Safari a las Estrellas - Ernst Vlcek

El sol no había salido todavía, pero sobre el campamento pesaba ya un bochorno irresistible. Los gorgunianos fueron despertando, tomaron sus tam­bores y comenzaron el tam-tam que ya no cesaría hasta la noche.

Argin Dallas se levantó bañado en sudor de su catre de campaña. Le habían despertado los tam­bores. No se encontraba del todo bien. La desacos­tumbrada comida del safari hacía que su estómago se rebelara, por lo que ahora, a primera hora de la mañana, tenía mal sabor de boca. Además, el calor le producía dolor de cabeza. 

Una ducha le propor­cionó alivio, pero apenas se hubo puesto la ropa de caza, sudaba de nuevo. Dallas era un joven de veintiocho años, menudo y de aspecto débil, que iba algo encogido y llamaba la atención por la extraordinaria blancura de su piel, aunque la exposición al sol de los últimos días se la había enrojecido.

Argin abandonó su tienda.

Georg Rusk, el cazador, aguardaba ya en la pe­queña explanada cubierta y fumaba su pipa de ma­nera pausada. Cuando Argin se dejó caer delante de él en una silla plegable, todo su saludo consistió en un movimiento de cabeza.

—¿Qué hace usted para no sudar? —preguntó Dallas.

—Hablo poco —repuso el cazador.

—Yo tampoco hablo en sueños y, sin embargo, despierto empapado —dijo Argin Dallas, molesto.

Por toda respuesta, Rusk encogió los hombros de modo casi imperceptible.

En aquel momento salía Robert de su tienda. Éste era todo lo contrario de Argin: alto, de anchos hombros y piel bronceada. El atuendo de caza le sentaba bien, pero se adivinaba en él al cazador dominguero. En cualquier ocasión procuraba que se le viera cuidado y limpio. Ahora también sudaba, pero no parecía tan desanimado como Argin.

Robert se unió a sus compañeros y comentó:

—Me parece que esos indígenas cada día le dan al tambor con más puntualidad.

—Hum —murmuró Rusk.

—¡Cómo sudo, caracoles! —se lamentó Robert Grofft.

—Eso te pasa por hablar demasiado —indicó Argin.

—¿Ah, sí?

Grofft miró hacia el fuego, donde dos de los mes­tizos de tez azulada preparaban el desayuno. Los otros seis ponían a punto los dos vehículos. Más allá, la pradera se extendía unos cuatrocientos metros para descender luego al valle de la jungla de forma casi vertical. Grofft volvió lentamente la cabeza has­ta que sus ojos se posaron en la última tienda, toda­vía cerrada.

—Me asombra que Cindy pueda dormir con se­mejante estruendo —murmuró.

Nadie le contestó. Rusk seguía tirando tranqui­lamente de su pipa, mientras que Argin vigilaba el recinto cercado donde se alojaban los indígenas. Los gorgunianos eran humanoides, pero sus brazos cor­tos y atrofiados resultaban más bien un estorbo. Las piernas, por el contrario, eran robustas y muy articuladas. Su cara era parecida a la de los monos, pero menos expresiva.

Durante el vuelo a Gorguna, Argin había leído algunas obras sobre esta raza y sabía, por lo tanto, que los científicos no estaban aún de acuerdo sobre ella. Unos opinaban que los gorgunianos pertenecían a un grupo étnico de inteligencia degenerada. Otros defendían la teoría que este grupo se trataba de animales en evolución hacia la categoría de seres racionales. Dado, sin embargo, que en Gorguna abundaban los restos de una antigua civilización, la mayoría de científicos daba preferencia a la primera tesis.

Grofft siguió la mirada de Argin. Contemplaba a los gorgunianos con ojos muy distintos. Apenas le interesaban, pero se había dado cuenta que ellos po­seían un instinto muy desarrollado.

—Parecen adivinar que pronto vamos a empezar —dijo Grofft—, y tienen una mirada muy astuta.

—Tocan bien el tambor —gruñó el cazador—, pero no tienen nada de inteligentes, si es esto lo que usted quiere insinuar.

—No sé... Quizá se sirvan de los tambores para entenderse entre sí —indicó Grofft.

Rusk sacudió la cabeza.

—No. Sólo conocen los tambores desde que no­sotros, los hombres, se los trajimos. ¿Cómo iban a desarrollar un sistema de comunicación en diez años? Se sirven de los tambores como un perro juega con una pelota.

Argin le lanzó una rápida mirada que sin duda quería expresar la poca importancia que concedía a las opiniones de un profano. Pero antes que pudiera hablar, se presentaron los mestizos, coloca­ron la cafetera sobre la mesa y distribuyeron las tazas. Grofft volvió a fijarse en la tienda todavía cerrada. Argin se levantó de un salto y dijo:

—Voy a despertar a Cindy.

—A usted no le cae simpático Argin —comentó Grofft cuando estuvo solo con el cazador—. ¿Por qué?

—No tengo nada contra él —repuso Rusk de modo sincero—, pero no es hombre para un safari. Debería haberle dejado en casa.

—Argin es mi amigo —recalcó Grofft con seque­dad—. Hace sólo algunas semanas que consiguió su tercer título de doctor, y pensé que este viaje le serviría de descanso. Además, no creo que a usted le importe el motivo de su presencia. Al fin y al cabo se le paga bien, ¿no?

—Cindy estará lista en seguida —anunció Argin a su regreso—. Dice que podemos empezar a desayunar. Ella no se siente del todo bien y no tiene apetito.

Los tres hombres comieron en silencio. Los mes­tizos se habían instalado aparte, formando círculo alrededor del fuego, y masticaban trozos de dura carne. Los gorgunianos tocaban el tambor para va­riar.

Cuando Grofft, Argin y el cazador habían ter­minado su desayuno, apareció Cindy Lauder, a quien sentaban bien el pantalón largo y ceñido y las botas. Como de costumbre, la joven llevaba el cabello re­cogido. Su voz sonó algo mustia cuando respondió al saludo de sus compañeros.

—No tiene usted buen aspecto —dijo Rusk—. ¿Por qué no se queda en el campamento?

—¡De ningún modo! —protestó Cindy, impulsiva, a la vez que dirigía una mirada de inseguridad a los mestizos.

—Esos la protegerían perfectamente —opinó el cazador con una sonrisa—. Además, no creo que el señor Dallas tuviera inconveniente en hacerle com­pañía. De todos modos, a él no le atrae la caza...

Argin contestó con una indirecta.

—Va usted a acabar sudando, Rusk —dijo, y de cara a Cindy añadió—: Comprendo que el esfuerzo resulte excesivo para ti. Por eso pensaba hacerte una proposición. Hoy me interesa visitar las ruinas, y supongo que te parecerá una variación agradable.

—Siento decepcionarle —intervino George Rusk—, pero tendrá que aplazar esa excursión. Hoy nece­sitamos los dos coches.

—De veras te veo pálida —afirmó Grofft por su parte.

—¡Bah, no seas tonto! —contestó la muchacha, molesta—. Es simplemente el calor. Además no pien­so perderme la caza. ¿Qué hay en programa?

—Un gonzal.

—¿Una de esas bestias en forma de serpiente y con ocho patas?

Grofft asintió.

—Rusk opina que hoy tenemos buenas posibilidades. Los mestizos vieron ayer una manada muy cerca de aquí. ¿No es así, George?

—Exactamente —repuso el cazador, y se levan­tó—. Debemos darnos prisa, si queremos atrapar­les en el aguadero.

A continuación se dirigió a los mestizos e im­partió órdenes.

***** 

Uno de los mestizos había sacado a los gorgunia­nos de la cerca y los empujaba hacia la espesura. Un cuarto de hora más tarde arrancaron los dos jeeps. El propio Rusk iba al volante de uno de ellos, y a su lado se había sentado Grofft. Detrás llevaban los pertrechos y las provisiones en sendos paquetes impermeables y herméticos. A cada lado del vehícu­lo iban, de pie sobre el estribo, dos mestizos que, si bien sólo poseían ligeras pistolas, cargaban con las carabinas de los cazadores. En el segundo auto­móvil seguían otros dos mestizos y, en el asiento posterior, Argin y Cindy.

