Las doce princesas bailarinas

I
Hace mucho tiempo, en el poblado de Montignies-sur-Roc, vivía un pequeño vaquero que no tenía padre ni madre. Su nombre verdadero era Michael, pero todos le llamaban “El cazador de estrellas”, porque cuando dirigía sus vacas hacia los valles para pastar, se seguía de largo con la cabeza hacia arriba, mirando boquiabierto a la nada.
Como tenía piel blanca, ojos azules y unos rizos que adornaban su cabeza, las muchachas de la aldea solían gritarle al pasar: “Y bien, cazador de estrellas, ¿qué haces?”, y Michael les respondía: “Nada”, y continuaba su camino sin siquiera volverse a mirarlas.
La verdad es que a él le parecía que eran bastante feas; tenían los cuellos quemados por el sol, las manos grandes y rojas, sus enaguas eran ásperas y usaban zapatos de madera.
Había escuchado que en algún lugar del mundo había chicas con cuellos blancos y manos pequeñas, que siempre estaban vestidas con las sedas y encajes más finos y eran conocidas como princesas; y mientras que sus compañeros, sentados alrededor del fuego mirando las llamas, sólo hablaban de las mismas ocurrencias de todos los días, él soñaba con tener la fortuna de casarse con una princesa.
II
Una mañana a mediados de agosto, justo al mediodía, cuando el sol pegaba con más fuerza, Michael cenó un trozo de pan duro y se fue a dormir bajo un roble; soñó que se le aparecía una hermosa dama, vestida con una túnica de tela de oro, que le decía: “Ve al castillo de Beloeil y allí te casarás con una princesa”.
Esa noche, el pequeño vaquero, quien se había quedado pensando mucho en el consejo que le había dado la dama del vestido de oro, les contó su sueño a los granjeros del pueblo. Pero, como era de esperarse, se rieron del cazador de estrellas.
Al día siguiente, a la misma hora, se fue a dormir bajo el mismo árbol. La dama se le apareció una segunda vez y le dijo: “Ve al castillo de Beloeil y te casarás con una princesa”.
Por la noche, Michael les contó a sus amigos que había tenido el mismo sueño otra vez, pero ellos por respuesta sólo se rieron más de él. “No importa”, pensó para sí, “si la dama se me aparece una tercera vez, haré lo que me dice”.
Al día siguiente, para el asombro de todo el pueblo, alrededor de las dos en punto de la tarde, se escuchó una voz que decía:
—¡Arre, arre, cómo va el ganado!
Era el pequeño vaquero que llevaba su rebaño de vuelta al establo.
El granjero, furioso, comenzó a regañarlo, pero él le respondió tranquilamente: “Me voy lejos de aquí”, hizo un atado con su ropa, les dijo adiós a sus amigos y se fue valientemente a buscar fortuna.
Hubo gran conmoción en todo el pueblo. La gente se agrupó en la cima del monte a reírse a carcajadas mientras veían al cazador de estrellas pasar gallardo por el valle con su atado de ropa que colgaba del extremo de una vara.
A decir verdad era una imagen capaz de hacer reír a cualquiera.
III
Era bien sabido en veinte millas a la redonda que en el castillo de Beloeil vivían doce princesas de gran belleza; eran tan orgullosas como hermosas y además eran tan sensibles y de un linaje real tan puro, que sentirían de inmediato si hubiera un guisante en sus camas, aun si lo pusieran debajo del colchón.
Corría el rumor de que llevaban una vida exactamente como se supone que deben llevar las princesas: dormían hasta bien entrada la mañana y no se levantaban de sus camas hasta el mediodía. Tenían doce camas en la misma habitación, pero ocurría algo extraordinario; aunque por las noches cerraban su puerta con tres candados, cada mañana sus zapatos de satín aparecían agujereados.
Cuando se les preguntaba qué habían hecho toda la noche, ellas siempre respondían que habían estado dormidas; y, de hecho, no se escuchaba ningún ruido en el cuarto, pero ¡ni modo que los zapatos se desgastaran solos!
Un día, el duque de Beloeil ordenó que tocaran las trompetas para convocar a la gente y anunció que quien lograra descubrir cómo era que sus hijas desgastaban sus zapatos, podría tomar a una de ellas por esposa.
Al escuchar lo que proclamó el duque, varios príncipes llegaron al castillo a probar suerte. Vigilaban toda la noche detrás de la puerta de las princesas, pero al amanecer ya no estaban ahí y nadie sabía qué había pasado con ellos.
IV
Al llegar al castillo, Michael se dirigió directamente al jardinero y le ofreció sus servicios. Habían enviado lejos al chico que ayudaba al jardinero y aunque el cazador de estrellas no se veía muy fuerte, el jardinero aceptó emplearlo porque pensó que su cara bonita y sus rizos de oro les agradarían a las princesas.
Lo primero que le dijeron fue que cuando las princesas se levantaran, él debía de obsequiarles un ramo de flores a cada una; Michael pensó que si eso era lo peor que tendría que hacer en su trabajo, seguro se la iba a pasar muy bien.
Se colocó detrás de la puerta de la habitación de las princesas con los doce ramos en una canasta. Les dio uno a cada una de las hermanas, quienes los tomaron sin dignarse siquiera a mirar al muchacho, excepto Lina, la menor, quien posó la mirada de sus grandes ojos negros, suaves como el terciopelo, sobre él y exclamó: ¡“Oh, qué guapo es nuestro nuevo jardinero”!
Las demás se echaron a reír y la mayor la regañó diciéndole que una princesa nunca debe rebajarse a mirar a un jardinero.
En ese momento Michael supo qué había pasado con los príncipes. Sin embargo, los hermosos ojos de la princesa Lina provocaron en él un fuerte deseo de querer probar su suerte.
Con todo, no se atrevió a dar el paso siguiente, temeroso de que sólo se burlarían de él o de que lo echarían del castillo debido a su imprudencia.
V
Sin embargo, el cazador de estrellas tuvo otro sueño. La dama del vestido dorado se le apareció una vez más sosteniendo en una mano dos distintos retoños: un laurel de cerezas y uno de rosas, y en la otra mano tenía un rastrillo dorado, una pequeña cubeta de oro y una toalla de seda, y le dijo:
—Planta estos laureles en dos grandes macetas, remueve la tierra con este rastrillo, riégalos con la cubeta y límpialos con la toalla. Cuando hayan crecido tan altos como una joven de quince años de edad, dile a cada uno de ellos lo siguiente:
“Hermoso laurel, he removido tu tierra con el rastrillo de oro, con la cubeta de oro te he regado, con la toalla de seda te he limpiado”. Después de decirles eso pídeles cualquier cosa que desees y los laureles te la concederán.
Michael le dio las gracias a la bella dama del vestido dorado y al despertar encontró los dos árboles de laurel a su lado, así que siguió cuidadosamente las órdenes que la dama le había dado.
Los árboles crecieron rápidamente y cuando alcanzaron la altura de una joven de quince años de edad, le dijo al laurel de cerezas: “Mi amado laurel, he removido tu tierra con el rastrillo de oro, con la cubeta de oro te he regado, con la toalla de seda te he limpiado. Enséñame cómo hacerme invisible”. Y apareció en ese instante una hermosa flor blanca en el laurel. Michael la tomó y se la puso en el ojal de la camisa.
VI
Aquella noche, cuando las princesas se fueron a dormir, él las siguió descalzo para no hacer ruido y se escondió detrás de una de las doce camas para no ocupar mucho espacio.
Las princesas abrieron de inmediato sus armarios y sus alhajeros. Sacaron los vestidos más hermosos y se los probaron frente a sus espejos. Luego dieron vueltas por la habitación para mirar cómo les quedaban.
Michael no podía ver nada desde su escondite, pero podía escuchar todo y así escuchó a las princesas reír y brincar de gusto. Por fin la mayor dijo: “Apúrense, hermanas, nuestras parejas estarán impacientes”. Una hora después, cuando el cazador de estrellas dejó de escuchar ruidos, echó un vistazo y vio a las doce princesas con sus vestidos espléndidos, con sus zapatos de satín y en las manos, los ramos de flores que él mismo les había dado.
—¿Están listas? —preguntó la hermana mayor.
—Sí —respondieron las otras once al unísono y tomaron sus lugares una por una detrás de ella.
Luego la princesa dio tres fuertes palmadas y se abrió una escotilla. Todas las princesas descendieron por una escalera secreta y Michael las siguió rápidamente. Mientras bajaba por la escalera detrás de la princesa Lina, accidentalmente pisó el borde de su vestido.
—Hay alguien detrás de mí —dijo la princesa—. Está sujetando mi vestido.
—Pequeña tonta —le dijo su hermana mayor—. Todo te da miedo; es sólo un clavo con el que tu vestido se atoró.
VII
Bajaron y bajaron y bajaron por la escalera hasta llegar a un pasaje con una puerta en uno de los extremos, la cual estaba cerrada solamente con un pestillo. La princesa mayor la abrió y de inmediato se encontraron en un pequeño bosque encantador, donde las hojas de los árboles brillaban bajo la luz de la luna por las gotas de plata con que estaban bañadas.
Después llegaron a otro bosque en el que las hojas tenían lentejuelas de oro y luego a otro más en el que las hojas de los árboles habían sido regadas con pequeños diamantes.
Por fin el cazador de estrellas vio un enorme lago a cuya orilla estaban doce botes techados en los que sendos príncipes, remos en mano, esperaban a las princesas.
Cada princesa abordó uno de los botes y Michael se escurrió en el que llevaría a la menor de ellas. Los botes se deslizaban rápidamente, pero el de Lina se mantenía un poco retrasado con respecto a los demás por llevar peso extra.
“Nunca nos habíamos desplazado tan lento como ahora”, exclamó la princesa, “¿cuál será el motivo?”
—No lo sé —respondió el príncipe—. Le aseguro que estoy remando lo más rápido que puedo.
El joven jardinero vio un maravilloso castillo, espléndidamente iluminado, de donde provenía una música de violines, timbales y trompetas del otro lado del lago.
Poco después atracaron y todos descendieron de los botes de un brinco; y los príncipes, después de haber atado sus barcas, aguardaron a que las princesas los tomaran del brazo y las llevaron al castillo.
VIII
Michael las siguió y entró al salón de baile junto con la comitiva. Por todos lados había espejos, luces, flores y finas telas que adornaban las paredes.
El cazador de estrellas estaba muy sorprendido por la magnificencia del lugar.
Se colocó en una esquina para admirar desde ahí la gracia y la belleza de las princesas. Su encanto abarcaba varios tipos. Algunas eran rubias, otras eran morenas; algunas tenían el cabello castaño o rizos más oscuros y otras tenían bucles dorados. Nunca se vio reunidas a tantas princesas maravillosas, pero la que el joven jardinero creía que era la más hermosa y fascinante era la pequeña princesa de los ojos de terciopelo.
¡Con qué gracia bailaba! Recargada en el hombro de su compañero, bailaba como un torbellino. Sus mejillas enrojecían, los ojos le brillaban y a todas luces se veía que lo que más le gustaba era bailar.
El pobre muchacho envidiaba a esos apuestos jóvenes con quienes ellas bailaban con tanto encanto, pero no sabía cuán poco reales eran sus motivos para estar celoso de ellos.
Los jóvenes eran realmente los príncipes que habían tratado de robar el secreto de las princesas, pero ellas les habían dado a beber un filtro, el cual les congelaba el corazón y no les dejaba nada excepto el amor por el baile.
IX
Bailaron hasta que les salieron hoyos a los zapatos de las princesas. Cuando el gallo cantó por tercera vez, los violines pararon y unos niños sirvieron una cena deliciosa que consistía en flores naranjas azucaradas, pétalos de rosa cristalizados, violetas granuladas, panecillos, obleas y otros platillos que son, como todos saben, la comida preferida de las princesas.
Después de la cena, todos los bailarines volvieron a sus botes y esta vez el cazador de estrellas se subió al de la princesa mayor. De nuevo cruzaron el bosque con las hojas de los árboles salpicadas de diamantes, el otro con las hojas rociadas de oro y el bosque en cuyos árboles brillaban las gotas de plata. Como una prueba de lo que había visto, el muchacho quebró una pequeña rama de un árbol del último bosque. Lina se volvió al escuchar el ruido de la rama al romperse.
—¿Qué fue ese ruido? —preguntó.
—Nada —respondió la hermana mayor— fue tan sólo el canto de las lechuzas en una de las torres del castillo.
Mientras hablaba, Michael se las arregló para pasarse hacia el frente y tras subir corriendo la escalera llegó al cuarto de las princesas antes que ellas. Abrió la ventana, descendió por la enredadera que cubría el muro y se encontró en el jardín justo cuando el sol comenzaba a salir y era el momento en que debía ponerse a trabajar.
X
Ese día, mientras arreglaba los ramos de flores, Michael escondió la rama con las gotas de plata en el ramillete destinado a la princesa más joven.
