Los guerreros más valientes - Cuento sioux

 Unktomi-Araña viajaba todo el tiempo, no era alguien que pudiera quedarse quieto en un lugar. Caminaba por las praderas, las montañas y remontaba el curso de los ríos recorriendo todo el territorio sioux.

Cierta vez, en uno de sus viajes, encontró un lago donde nadaba una gran bandada de patos. Unktomi estaba muy hambriento. (Araña siempre tiene hambre, pero a veces tiene más.) Nada más delicioso que un asado de pato. Pero ¿cómo atraparlos? El hombre-araña no necesitaba usar armas, para eso tenía sus trucos, con los que podía engañar a cualquiera.

Era costumbre entre los sioux que, cuando una mujer moría, su esposo tenía que pintarse el cuerpo con arcilla blanca y cortarse el pelo, como forma de llevar luto. Eso fue exactamente lo que hizo Unktomi. Y se puso a caminar por la orilla del lago, gritando y llorando con desesperación.

Los patos, sin embargo, lo reconocieron aun con su disfraz. Cuando se acercaba a la orilla del lago, se escapaban nadando a toda velocidad y les avisaban a los demás.

–Cuidado, amigos, no se dejen engañar. ¡Ése es Unktomi y seguro que va a tratar de atraparnos con alguno de sus trucos!

Pero Araña no parecía en absoluto interesado en ellos. Como si estuviera demasiado concentrado en su dolor para pensar en ninguna otra cosa, seguía gimiendo y tirándose del corto pelo mientras daba vueltas al lago. Después de un tiempo bastante largo, la curiosidad de los patos le fue ganando al miedo, hasta que al fin uno de ellos se acercó a la orilla y le preguntó qué le pasaba.

–¿Qué pasó, Unktomi? ¿Acaso la mujer-araña no existe más?

–Ay, hermano pato, no es posible imaginar una desgracia más grande. No es sólo eso. Una partida de guerra entró en el campamento. Mataron a mi mujer y también a mis pequeños hijos. Un hecho tan terrible no puede quedar sin venganza. ¡Debemos lanzar una expedición de guerra contra el enemigo!

Unktomi había dicho “debemos”. ¡Eso quería decir que los estaba incluyendo a ellos! Nunca antes los patos habían tenido la oportunidad de luchar junto a un guerrero sioux. Se sintieron orgullosos y halagados. Los estaban considerando dignos de avanzar por el sendero de la guerra. Era un grandísimo honor.

–Pero no cualquiera puede participar en una expedición –les dijo Araña, tejiendo su tela–. El enemigo es fuerte y hábil. Sólo podrán venir conmigo los que sean realmente valientes. Los demás, sólo nos causarán problemas.

Por supuesto, todos los patos querían ir.

–¿Y cómo elegirás a los más valientes? ¿En qué se diferencian de los otros? –preguntó uno de los patos.

–Eso es fácil –dijo Unktomi–. Los más valientes, por supuesto, son los que más sacan pecho. Tendrán que ponerse en fila y yo los palparé uno por uno para que no nos confundan las plumas. Elegiré a los mejores.

Los patos no lo dudaron ni un segundo. Se pusieron todos en fila, deseando tener el gran honor de ser los elegidos, y dejaron que Unktomi los levantara. Cada vez que encontraba un pato bien gordo y pesado, de buena pechuga, lo ponía aparte.

–¡Aquí tenemos un valiente! –decía–. ¡Con guerreros así, haremos temblar a nuestros enemigos!

Y el pato, lleno de orgullo, se ponía en la fila de los elegidos, mientras los demás lo miraban envidiosos.

Cuando terminó de seleccionar a los más gordos y apetitosos, Unktomi les dijo a los demás que se fueran. Mirando hacia abajo, profundamente avergonzados por ser considerados cobardes, los patos flacos se volvieron al centro del lago.

Entonces Araña se dirigió a sus nuevos compañeros.

–Como todos saben, antes de partir por el sendero de la guerra, debemos danzar para conseguir el favor de los dioses. Es muy importante que mantengan los ojos cerrados mientras dure la Danza de la Guerra, porque el que abra los ojos antes de tiempo, caerá muerto ante el enemigo. Nos pondremos todos en círculo, yo cantaré y comenzará la danza.

Y así, mientras los valientes guerreros bailaban con los ojos cerrados, Unktomi les fue retorciendo el pescuezo uno por uno y se preparó un delicioso asado de pato.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic