La huella del Diablo - Kathy Reichs
Mi siguiente sensación consciente también fue de oscuridad; oscuridad y dolor. Me incorporé lentamente, incapaz de distinguir ninguna forma en aquella boca de lobo. Una intensa punzada de dolor me atravesó la cabeza y pensé que vomitaría. El dolor se acentuó cuando levanté las rodillas y coloqué la cabeza entre ellas.
Un momento después, la sensación de náusea desapareció. Traté de escuchar algo. No oía nada, excepto los latidos de mi corazón. Miré mis manos, pero estaban perdidas en la oscuridad. Respiré profundamente. Olía a madera putrefacta y tierra mojada. Extendí ambos brazos con cuidado.
Estaba sentada sobre un suelo lleno de suciedad. Detrás de mí y a ambos lados había una pared de piedras ásperas y redondeadas. Un metro ochenta por encima de mi cabeza mi mano se topó con una superficie de madera.
La respiración se convirtió en una rápida sucesión de breves jadeos mientras luchaba contra el pánico.
¡Estaba atrapada! ¡Tenía que salir de allí!
«¡Noooooooo!»
El grito estaba dentro de mi cabeza. No había perdido totalmente el control de la situación.
Cerré los ojos con fuerza y traté de controlar la hiperventilación. Comencé a dar palmadas para concentrarme en una cosa a la vez.
«Inspira. Exhala. Adentro. Afuera.»
El pánico comenzó a remitir lentamente. Me apoyé sobre las rodillas y extendí una mano delante de mí. Nada. El intenso dolor que sentía en la rodilla izquierda me hizo saltar las lágrimas, pero comencé a arrastrarme hacia el negro vacío. Medio metro. Un metro. Dos metros.
A medida que avanzaba sin encontrar ningún obstáculo, el terror fue desapareciendo. Un túnel era mucho mejor que una jaula de piedra.
Me senté con la espalda apoyada en la pared y traté de conectarme con alguna parte activa de mi cerebro. No tenía ni idea de dónde me encontraba, cuánto tiempo llevaba en ese lugar o cómo había llegado hasta allí.
Comencé la reconstrucción.
Harry. La cabaña. El coche.
¡Ryan! ¡Dios! ¡Dios mío! ¡Oh, Dios!
«¡Por favor, no! ¡Por favor, por favor, Ryan no!»
Mi estómago volvió a revolverse y un regusto amargo ascendió hasta la boca. Tragué.
¿Quién le había disparado a Ryan? ¿Quién me había traído hasta ahí? ¿Dónde estaba Harry?
Me latía la cabeza y el frío comenzaba a agarrotarme el cuerpo. No era una buena señal. Tenía que hacer algo. Respiré profundamente y me arrodillé nuevamente.
Con movimientos vacilantes y temerosos, comencé a avanzar lentamente por el túnel. Había perdido los guantes y la tierra helada me entumecía las manos y acentuaba el dolor de mi rótula herida. El dolor me ayudó a mantener la concentración hasta que toqué el pie.
Mientras retrocedía me di un golpe en la cabeza con algo de madera y el comienzo de un grito se heló en mi garganta.
«Maldita sea, Brennan, contrólate. Eres una profesional que ha estado en centenares de escenas de un crimen y no una espectadora histérica.»
Permanecí agazapada, todavía paralizada por el terror. No era del espacio, que parecía una sepultura, sino de la cosa con la que lo estaba compartiendo de donde provenía el miedo. Generaciones enteras nacieron y murieron mientras yo esperaba un signo de vida. Nada hablaba, nada se movía. Respiré profundamente y luego extendí la mano y volví a tocar el pie.
Llevaba una bota de cuero, pequeña, con cordones como las mías. Encontré a su compañera y seguí las piernas hacia arriba. El cuerpo yacía de costado. Con mucho cuidado, lo hice girar y continué mi exploración: dobladillo, botones, bufanda. Sentí un nudo en la garganta cuando las puntas de mis dedos reconocieron aquella vestimenta. Antes de llegar al rostro, ya lo sabía.