Cuando Lina lo encontró quedó muy sorprendida. Sin embargo, no les dijo nada a sus hermanas, pero al encontrarse con el muchacho por accidente, mientras caminaba bajo las sombras de los olmos, se detuvo como para decirle algo; luego, cambiando de opinión se siguió de largo.
Esa misma noche, las doce hermanas volvieron al baile y el cazador de estrellas volvió a seguirlas y cruzó el lago a bordo del bote de Lina. Esta vez fue el príncipe quien se quejó de que el bote parecía muy pesado.
—Es el calor —respondió la princesa—. Yo también he tenido mucho calor.
Durante el baile buscaba por todas partes al jardinero, pero nunca lo encontraba.
Mientras regresaban, Michael tomó una rama del bosque cuyos árboles estaban salpicados con oro y esta vez fue la princesa mayor quien escuchó el ruido que el muchacho hizo al romperla.
—No es nada —dijo Lina— tan sólo el canto de las lechuzas en una de las torres del castillo.
XI
Al despertar encontró la rama salpicada de oro en su ramillete de flores. Cuando las hermanas bajaron de su habitación, ella se quedó un poco rezagada y le dijo al vaquero: “¿De dónde salió esta rama?”
—Su Real Majestad lo sabe muy bien —respondió Michael.
—Así que nos has seguido.
—Sí, princesa.
—¿Cómo lo lograste? Nunca te vimos.
—Me escondí muy bien —dijo el cazador de estrellas en voz baja.
La princesa se quedó callada un momento y luego dijo:
—Veo que conoces nuestro secreto: guárdalo. Aquí tienes una recompensa por tu discreción —le dijo y le arrojó al muchacho una pequeña bolsa de oro.
—Yo no vendo mi silencio —dijo Michael y se retiró sin tomar la bolsa.
Por tres noches, Lina no vio ni escuchó nada extraordinario; en la cuarta escuchó un crujido entre las hojas de los árboles espolvoreados de diamantes. Ese día encontró una rama de esos árboles en su ramillete de flores.
Llamó al cazador de estrellas y le dijo con dureza:
—¿Sabes cuál es el precio que mi padre está dispuesto a pagar por nuestro secreto?
—Lo sé, princesa —dijo Michael.
—¿Y no le vas a contar?
—Esa no es mi intención.
—¿Tienes miedo?
—No, princesa.
—Entonces, ¿qué te hace tan discreto?
Pero Michael permaneció en silencio.
XII
Las hermanas de Lina la habían visto conversar con el jardinero y se burlaron de ella por hacerlo.
—¿Por qué no te casas con él? —preguntó la hermana mayor— tú también serías una jardinera; es un trabajo encantador. Podrías vivir en una cabaña en las afueras del parque y ayudar a tu marido a extraer agua del pozo, y cuando te levantes por la mañana podrías traernos nuestros ramos de flores.
La princesa Lina estaba muy enojada y cuando el cazador de estrellas le ofreció sus flores, las recibió con desdén.
Michael se portó de lo más respetuoso. Nunca le alzó la mirada, pero casi todo el día ella lo sintió a su lado sin verlo siquiera.
Un día se decidió a decirle todo a su hermana mayor.
—¡Qué! ¿Este granuja conoce nuestro secreto y no me habías dicho nada? Debo deshacerme de él cuanto antes.
—¿Pero cómo?
—Pues haciendo que lo lleven a la torre y lo encierren en el calabozo.
Esta era la manera en que antiguamente las hermosas princesas se deshacían de la gente que sabía demasiado.
Pero lo más sorprendente fue que a la hermana menor no le agradó mucho la idea de cerrar la boca del joven jardinero de ese modo, ya que después de todo, él no le había dicho nada a su padre.
XIII
Se acordó que el asunto fuera compartido a las otras diez hermanas. Todas estaban del lado de la mayor. Entonces la menor les dijo que si le ponían un dedo encima al jardinero, ella misma iría y le contaría a su padre el secreto de los agujeros en sus zapatos.
Al final decidieron que deberían poner a prueba a Michael; que lo llevarían al baile y al final de la cena le darían a beber el filtro que lo hechizaría como a los otros.
Mandaron llamar al cazador de estrellas y le preguntaron cómo se las había arreglado para conocer su secreto, pero él permaneció en silencio.
Luego, la hermana mayor le dio la orden que todas habían acordado y él se limitó a responder:
—Así lo haré.
En realidad él había estado presente, invisible, en el concilio de las princesas y había escuchado todo, y había decidido beber el filtro y sacrificarse por la felicidad de su amada.
Sin embargo, no quería dejar a una de las bailarinas sin pareja junto a las demás, así que se dirigió de inmediato hacia los laureles y dijo:
—Mi amado laurel de rosas, con el rastrillo de oro he removido tu tierra, con la cubeta de oro te he regado, con la toalla de seda te he limpiado. Vísteme como a un príncipe.
Una hermosa flor color rosa apareció. Michael la tomó y en un instante se vio vestido de terciopelo negro, tan negro como los ojos de la pequeña princesa, con una boina y un tocado de diamantes que combinaban muy bien y un botón de rosa de laurel en el ojal.
Así vestido, se presentó esa noche ante el duque de Beloeil y obtuvo permiso para intentar descubrir el secreto de sus hijas. Se veía tan distinguido que difícilmente alguien habría sabido quién era.
XIV
Las doce princesas subieron a su habitación para acostarse.
Michael las siguió y esperó detrás de la puerta abierta hasta que le dieron la señal para partir.
Esta vez no cruzó a bordo del bote de Lina. Le ofreció el brazo a la hermana mayor, bailó con cada una de las princesas y lo hizo con tanta gracia que todas estaban fascinadas con él. Así llegó el momento en que bailara con la pequeña princesa. A ella le pareció el mejor compañero de baile del mundo, pero él no se atrevió a dirigirle una sola palabra.
Cuando la llevaba de regreso a su lugar, ella le dijo en un tono burlón:
—Aquí estás, en la cima de tus mayores deseos: eres tratado como a un príncipe.
—No tenga temor, princesa, usted nunca será la esposa de un jardinero.
La pequeña princesa lo miró con temor, pero él no se detuvo a esperar una respuesta.
Después de tanto baile las zapatillas de satín de las princesas quedaron desgastadas, los violines pararon y los niños encargados pusieron la mesa. Michael estaba sentado junto a la hermana mayor y frente a la menor.
Le dieron platillos exquisitos para cenar y vinos delicados para beber; y para que volviera la cabeza un poco más, de un lado y otro le arrojaban cumplidos y frases halagadoras.
Pero él tuvo mucho cuidado de no embriagarse ni del vino ni de los cumplidos.
XV
Por fin la hermana mayor hizo una señal y uno de los pajes le llevó una enorme copa de oro.
—El castillo encantado ya no tiene secretos para ti —le dijo al cazador de estrellas—. Brindemos por tu triunfo.
Miró por un momento a la pequeña princesa y alzó la copa sin titubear.
—¡No bebas! —gritó de pronto la princesa— Preferiría casarme con un jardinero —dijo y se echó a llorar.
Michael arrojó detrás de sí el contenido de la copa, brincó encima de la mesa y cayó a los pies de Lina. Los otros príncipes se arrojaron del mismo modo a los pies de las princesas, cada una de las cuales escogió a un esposo y lo incorporó a su lado. El hechizo se había roto.
Las doce parejas se embarcaron en unos botes que tuvieron que cruzar varias veces para poder transportar a todos los príncipes. Luego pasaron todos por los tres bosques y una vez que hubieron pasado la puerta del pasadizo secreto se escuchó un gran ruido, como si el castillo encantado se estuviera derrumbando.
Se dirigieron a la habitación del duque de Beloeil, quien se acababa de despertar. Michael sostenía la copa dorada en la mano y reveló el secreto de los agujeros en los zapatos.
—Entonces escoge a la que quieras —le dijo el duque.
—Ya he escogido —respondió el jardinero y le tendió la mano a la joven princesa, quien se sonrojó y bajó la mirada.
XVI
La princesa Lina no se convirtió en la esposa de un jardinero; al contrario, fue el cazador de estrellas quien se hizo príncipe.
Pero antes de la ceremonia de matrimonio, la princesa le insistió en que le dijera cómo fue que descubrió su secreto.
Así que le mostró los laureles que le habían ayudado y ella, como una chica prudente, creyendo que le habían dado mucha ventaja a él sobre su esposa, los cortó de raíz y los arrojó al fuego. Y por eso las muchachas del campo cantan por ahí: “Ya no iremos al bosque, pues han cortado los laureles” y en verano bailan bajo la luz de la luna.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic