la observaban con amabilidad y compasión.

Su estrategia era mantenerse erguida y firme, estirando su cuello para asegurar la mayor distancia posible entre la cabeza y su panza prominente.

El bebé la fastidiaba. ¿Tú me escogiste?


Cuando ellos deberían estar completamente dormidos, en lo profundo de la noche, el bebé fastidiaba con sus preguntas: de todos los miles y miles de millones que podrían haber sido, ¿tú me escogiste?

Cuando ella se sentaba débil y hambrienta, y cogía el tenedor para comer, el bebé en su útero daba una patada cruel. ¡Comiendo! ¡Comiendo otra vez! gritaba. Me repugnas.

Ella replicaba con furia: debo comer; debo alimentar a los dos.

Ella asió el tenedor, inclinándose pálida y sudorosa sobre el plato de comida; allí, en medio del inocente arroz hervido, un único gusano blanco, y entre los vegetales cocidos al vapor, un único mechón de su propio cabello.

Ella apartaba el plato y corría hacia el baño para vomitar.

Todo continuó de esa manera. Un embarazo es toda una vida. Caminaba en las mañanas y en las tardes. Su panza la precedía, rompiendo el aire húmedo.

Rostros como globos se agitaban solícitos y curiosos en su camino. Cómo estás, y de cuántos meses, y para cuándo esperas, y la alimentación es lo principal, y el sueño, suficiente sueño. Y paz.

¡Paz de la mente! se mofaba el bebé.

Al parecer, no había nada que ella pudiera hacer o decir para arreglar las cosas entre ellos.

Así como no hubo nada que pudiera hacer o decir para que el padre de este bebé la amara durante más tiempo del que él deseó hacerlo.

Ellos trepaban un tramo largo y empinado de escalones al aire libre. Trepaban, jadeaban y sudaban. El sol caliente caía como una espada desde arriba. Este extremo del parque era peligroso: un desierto de raíces de árboles expuestas, barrancos erosionados, botellas y latas de cerveza arrojadas en el césped. Los cuerpos durmientes de los vagabundos; zapatos y restos de ropas femeninas más el estruendo de las radios a transistores.

Ella continuaba trepando. Con frecuencia, al aire libre el bebé en su vientre permanecía en silencio, como incapaz de orientarse.

En lo alto de la colina se detuvo en una plataforma de cemento protegiendo sus ojos, mientras contemplaba la ciudad.

¿Acaso era ésta la ciudad en la que ella vivía? Miles y miles de edificios suspendidos en la neblina del calor estival. Ella no podría haber jurado, por el rabillo de sus ojos, que la hubiera visto antes.
Debajo de su ropa deforme su panza había crecido redonda y dura; la piel blanca azulada se estiraba tan firme como un tambor; algún día eso puede explotar.
El bebé insistía: de todos los miles y miles de millones, ¿sabías que sería yo? Lo sabías, ¿y me escogiste?
Ella se mordió su labio.
—Sí —respondió.
¡Mentirosa!
El bebé se retorció en una risa silenciosa.
Se afirmó. Los pies separados, los tacos fuertemente sobre el cemento. El sudor se escurría por sus lados suaves, formando un charco frío en la parte más estrecha de su espalda. ¿Habría ella de ser atraída hacia el borde del barranco e incitada a levantar una de sus piernas de venas rojizas sobre la valla? Recordó que al principio del embarazo el bebé había bromeado sobre el lysol, las hojas de rasurar, las vías del metro... sin embargo, ella había echo oídos sordos.
—Oye, debo alimentar a los dos —le dijo.
La cabeza del bebé era como una roca en la boca del útero. Boca abajo, al parecer, de pura maldad. Empero, casi ablandándose, el bebé preguntó:
—¿Hay un sol al menos?
—Siempre hay un sol —respondió ella.
Y todo continuó de esa manera.

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