¡Pero no podía ser! ¡Aquello no tenía ningún sentido!
Retiré la bufanda y toqué el pelo. Sí. Era Daisy Jeannotte.
¡Dios mío! ¿Qué estaba pasando?
«¡Sigue moviéndote!», me ordenó una porción del cerebro.
Me arrastré como lo hacen los bebés, sobre una mano y una rodilla, desplazando la palma de la otra mano sobre la pared. Mis dedos tocaban telarañas y otras cosas que no quería considerar en absoluto. Los desperdicios caían a tierra mientras avanzaba penosamente a lo largo de aquel túnel.
Unos metros más adelante, la oscuridad se aclaró de un modo casi imperceptible. Mi mano chocó con algo y lo seguí. Barandas de madera. Cuando alcé la vista pude ver un débil rectángulo de luz ambarina y una escalera.
Comencé a subir los peldaños, tratando de oír algún sonido. Tres peldaños me acercaron al techo. Mis manos identificaron los bordes de una trampilla, pero cuando empujé hacia arriba no se movió.
Apoyé la oreja contra la madera y los ladridos de unos perros provocaron una inundación de adrenalina en todo mi cuerpo. El sonido parecía llegar desde lejos, pero no había duda de que los animales estaban excitados. Una voz les ordenó que se callasen; luego vino el silencio, y después los ladridos comenzaron de nuevo.
Directamente encima de mi cabeza no había sonidos de movimiento, ninguna voz.
Hice presión con el hombro, y la madera cedió ligeramente, pero no se abrió. Cuando examiné las rayas de luz pude ver una sombra hacia la derecha. Traté de tocarla con las puntas de los dedos, pero la abertura era demasiado estrecha. Frustrada, metí los dedos un poco más arriba y los deslicé a lo largo de la abertura. Las astillas de madera se clavaron en la carne y me rompieron las uñas, pero no pude alcanzar el punto de sujeción de la trampilla. La abertura alrededor de los bordes no era lo bastante ancha.
«¡Mierda!»
Pensé en mi hermana, y en los perros, y en Jennifer Cannon. Pensé en mí, y en los perros, y en Jennifer Cannon. Tenía los dedos tan fríos que ya no los sentía. Metí las manos en los bolsillos. Mi mano derecha tocó algo duro y plano. Confundida, extraje el objeto del bolsillo y lo acerqué a la débil luz de la ranura de la trampilla.
Era la hoja del escarbador que había roto al quitar el hielo de la señal. «¡Por favor!»
Con una silenciosa plegaria, metí la hoja y comprobé que encajaba. Temblando, la llevé hacia el punto que sujetaba la trampilla. El ruido que hacía la hoja parecía lo bastante estridente como para ser oído desde varios kilómetros a la redonda.
Me quedé inmóvil y escuché. No se producía ningún movimiento encima de mi cabeza. Casi sin respirar, continué moviendo la hoja del escarbador. A pocos centímetros de lo que esperaba que fuese un pestillo, la hoja topó con algo, se me escapó de la mano y cayó-hacia la oscuridad. «¡Mierda! ¡Mierda! ¡Hijo de puta!»
Bajé los escalones apoyada en las manos y las nalgas, y me quedé sentada en el suelo. Maldiciendo mi torpeza, comencé una búsqueda en miniatura a través de la tierra húmeda. Un momento después, mis dedos encontraron finalmente la hoja del escarbador.
Volví a subir la pequeña escalera. Los movimientos me ocasionaban un dolor lacerante arriba y abajo de la pierna herida. Con ambas manos, volví a insertar la hoja e hice presión contra el pestillo. Nada. Retiré la hoja y volví a deslizaría a lo largo de la estrecha ranura.
Algo cedió. Me quedé inmóvil, escuchando. Sólo me llegó el silencio. Hice fuerza con el hombro y la trampilla se abrió. Cogiendo la pequeña puerta con ambas manos por sus bordes, la levanté y luego la deposité con cuidado sobre el suelo. Con el corazón latiendo a toda pastilla, asomé la cabeza y eché un vistazo a mi alrededor.
La habitación estaba iluminada por una sola lámpara de aceite. Me encontraba en una especie de despensa. Tres de las paredes aparecían cubiertas de estantes y en algunos se veían botes y cajas. Delante de mí, a la derecha y a la izquierda, había pilas de cajas de cartón en los rincones. Cuando miré hacia atrás, sentí un escalofrío infinitamente mayor que el provocado por las bajas temperaturas.
Junto a la pared había docenas de bombonas de propano que brillaban bajo la tenue luz de la lámpara. Una imagen cruzó mi mente; se trataba de una fotografía de la época de la guerra que mostraba armamento almacenado en filas perfectamente ordenadas. Con manos temblorosas, me agaché hasta quedar sentada en el último escalón.
¿Qué podía hacer para detenerlos?
Miré hacia abajo de la escalera. Un cuadrado de luz amarillenta se filtraba hasta el suelo del sótano e iluminaba el rostro de Daisy Jeannotte. Contemplé sus facciones frías e inmóviles.
—¿Quién eres? —susurré—. Pensé que éste era tu espectáculo.
Silencio total.
Respiré un par de veces hasta llenar los pulmones y entré en la despensa. La sensación de alivio por haber escapado del túnel se combinaba con el temor de lo que encontraría a continuación.
La despensa se abría a una cocina cavernosa. Me acerqué renqueando hasta una puerta que había en el otro extremo. Apoyé la espalda contra la pared y traté de escuchar algún sonido. Oía el crujir de la madera, el siseo del viento y el hielo, el ruido de las ramas heladas.
Conteniendo el aliento, atravesé la puerta y entré en un corredor largo y oscuro.
Los sonidos de la tormenta se fueron apagando. Olía a polvo, madera quemada y alfombra vieja. Avancé con cuidado, apoyándome contra la pared para no perder el equilibrio. En esa parte de la casa, no se filtraba una gota de luz.
«¿Dónde estás, Harry?»
Llegué a otra puerta y me incliné sobre ella. Nada. La rodilla herida temblaba y me pregunté cuánto más podría avanzar. Entonces oí unas voces apagadas.
«¡Escóndete!», gritaron todas mis neuronas al unísono.
El pomo de la puerta comenzó a girar y me deslicé hacia la oscuridad.
En la habitación había un olor dulce y desagradable, como a flores que se han dejado marchitar en un florero. De pronto, se me erizaron los pelos de los brazos y la nuca. ¿Había sido eso un movimiento? Nuevamente, contuve la respiración y clasifiqué los sonidos.
¡Algo estaba respirando!
Tenía la boca completamente seca. Hice un esfuerzo por tragar y traté de percibir el más leve movimiento. Excepto por el ritmo regular de la respiración, la habitación estaba vacía de cualquier otro sonido. Comencé a avanzar Ientamente hasta que los objetos surgieron de la oscuridad. Vi una cama, una forma humana y una mesilla de noche con un vaso de agua y un frasco con píldoras.
Dos pasos más y vi una cabellera rubia sobre un edredón de retazos.
¿Era posible? ¿Era posible que mis plegarias recibieran una respuesta tan rápida?
Me acerqué vacilante e hice girar la cabeza para dejar el rostro al descubierto.
—¡Harry!
Dios, sí. Era Harry.
Su cabeza volvió a moverse y dejó escapar un débil gemido.
Extendí la mano para coger el frasco con las píldoras cuando un brazo me cogió por detrás. Me rodeó la garganta, aplastando la tráquea y cortando el suministro de aire a los pulmones. Una mano me cubrió la boca con fuerza.
Mis piernas se agitaron y clavé las uñas en la mano que me sujetaba para liberarme del abrazo. De alguna manera, conseguí aferrar la muñeca y apartar la mano de mi rostro. Antes de que volviese a presionarme la boca, alcancé a ver el anillo: un rectángulo negro, con una cruz egipcia tallada y el borde crenulado. Mientras agitaba las piernas y arañaba el brazo y la mano que me sujetaban, recordé una herida en una piel blanca y suave. Sabía que estaba en poder de alguien que no vacilaría en acabar con mi vida.
Intenté gritar, pero el asesino de Malachy me tenía cogida de modo que oprimía mi garganta y cubría completamente mi boca. Luego me sacudió la cabeza con violencia y la presionó contra un pecho huesudo. En la mortecina oscuridad, alcancé a vislumbrar un ojo pálido, una raya de pelo blanco. Pasaron años luz mientras luchaba por aspirar un poco de aire. Los pulmones eran dos bolas de fuego, el pulso había enloquecido y perdía el conocimiento por momentos.
Oía voces, pero el mundo se alejaba cada vez más. El dolor de la rodilla remitió a medida que el aturdimiento se apoderaba de mi conciencia. Sentí que me arrastraban. Mi hombro golpeó contra algo. El suelo era blando y después fue duro otra vez. Pasamos a través de otra puerta. El brazo era una prensa alrededor de mi cuello. Unas manos me cogieron los brazos y
algo áspero se deslizó alrededor de mis muñecas. Mis brazos salieron disparados hacia arriba, pero la presión sobre la cabeza y la garganta desapareció y pude respirar. Oí un gemido que salía de mi propia boca cuando los pulmones recibieron su preciosa carga de aire.
Cuando pude restablecer el contacto con mi cuerpo, el dolor volvió a aparecer con toda su intensidad.
Me dolía el cuello y la respiración resultaba dificultosa. Los hombros y los codos estaban tensos por la tracción. Sentía las manos frías y entumecidas por encima de la cabeza.
«Olvídate del cuerpo. Usa el cerebro.»
La habitación era grande, de la clase que se puede ver en las cabañas y las posadas. El suelo estaba formado por anchas tablas de madera, las paredes eran de troncos y estaba iluminada sólo con velas. Me habían sujetado a una viga del techo y mi sombra se proyectaba como una escultura de Giacometti con los brazos sostenidos en el aire.
Giré la cabeza y la sombra ovoide del cráneo se extendió bajo la luz trémula que bañaba la estancia. Justo delante había dos puertas, y un hogar de piedra a mi izquierda y una ventana panorámica a mi derecha. Registré la escena.
Al oír voces detrás de mí, impulsé un hombro hacia adelante, llevé el otro hacia atrás e hice fuerza con los pies. Mi cuerpo giró y, por una décima de segundo, pude verlos antes de que las cuerdas me hicieran girar en sentido contrario. Reconocí el pelo y el ojo rayados del hombre. Pero ¿quién era la otra persona?
Las voces cesaron, y luego continuaron en un susurro apenas audible. Alcancé a oír pasos; después se hizo el silencio otra vez. Sabía que no estaba sola. Contuve el aliento y esperé.
Cuando ella se colocó delante de mí, me sobresalté, pero no estaba sorprendida. Llevaba las trenzas anudadas sobre la cabeza, no colgando como cuando acompañaba a Kathryn y a Carlie por las calles de Beaufort.
Extendió una mano y enjugó una lágrima que caía por mi mejilla.
—¿Tienes miedo?
Su mirada era dura y fría.
«¡El miedo la excitará como a un perro rabioso!»
—No, El; no de ti, o de tu banda de fanáticos.
El dolor en la garganta hacía que me resultase difícil hablar.
Deslizó un dedo por mi nariz y los labios. Sentí su aspereza contra mi piel.
—El no. Je suis Elle. Yo soy Ella, la tuerza femenina. Reconocí al instante la voz profunda y susurrante.
—¡La gran sacerdotisa de la muerte! —exclamé.
—Debería habernos dejado en paz.
—Deberían haber dejado en paz a mi hermana.
—La necesitamos.
—¿Acaso no tienen suficiente gente? ¿O tal vez cada una de las muertes los excita de un modo diferente? «Haz que siga hablando. Gana tiempo.»
—Castigamos a los indisciplinados.
—¿Es por eso por lo que mataron a Daisy Jeannotte?
—Jeannotte. —Su voz se tiñó de desprecio—. Esa maldita entrometida. Finalmente, él seguirá su camino.
«¿Qué es lo que tengo que decir para que continúe hablando?»
—Ella no quería que su hermano muriera.
—Daniel vivirá eternamente.
—¿Como Jennifer y Amalie?
—Su debilidad iba a retrasarnos.
—¿De modo que cogen a los más débiles y contemplan cómo los hacen pedazos?
Sus ojos se entrecerraron en un gesto que no supe interpretar. ¿Amargura? ¿Arrepentimiento? ¿Anticipación?
—Las saqué de la miseria y les mostré cómo sobrevivir. Ellas eligieron el cataclismo.
—¿Cuál fue el pecado de Heidi Schneider? ¿Amar a su esposo y a sus bebés?
Su mirada se endureció.
—Le revelé el camino, y ella trajo veneno al mundo. ¡El mal multiplicado!
—El Anticristo.
—¡Sí! —dijo con el silbido de una serpiente. «¡Piensa! ¿Cuáles fueron sus palabras en Beaufort?»
—Recuerdo que dijiste que la muerte es una transición en el proceso de crecimiento. ¿Acaso educas a la gente asesinando a bebés y mujeres ancianas?
—No se puede permitir que los corruptos contaminen el nuevo orden.
—¡Los bebés de Heidi sólo tenían cuatro meses!
El miedo y la ira hicieron que se me quebrase la voz.
—¡Eran la perversión!
—¡Eran bebés!
Traté de lanzarme contra ella, pero las cuerdas estaban sujetas con fuerza a la viga.
Más allá de la puerta podía oír los sonidos de los otros miembros de la secta. Pensé en los niños del complejo de Saint Helena, y se me oprimió el pecho.
«¿Dónde está Daniel Jeannotte?»
—¿A cuántos niños habéis matado tú y tu criado?
Las comisuras de sus ojos se cerraron casi imperceptiblemente.
«Haz que siga hablando.»
—¿Piensas pedirles a todos tus seguidores que mueran?
El no dijo nada.
—¿Por qué necesitas a mi hermana? ¿Acaso has perdido tu habilidad para motivar a tus seguidores?
Mi voz sonaba temblorosa y dos octavas demasiado aguda.
—Ella ocupará el lugar de otra persona.
—Ella no cree en tu Armagedón.
—Su mundo se está acabando.
—La última vez que lo vi lo estaban haciendo bastante bien.
—Matan secoyas para fabricar papel higiénico y arrojan veneno a ríos y océanos. ¿Es eso hacerlo bastante bien?
Acercó su cara a la mía, de modo que pude ver las venas que latían en sus sienes.
—Mátate tú si debes hacerlo, pero permite que los demás tomen sus propias decisiones.
—Debe existir un equilibrio perfecto. El número ha sido revelado.
—¿De verdad? ¿Y están todos aquí?
Ella apartó la cabeza, pero no respondió. Vi algo que brillaba en su ojo, como la luz que rebota en un cristal astillado.
—No vendrán todos, El.
Sus ojos nunca la traicionaban.
—Kathryn no morirá por ti. Ella se encuentra a muchos kilómetros de aquí, a salvo con su bebé.
—¡Miente!
—No alcanzarás tu cupo cósmico.
—Las señales ya han sido enviadas. ¡El apocalipsis es ahora y renaceremos de nuestras cenizas!
Sus ojos eran dos agujeros negros bajo la débil luz de las velas. Reconocí la expresión: demencia.
Estaba a punto de contestarle cuando oí el ladrido de los perros. El sonido llegaba desde el interior de la cabaña.
Me agité con desesperación, tratando de liberarme, pero sólo conseguí tensar aún más las cuerdas. La respiración se convirtió en un frenético jadeo. Era una lucha refleja, instintiva.
¡No podría conseguirlo! ¡No podría liberarme de mis ataduras! ¿Y qué si lo conseguía? Estaba atrapada. —Por favor —imploré. El me miró con ojos despojados de cualquier sentimiento.
No pude reprimir un sollozo cuando los ladridos se hicieron más intensos. Continué sacudiendo el cuerpo. No me entregaría pasivamente, aun cuando mi resistencia fuese inútil.
¿Qué habían hecho los otros? Yo había visto la carne desgarrada y los cráneos agujereados. Los ladridos se convirtieron en feroces gruñidos. Los perros estaban muy cerca. Me asaltó un pánico absolutamente incontrolable.
Me volví para mirar, y mis ojos barrieron la ventana panorámica. Mi corazón se paralizó. ¿Había visto unas figuras que se movían en el exterior de la casa?
«¡No desvíes la atención hacia la ventana!»
Aparté la vista de la ventana e hice girar el cuerpo para quedar nuevamente delante de El; seguía luchando por liberarme de mis ataduras, pero mis pensamientos estaban entonces fuera de la casa. ¿Existía aún una posibilidad de que me rescatasen?
El me observaba en silencio. Pasó un segundo, dos, cinco. Giré hacia la derecha y eché otro vistazo.
A través del hielo y la condensación de aire, vi una sombra que se movía de izquierda a derecha.
«¡Debes distraerla!»
Volví a girar y clavé mis ojos en El. La ventana estaba a su izquierda.
Los ladridos se oían cada vez más cerca.
«¡Di cualquier cosa!»
—Harry no cree en...
La puerta se abrió de par en par y oí voces.
—¡Policía!
Las botas resonaban sobre el suelo de madera.
—Haut les mains! ¡Manos arriba!
Protestas, gente que corría y gritos.
La boca de El se convirtió en un óvalo perfecto, y luego en una línea fina y oscura. Sacó una arma de entre sus ropas y la apuntó hacia algo detrás de mí.
En el instante en que apartó la mirada, me cogí con fuerza de la cuerda, lancé las caderas hacia adelante, agité los pies y me abalancé hacia ella. Un dolor lacerante recorrió mis hombros y muñecas mientras me balanceaba hacia adelante con los brazos totalmente extendidos. Flexioné el cuerpo a la altura de las caderas y lancé los pies hacia el frente; le golpeé el brazo con toda la fuerza de mi peso. El arma salió volando a través de la habitación y fuera de mi campo visual.
Mis pies dieron contra el suelo y me eché hacia atrás para aliviar la presión sobre los brazos. Cuando alcé la vista, El estaba inmóvil, y un policía le apuntaba al pecho. Una de sus trenzas oscuras colgaba sobre la frente como una cinta de brocado.
Sentí unas manos en la espalda y oí voces que me hablaban. Un momento después estaba libre de mis ataduras y unos brazos fuertes me llevaron hasta un sofá. Olía a aire helado y a lana húmeda; cuero inglés.
—Calmez-vous, madame. Tout va bien.
Mis brazos eran dos ramas de plomo y las rodillas parecían hechas de mermelada. Quería hundirme en la oscuridad y dormir para siempre, pero hice un esfuerzo por levantarme.
—Ma soeur! ¡Tengo que encontrar a mi hermana!
—Tout est bien, madame. —Las manos volvieron a apoyarme contra los cojines.
Más botas y puertas. Órdenes a viva voz. Vi que se llevaban esposados a El y a Daniel Jeannotte.
—¿Dónde está Ryan? ¿Conoce a Andrew Ryan?
—Cálmese, pronto estará bien —me dijo alguien en inglés.
Traté de relajarme.
—¿Se encuentra bien Ryan?
—Tranquila.
Harry estaba junto a mí. Sus ojos parecían enormes en esa penumbra nebulosa.
—Tengo miedo —murmuró con voz pastosa.
—Ya ha pasado todo. —Pasé mis brazos entumecidos alrededor de sus hombros—. Te llevaré a casa.
Su cabeza se apoyó en mi hombro, y yo descansé la mía sobre ella La mantuve abrazada un momento, y luego la dejé Reuniendo los dispersos recuerdos de la educación religiosa que había recibido en mi infancia, cerré los ojos, junté las ma nos delante de. pecho y lloré en silencio mientras rezaba a Dios pidiendo por la vida de Andrew Ryan.
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