John, el esclavo - Cuento estadounidense

 Se llamaba John, un nombre tan común que era casi como no tener nombre. Quién sabe cómo se habría llamado si sus padres hubieran podido elegir, si hubieran vivido en libertad, allá en la lejana África, de la que ya casi no tenían recuerdos. Pero sus padres eran esclavos negros en América y no podían decidir ni siquiera el nombre de sus hijos.

John era esclavo por fuera pero por dentro se sentía tanto o más libre que cualquiera. Con su gran inteligencia y su sentido del humor, desafiaba todos los días al amo y a sus capataces, haciendo reír a sus compañeros de esclavitud, que sin embargo temían constantemente por su vida.

Harto de caer en sus trampas, el amo decidió que era hora de terminar con ese esclavo burlón, que lo hacía perder prestigio ante sus empleados y ante el resto de los cultivadores de algodón de la zona. Las bromas de John se comentaban incluso en los bailes de gala, y a su dueño, que era bastante tonto, le parecía que las damas sureñas se reían de él detrás de sus abanicos. Ya que ningún castigo lograba contener su ingenio, tenía que librarse de John. Lo odiaba tanto que venderlo no era suficiente. Aun en esa época y en ese lugar, no estaba bien visto que un amo matara a un esclavo sin una buena razón. Él mismo se encargaría de encontrar esa buena razón.

–Tengo que salir de viaje –le dijo un día el amo a John–. Por ser el más inteligente de mis esclavos, quiero confiarte el cuidado de la casa. Aquí están las llaves de las habitaciones y la despensa. Por tres días te quedarás a cargo de todo. Sé que lo harás bien.

¡Y muy bien que lo hizo John! Tal cual el amo lo había previsto. Apenas se alejó el carruaje que lo transportaba, se corrió la voz entre los esclavos de que se preparaba en la casa una gran fiesta. Temerosos al principio, se fueron acercando poco a poco sin poder creer lo que veían. Por supuesto, lo primero que hizo John fue matar al cerdo más gordo, ese que el patrón estaba cebando para Navidad. El delicioso olor del asado fue derritiendo todos los temores.

En la puerta de la casa del amo los esperaba John, vestido con la ropa más elegante que había encontrado en los armarios. Los últimos restos de miedo desaparecieron, ahogados en el whisky que los esclavos sacaban de la bodega. Se tocaba el violín, la armónica, los tamboriles, mientras los hombres y las mujeres bailaban una danza frenética, una mezcla de los lejanos recuerdos africanos con una torpe imitación de los bailes de los señores blancos. Y sin embargo, con qué gracia se movían, con qué libertad bailaban los esclavos.

Por cierto, el viaje del amo no era más que una trampa. Esa misma noche volvió a la casa, acompañado por un grupo de hombres armados. Necesitaba ayuda y necesitaba testigos. Al llegar se encontraron con el espectáculo de los esclavos borrachos tirados sobre los muebles de la casa mientras John dirigía el baile vestido con la ropa de su amo.

–¡Maldito seas, John! –gritó, fingiendo más furia de la que en realidad sentía–. ¡Así respondes a mi confianza! El castigo del látigo no es suficiente esta vez. ¡Ahora mismo serás colgado hasta morir!

–A-amo, m-m-mi amo –dijo John, fingiendo un miedo que no sentía–, sólo le pido un último deseo antes de morir. Por favor, déjeme despedirme para siempre de mis amigos.

–Pero que sea rápido –dijo su dueño, que estaba de buen humor viendo que por una vez era John el que había caído en su trampa. Por fin conseguía demostrar quién de los dos era más inteligente.

John se acercó a sus dos amigos más confiables y en un instante les susurró su plan. Fingiendo llorar, los dos amigos se alejaron, como si no se sintieran capaces de soportar el espectáculo de su muerte. En realidad, fueron precisamente hacia cierto árbol. Y se treparon silenciosamente a sus ramas más altas.

El amo, secundado por el grupo de blancos armados, llevó a John a los empujones hasta el lugar más temido de toda la plantación: el Árbol de los Ahorcados. La marcha fue lenta, porque el pobre hombre se resistía. Por un momento pareció que el miedo le hacía flaquear las rodillas y tuvieron que arrastrarlo. Por fin llegaron hasta el árbol maldito. El amo hizo preparar la soga con el nudo corredizo y atarla a una rama que crecía inclinada y fuerte. John cayó de rodillas.

–John –dijo el amo, que era muy religioso–, encomienda tu alma a Dios, porque es la última oportunidad que tendrás sobre esta tierra –y le pasó el lazo de la soga por el cuello.

John juntó las manos y empezó a rogar al Señor con su voz ronca, alta y poderosa, que se podía escuchar a buena distancia.

–Dios mío, éste es mi fin –rogó–. Prométeme que vas a cumplir tu palabra. Si es verdad que apenas yo muera vas enviar tu rayo para destruir al amo, por favor, envíame algún signo, una señal para que pueda morir tranquilo.

–¿Qué tonterías estás hablando? –dijo el amo, un poco intranquilo.

–¡Y que esa señal sea tu relámpago!

Ésas eran las palabras que estaban esperando los dos amigos de John, que se habían adelantado a la comitiva, habían trepado al árbol y estaban escondidos entre sus ramas con pólvora que habían tomado de la armería. Con una breve y violenta explosión, la pólvora que habían desparramado sobre una de las ramas más altas se encendió de golpe y volvió a apagarse. En la oscuridad, el efecto fue pavoroso.

El amo agarró a John del cuello.

–John, ya basta de rezos, tu tiempo ha terminado.

Pero John, por supuesto, siguió, con más entusiasmo que nunca.

–Oh, Dios mío, ésta es mi última noche y estoy a las puertas de la muerte. Si es cierto que vas a quemar al amo con tu fuego en este mundo y por toda la eternidad, ¡dame otra prueba!

Y otra vez el relámpago del Señor se encendió sobre la copa del árbol, con un estallido de luz que hizo vibrar la noche.

–¡No! –gritó el amo–. ¡Tonto John, fue una broma, por supuesto! Todo lo que quería era darte un buen susto y bien que te lo merecías. Nunca pensé en ahorcarte de verdad.

–Bueno... –dijo John, dudoso–. No sé... a mí me pareció que sí.

–¡Ja ja! Te lo creíste. ¡Qué ridículo! Sólo quería ver si eras lo bastante inteligente como para darte cuenta. Lo único que quiero es no verte nunca más por aquí. ¡Nunca más!

–¿Eso quiere decir que me puedo ir? ¿En libertad?

–Con tal de que te vayas bien lejos. Pero antes tienes que apartar de mí la ira del Señor, ya ves que no me la merezco.

–Dos condiciones que estoy dispuesto a cumplir ahora mismo, mi amo. Sólo te pido a cambio que me des lo suficiente como para comprar un pedacito de tierra, para no morirme de hambre. Y te recordaré con gratitud en todas mi oraciones.

Como muchos blancos, el amo no sólo era religioso sino que temía los poderes de brujería de los negros. Ahora ya contaba con una buena prueba de la fuerza asombrosa que tenían las oraciones de este miserable esclavo. El precio le pareció poco con tal de librarse de él.

Y así fue como John, el esclavo, consiguió su libertad y su campito para cultivar. Y vivió tranquilo y feliz el resto de sus días, siempre ayudando a sus hermanos y luchando por sacarlos de la esclavitud.

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