La liebre, la nutria, el mono y el tejón - Cuento japonés

 Un vendedor ambulante iba por un sendero cargando en una canasta algunas mercaderías que llevaba para vender. Caminaba muy tranquilo, sin saber que desde atrás de una roca un grupo de amigos de lo ajeno acechaba su paso: la liebre, la nutria, el mono y el tejón.

–Veo cosas muy interesantes en esa canasta –dijo la liebre–. Y sé cómo podemos apoderarnos de ella. Nadie tiene tanto que no quiera más.

En efecto, cuando el vendedor ambulante vio delante de sus ojos una liebre con una pata lastimada, pensó que sería fácil atraparla para comérsela en la cena. Saltando de aquí para allá, siempre fingiendo renguear, sin dejarse cazar pero sin escaparse demasiado lejos, la liebre lo alejó de su canasta. Cuando calculó que estaba a suficiente distancia, salió disparada como una flecha. Entre tanto, sus amigos se habían apoderado de las mercaderías. Pronto se reunió con ellos detrás de la roca para dividirse el botín, mientras el pobre vendedor se alejaba lamentándose de su suerte.

En la canasta había una alfombrita, un bloque de sal, una bolsa llena de ricos garbanzos y un molinillo de agua, que los monjes del Japón instalan en la orilla del río para que el agua haga girar la rueda, mientras ellos siguen el ritmo con sus oraciones.

–No es fácil dividir esto entre los cuatro –dijo el tejón, desconcertado.

–¡Claro que sí! –aseguró la liebre–. Yo le daré a cada uno lo que más necesita. Por ejemplo, para la nutria, que come tantos cangrejos, lo mejor es el bloque de sal. Los cangrejos salados son deliciosos.

–Buena idea –dijo la nutria. Y se llevó la sal.

–Para el mono, que duerme todas las noches sobre una rama pelada y dura, nada mejor que la alfombrita. Le servirá de colchón.

Al mono nunca se le hubiera ocurrido esa idea y le gustó mucho, de modo que se llevó la alfombra.

–El tejón vive en una madriguera triste y oscura. Con este bonito molinillo podrá alegrar la entrada y entretenerse, él y su familia, viendo girar la rueda.

El tejón estuvo de acuerdo.

–Y yo... ¡pobre de mí!... tendré que conformarme con esta tonta bolsa de garbanzos. Pero ustedes no se preocupen por esta triste liebre, lo importante es que todos hayan quedado satisfechos.

La nutria tomó su bloque de sal y se lanzó al río donde vivía. Al rato, la sal se había disuelto.

Esa noche el mono intentó dormir cómodo, poniendo la alfombra sobre una rama. Por supuesto, la alfombra se deslizó y el mono se dio un buen golpe contra el suelo.

El tejón instaló su molinillo en la entrada de la casa, pero sin agua que la hiciera girar, la rueda no se movía, por más que la familia tejón la mirara intensamente, esperando una diversión que no llegaba.

Entre tanto la liebre, muy contenta, se comió casi todos los garbanzos, quedándose apenas con un puñado. Como sabía que sus amigos vendrían a verla muy enojados, se preparó para recibirlos, pegándose sobre la panza los garbanzos que habían quedado.

¡Justo a tiempo! Allí estaban, furiosos, el tejón, el mono y la nutria. Pero la liebre ni siquiera los dejó hablar. Sus gemidos eran patéticos.

–¡Ay ay ay aaaaayyyyy! –gritaba desesperada, revolcándose en el pasto–. ¿Por qué habré comido esos malditos garbanzos? Me hicieron tan mal que me voy a morir... Estoy destrozada... ¡Miren, miren cómo me están asomando sobre la panza!

Y los asustados amigos vieron cómo se asomaban los garbanzos entre los pelos de la piel de la liebre. Seguramente le habían reventado las tripas, porque ahora parecían salir de adentro del cuerpo de la pobre liebre moribunda.

–¡Nunca tendríamos que haber robado esa canasta! –dijo el tejón.

–No nos trajo más que problemas y desgracias –se lamentó el mono.

–¡Terribles desgracias! –dijo la liebre, que gemía por fuera mientras se reía por dentro. Y se metió en su madriguera, despidiéndose de sus amigos como si fuera para siempre.

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