Rusk conducía silencioso y tranquilo. Sus agu­dos ojos examinaban cuidadosamente el terreno. Los primeros rayos del sol naciente asomaban tras la cordillera que se elevaba al este.

—¿Cree que hoy conseguiré una pieza?

—¿Por qué no?

—Esperemos que todavía estén bebiendo.

—Seguro —contestó Rusk—. El gonzal es un ani­mal muy perezoso.

—Sin embargo, tengo entendido que puede ser una auténtica fiera...

—Y lo es cuando se ve acorralado. Basta que un miembro de la manada caiga herido, para que los demás componentes se pongan como locos. Por eso sólo le concedo un disparo.

—Sí, ya me lo dijo.

—Y lo repetiré tantas veces como sea necesario. Sólo un tiro, y directo al corazón. Si no acierta, ten­dremos que salir todos huyendo.

La pradera se tornó escarpada y aparecieron los primeros árboles. Eran verdaderos gigantes cuyos troncos no podían ser abrazados por cuatro hombres tomados de las manos. Las ramas no empezaban has­ta los diez metros de altura. El bosque era todavía claro, por lo que los expedicionarios no tenían difi­cultades para avanzar. Muy de vez en cuando encon­traban enormes raíces que les obligaban a dar un rodeo.

—¡Qué pacífica está la selva! —comentó Cindy entre una y otra sacudida del coche—. El aroma de estos parajes me encanta.

—Es cierto —asintió Argin—. Considero horrible que en todas partes vayan desterrando la naturaleza, y aquí no tardará en suceder lo mismo que en tantos otros planetas.

Guardaron silencio durante un rato. Únicamente se percibía el monótono zumbido del motor, que sólo adquiría un tono más profundo cuando el ve­hículo reducía su velocidad a causa de un cambio de marcha.

—En realidad no es tan joven este mundo —dijo Cindy—. Los gorgunianos bien podrían estar más adelantados.

—Gorguna tuvo ya una alta civilización —le ex­plicó Argin—, pero un desplazamiento del eje del planeta provocó catástrofes inimaginables, y la cul­tura se perdió. Cómo sucedió, es cosa que ya nadie puede comprobar, aunque los científicos han conse­guido formarse una idea bastante aproximada. Sabemos, por ejemplo, que los gorgunianos actuales no se parecen a los habitantes primitivos, y semejante transformación da a entender que el hundimiento de esa gran civilización se produjo hace miles de años.

—¿Y cómo se puede comprobar que los gorgu­nianos cambiaron tanto?

—Mediante los edificios... Por la forma de puer­tas y ventanas... También resultan sumamente ex­presivos los utensilios conservados y reconstruidos.

—¿Y qué opinas de lo que dice Rusk?

—¿Qué dice?

—Que, probablemente, los primitivos habitantes se extinguieron hace muchos, muchos años. Según él, el tiempo transcurrido desde el cataclismo es demasiado breve para que los gorgunianos de hoy hayan podido transformarse de tal manera.

Argin rió con un cierto desprecio.

—¡Bah, teorías de un profano!

La selva se había ido espesando y ahora merecía ya el nombre de jungla. De los árboles pendían bejucos, en los troncos brotaban flores de plantas parásitas, y los vehículos apenas podían abrirse paso.

Rusk dio un frenazo y detuvo el jeep. Los mes­tizos saltaron de sus estribos. Uno de los porteado­res le entregó la carabina, que él sometió a un mi­nucioso examen. Grofft, en cambio, se echó despreo­cupadamente la escopeta al hombro y se dirigió al segundo coche.

—¡Parada final! —anunció.

Los mestizos habían descargado los dos paque­tes y, después, empezaron a desprenderse de sus ropas. Una vez desnudos, se untaron el cuerpo con una pestilente grasa. Cindy volvió la cabeza y los mestizos esbozaron una risita.

—¿Por qué se untan con eso? —preguntó Argin.

El cazador estaba ocupado todavía con su arma y respondió sin levantar la vista:

—El hedor de esa especie de aceite confunde el olfato de los gonzales, de modo que los mestizos pueden acercarse mejor a ellos.

—Aun así, yo no quisiera estar en su piel —co­mentó Grofft.

George Rusk se colgó por fin la carabina al hom­bro y extendió la mano hacia la del aficionado.

—Déjemela ver —dijo.

Seguidamente vació el depósito hasta que sólo quedó una bala en él. Hizo un guiño a Grofft y, apo­yando el arma en el hombro, apuntó mientras pre­guntaba:

—¿Cuántos disparos ha hecho con esta escopeta?

—Pues..., no lo sé. Unos mil, supongo... —respon­dió Robert Grofft, desconcertado.

—¿Y cree que tiene práctica?

—¿Quiere que le haga una demostración?

—No. Para eso es demasiado tarde.

Rusk le dejó plantado y fue al encuentro de los cuatro mestizos cuya piel azulada relucía ahora por la grasa.

—¿Está todo dispuesto? —quiso saber.

Los mestizos movieron la cabeza en sentido afir­mativo, sin dejar de sonreír.

—Bien. Apuntaremos sobre un gonzal que se ha­ya apartado un poco de la manada. Cuando le ten­gan, muéstrenle una sola vez el corazón a nuestro cazador de salón. Si yerra el disparo desaparezcan entre los arbustos. Y..., ¡cuidado con su puntería, porque es un tirador desastroso!

Los mestizos desaparecieron en la espesura con su sempiterna risita.

—¿Tiene algo en contra que Cindy y yo les acompañemos? —preguntó Argin cuando el experto regresó junto a ellos.

—No. Lo único que exijo es que se atengan a mis advertencias.

—Lo haremos —prometió Cindy en el tono sumi­so de los mestizos.

Partieron en fila india. Un mestizo iba en primer lugar, y otro al final. La selva se hacía cada vez más intransitable. Con frecuencia, el peón tenía que abrir camino con el machete. El calor era aquí me­nos pesado de soportar que en la pradera, porque el espeso techo de hojas impedía el paso del ardiente sol. Entre la maleza susurraba una vida oculta, y en las coronas de los árboles sonaban las voces de los pájaros tropicales. Cindy contemplaba maravi­llada la riqueza de flores que la rodeaba por doquier. Tanta era la belleza aglomerada en cada rincón, que la muchacha no salía de su asombro.

Al no prestar suficiente atención al sendero cho­có con Grofft, que iba delante de ella y se había detenido de repente.

—Estamos ya muy cerca del aguadero —murmu­ró Rusk—. Por lo tanto, ni una palabra más.

Siguieron caminando. La espesura quedó atrás, para dejar sitio paulatinamente a un suelo blando y musgoso, en cuyo rico verdor destacaban relu­cientes cálices de flores. Entre los acostumbrados sonidos de la jungla se oyeron, de pronto, unos gri­tos aislados, procedentes de un punto no lejano. Entre los arbustos se empezaba a ver, aquí y allá, el reflejo de unas aguas parduscas. 

Habían desapa­recido los líquenes y el suelo estaba formado ahora por una tierra gris y húmeda que presentaba claramente las huellas de unas garras enormes. Cindy se estremeció al descubrir la primera pisada. Argin se dio cuenta y aprovechó la ocasión para estrechar su mano.

El mestizo que iba delante llegó al límite de los arbustos y se acurrucó tras ellos. Los demás le imi­taron. Grofft avanzó a gatas y separó las ramas.

Su mirada cayó sobre una suave pendiente are­nosa que formaba una orilla de unos cincuenta me­tros de ancho, sin vegetación alguna, que bañaba un amplio río de aguas que parecían poco profundas. Los gigantescos árboles extendían sus coronas hasta muy dentro de la vía fluvial.

Grofft permaneció con los ojos clavados en los monstruos que revolcaban en el lodo de la orilla sus corpachones anguiformes que, a no dudarlo, pe­saban varias toneladas. Le parecía completamente imposible que con un solo disparo se pudiera dar muerte a una de esas bestias que medían en su tota­lidad unos veinticinco metros de largo, tenían la ca­beza angular y astada y cuatro pares de patas. Unos caparazones de aceradas escamas protegían sus lo­mos. Únicamente la parte inferior de sus cuerpos, desde el cuello hasta las últimas patas, quedaba sin protección. Allí había que herir al animal para ma­tarle.

La manada se componía de veinte gigantones, la mayoría bastante viejos, que se apelotonaban en un reducido espacio. Sólo uno de los gonzales jóvenes se había separado un poco. Su coraza tenía un brillo rojizo y no medía más de quince metros.

—Ese nos conviene —señaló Rusk—, pero debemos seguir río arriba un trecho más.

Al otro lado del agua, escondidos entre la ma­leza, aguardaban los mestizos con el cuerpo emba­durnado. Inmediatamente se dieron cuenta que el único animal que interesaba era el que se res­tregaba contra el suelo a cierta distancia de los de­más. Tenía levantadas las ocho patas y frotaba sa­tisfecho su dura espalda, con breves estremecimientos, contra los guijarros de la orilla.

Los hombres estudiaron cada movimiento del joven monstruo para conocer sus peculiaridades y estar preparados cuando Rusk diera el aviso. El gonzal volvió su enorme cuerpo, se levantó sobre sus ocho torpes patas y, mientras salía con calma del río, azotó fuertemente el agua con la cola. 

Aquel ejemplar poseía un precioso cuerno curvo, de medio metro de largo, que constituiría un soberbio trofeo. Inclinó la pesada cabeza e hincó el cuerpo en el suelo para arrojar por los aires, al instante, un sur­tidor de arena. Aquello causó un estremecimiento de placer al animal, que emitió un largo y sonoro grito. Después tomó impulso con las dos patas delanteras y se enderezó totalmente, dejando al descubierto su blanco vientre, que empezó a limpiar con gran me­ticulosidad.

—En este momento proporcionaría un buen blan­co —susurró Rusk—. Pero usted no arriesgue el tiro, Grofft. Espere a que los mestizos le hayan mar­cado el corazón.

—¿Esos hombres se atreven a bajar hasta allí? —preguntó Argin, incrédulo.

Rusk sonrió.

—Fíjese bien.

El cazador se introdujo dos dedos en la boca y silbó con estridencia. Durante unos segundos nada ocurrió, pero de pronto surgió de la espesura del otro lado del río un enjambre de gorgunianos. Un mestizo les incitaba con grandes voces. Los indíge­nas se lanzaron al agua en medio de un salvaje griterío, y fueron a colocarse entre la manada y el gonzal alejado. 

Los monstruos aguzaron las orejas y sus poderosos cuerpos entraron en movimiento. El gon­zal guía estuvo a punto de arrojarse contra los gor­gunianos, pero al fin se decidió por la huida. Bramó de forma desgarradora y se arrastró penosamente hasta el centro del río. La manada le siguió con grandes mugidos.

El joven gonzal halló interceptado el camino y comenzó a dar furiosas patadas contra el suelo. Su cabeza rodaba de un lado a otro, mientras sus es­trechos ojos se teñían de rojo. De súbito se alzó su cola, de sus ollares brotó un resoplido, y el ani­mal miró hacia abajo. 

Pero antes que pudiera lanzarse sobre los gorgunianos, que chillaban y agi­taban los brazos con desesperación, los cuatro mes­tizos que se habían acercado a él por detrás se aga­rraron a su espalda, y sus piernas quedaron balan­ceándose en el aire mientras ceñían gruesas y resis­tentes cuerdas alrededor de la cabeza de la bestia.

—Apunte —dijo Rusk a Robert Grofft.

Cindy miró hacia otro lugar y Argin la estrechó cariñoso contra sí, pero sus ojos no podían apar­tarse del fascinante espectáculo.

Dos de los mestizos tiraban con toda su fuerza de las sogas anudadas al cuello del monstruo, para impedirle respirar. Con ello pretendían que el gonzal volviera a enderezarse en toda su altura. Las cuerdas se hundían profundamente en su cuello carente de protección. Otro mestizo, situado a suficiente distancia de la azotante cola, había sujetado con un fuerte lazo las patas traseras de la fiera. El cuarto mestizo perdió el equilibrio y saltó al agua, aleján­dose atropelladamente de la zona de peligro.

Por fin, el gonzal fue cediendo poco a poco. Las cuatro patas delanteras perdieron contacto con el suelo y el enorme animal se irguió impresionante. Mediría bien sus diez metros. Uno de los mestizos soltó la cuerda, se plantó con increíble agilidad de­lante del animal y marcó en su blanco pecho un círculo rojo.

—Ahí está el corazón —dijo Rusk—. Dispare.

Grofft sudaba.

Los últimos dos mestizos saltaron de la espalda del gonzal a las espumantes aguas y luego salie­ron corriendo. También los gorgunianos buscaron la seguridad de la orilla. El monstruo no se dio cuenta de nada. Sólo le preocupaba la opresión que sentía aún en su cuello. Hubo un momento en que el colo­sal corpachón se combó hacia atrás y se bamboleó de un lado a otro.

—¡Dispare! —gritó Rusk,

El gonzal estaba loco de rabia. No dejaba de balancearse. Grofft tuvo en su mira, por una frac­ción de segundo, el centro de círculo rojo, pero en el acto lo perdió.

Rusk permanecía a su lado con el arma a punto.

—¿Quiere disparar de una vez? —chilló.

Grofft tenía miedo, porque el monstruo seguía moviéndose demasiado aprisa, pero cuando volvió a tener a tiro el corazón, apretó el gatillo. El gonzal se encogió bruscamente, al recibir el impacto.

Junto al círculo rojo se había formado una man­cha oscura.

—Mal tiro —dijo uno de los mestizos.

De pronto, el animal dio un salto de varios me­tros. Se diría que para que aquella bestia tan pesada y torpe se deslizara de semejante modo por el aire, tenía que haber cesado la fuerza de gravitación del mundo. Los gorgunianos huyeron horrorizados y en tropel a la jungla.

—¡Váyanse de aquí! —aconsejó Rusk, jadeante, a los tres compañeros de caza.

Los demás gonzales vieron la furia de su congé­nere. Barruntaron el peligro y, en instintiva defensa, avanzaron todos a la vez.

Rusk, solo entre los últimos arbustos, apuntó con sangre fría. Esperó a que el animal herido diera un nuevo salto. Transcurrían los segundos y la ma­nada se hallaba cada vez más cerca. Entonces, el cazador descubrió la blanca superficie del vientre del gonzal, buscó inmediatamente el círculo rojo y disparó. El cuerpo sin vida del monstruo se desplomó con estruendo, quedando inmóvil entre las aguas. La manada acabó de aproximarse, pero ya sin excitación. Los gonzales rodearon curiosos a su hermano muerto; lamían su herida y le oliscaban. Luego se cansaron de él, retrocedieron a sus barri­zales y se echaron a reposar.

Pero no tardaron en producirse nuevos ruidos en la jungla... Los gorgunianos salieron entonces de su escondrijo y armaron un vocerío ensordecedor. El viejo gonzal guía trotó malhumorado al centro del río y se dejó arrastrar por la corriente. La manada le imitó. Atrás quedaba el congénere muerto.

***** 

Por la tarde.

Rusk había mandado levantar el campamento si­tuado al borde de la selva, trasladándolo a las rui­nas. De nuevo estaban montadas las tiendas, y Rusk había quedado sólo en compañía de Grofft.

—¡No puede hacer esto! —protestó el cazador aficionado.

Rusk, que fumaba en pipa, echó un par de boca­nadas de humo. Sus ojos miraban sin interés espe­cial cómo los mestizos vaciaban la cabeza del gonzal, para luego prepararla mejor. Los gorgunianos vol­vían a tocar el tambor. Argin había encargado a un mestizo que le condujera por la ciudad en ruinas. Iba acompañado de Cindy, también fatigada por la vida en el campamento.

—¡Usted no puede hacer esto! —insistió Grofft—. Al fin y al cabo le pagué para que estuviéramos un mes de safari.

—Le devuelvo su maldito dinero, si quiere —gru­ñó el cazador.

—No me importa el dinero. Me sobra. Lo que quiero es el prestigio. ¿Para qué supone que em­prendo un safari como éste? ¿Quizá para dar muerte a los cuatro miserables felinos que hemos conse­guido hasta ahora? Le regalo las pieles, si le intere­san. Ni siquiera el gonzal me ilusiona demasiado...

—¿Qué quiere, entonces? —le interrumpió Rusk con brusquedad—. ¿Olvida que hasta en la caza del gonzal erró el tiro?

—Cualquiera puede tener mala suerte —gruñó Grofft.

—Eso es cierto —admitió el cazador—, pero hay que tomarlo más deportivamente. Dígame de una vez lo que pretende.

—Lograr un dragón liquinoso. Sólo por eso estoy de safari —declaró Robert Grofft sin vacilar—. Quie­ro haber matado a un dragón liquinoso.

Rusk le miró ahora por primera vez y dijo con voz amable:

—Me cae usted simpático, Grofft. De otro modo, no me hubiera esforzado tanto en complacerle. Pero lo del dragón liquinoso no es un juego de niños, sino algo muy expuesto. ¿Sabe cuántos cazadores han conseguido en realidad semejante trofeo? Quizá su­men treinta, entre todos. El restante millón que afirma haber dado muerte a uno de esos monstruos, sólo quiere darse importancia.

Después de un rato de silencio, Grofft rogó que­damente:

—Concédame esa oportunidad, Rusk. Tengo gran interés en cazar uno de esos animales.

Rusk le estudió unos instantes con ojos inescru­tables, y luego se levantó.

—Me voy a dormir —dijo.

—¿Qué hay del dragón?

—Accederé con una condición.

—¿Y cuál es?

—Si dentro de tres días no hemos descubierto ningún dragón liquinoso, se habrá terminado el safari. ¿Conforme?

—Conforme.

El cazador entró en su tienda y se acostó en su cama de tijera. Estaba harto. Nunca más conduci­ría a un aficionado por las selvas. No era a causa del fallo de Grofft al disparar contra el gonzal por lo que quería interrumpir la expedición. Tal suceso le había servido de excusa. La verdad era que estaba cansado de matar, como profesión, a los habitantes de la espesura. Una vez más había cedido, pero con­fiaba en que el buscado dragón liquinoso no apa­reciera por ninguna parte.

Rusk se juró a sí mismo no volver a venderse a domingueros. Amaba a Gorguna, aquel mundo sal­vaje e inexplorado que había llegado a convertirse en su segunda patria. Le interesaba grandemente su pasado, así como la perdida civilización, pero no acababa de estar de acuerdo con las teorías de los científicos. Si era cierto que un día habían constituido la raza dominante, no se comprendía que luego hubiesen degenerado de tal manera. Al menos tendrían que presentar indicios de esa civilización.

Pero de eso no había nada. Las pruebas de inte­ligencia efectuadas daban resultados francamente desastrosos. Bien podía afirmarse que cualquier pe­rro casero de la Tierra poseía mayor capacidad in­telectual que un gorguniano. ¿Era admisible, entonces, que una raza inteligente hubiese caído tan bajo?

Desde el exterior llegó el monótono redoble de tambores. Era lo único que aquellos seres sabían hacer. Probablemente, un tambor era para un gor­guniano lo que una pelota para un perro.

Rusk estaba a punto de dormirse cuando per­cibió el ronquido de un motor que se acercaba. Cesó el ruido, pero le siguió un alboroto de voces.

—¡Señor! —gritó un mestizo, muy excitado—. ¡Señor!

Luego sonó la voz de Cindy Lauder, y por fin ha­bló Grofft.

Rusk sólo oyó una palabra con toda claridad: ¡dragón liquinoso!

Inmediatamente salió de su tienda.

—¿Qué sucede?

Cindy se agarraba asustada a Grofft, que ya tenía la escopeta dispuesta. Los mestizos, abandonando la cabeza del gonzal, acudían también. El mestizo que había acompañado a Cindy parecía totalmente tras­tornado.

—¿Dónde está Dallas? —preguntó Rusk.

—No quiso venir —gimoteó el mestizo—. Le supliqué que volviera, porque allí corría un peligro terrible, pero...

—Fue espantoso —jadeó Cindy—. La bestia es­taba apenas a veinte metros de nosotros. Yo creí morir de miedo... Debemos hacer algo... ¡En se­guida!

—Sí —asintió Grofft con ojos centelleantes—. No hay tiempo que perder.

—¿Dónde lo vieron? —inquirió el cazador, apre­tando las mandíbulas.

—Señalé el lugar, señor —contestó el mestizo.

—Debemos partir de inmediato —dijo Grofft.

—Desde luego —aprobó Rusk que, si bien había deseado no encontrar ninguno de aquellos animales, ahora se sentía presa de la auténtica emoción del cazador.

Esos monstruos solían permanecer entre las rui­nas de la civilización hundida, pero se escondían tan bien que era sumamente raro descubrir su pre­sencia.

Rusk olvidó por completo su anterior cansancio. Como un director de escena que tiene a todos los actores en su mano, mandó a los mestizos para que lo prepararan todo. Sobre el radiador de ambos co­ches fueron montadas las ametralladoras y los faros especiales. El cazador hizo llevar además algunas granadas, por si hacía falta allanar un espacio su­ficientemente extenso para la caza. Un dragón liquinoso sólo era abatible mediante costosos trucos técnicos.

—¿Y a esto le llama caza? —exclamó Cindy—. A mí me parece asesinato.

—Usted no puede entenderlo —replicó Rusk, mo­lesto—. No pretendemos matar al monstruo con las granadas y ametralladoras, sino solamente asustar­le. En cuanto esté fatigado, Grofft disparará sobre él.

—¿Y qué va a ser de Argin? —preguntó Cindy, muy asustada.

—Ese loco... —gruñó Grofft—. ¿Por qué no re­gresó con ustedes?

Rusk se limitó a decir:

—Ya nos ocuparemos de él.

Seguidamente ordenó a uno de los mestizos que cargara con el botiquín.

—¿Nos llevamos también a los gorgunianos? —quiso saber el mestizo.

—Que nos acompañen dos o tres —decidió Rusk—, pero elige unos que no se hayan atracado en ex­ceso.

—Espero que no le haya ocurrido nada a Argin —musitó la joven, y la respuesta de Grofft no sonó muy convincente cuando dijo:

—¡Bah, mujer, no se hubiera quedado allí, de co­rrer tanto peligro!

Rusk volvió junto a ellos.

—Podemos arrancar —anunció.

Cindy y Robert Grofft tomaron asiento en la parte posterior del vehículo, mientras Rusk lo hacía al volante y bajaba el parabrisas por si el mestizo que iba a su lado tenía que hacer uso de la ametra­lladora. En el segundo jeep viajaban tres gorgunia­nos acompañados de dos mestizos, de pie, uno en cada estribo.

El cazador emprendió la marcha hacia el campo de ruinas cuya oscura silueta se elevaba de la pla­nicie contra la luz del sol crepuscular. Rusk avan­zaba a una velocidad casi suicida. Confiaba en que el monstruo no hubiera tenido tiempo de esconderse todavía en su guarida, ya que entonces contaban con buenas posibilidades de atraparle antes que fuese noche cerrada. De otro modo podrían trans­currir días enteros hasta que dieran con él.

Las primeras ruinas estaban muy separadas en­tre sí. Quizá hubiera sido aquello, en su día, un su­burbio, si de los primitivos pobladores de Gorguna podía esperarse tanto. No había manera de imagi­narse la antigua forma de los edificios, pues sólo quedaban restos de paredes dispersos. No obstan­te, las construcciones debían haber sido bastante bajas, pues no se veía ninguna pared que superara los cuatro metros de altura. Rusk pudo dar aún mayor velocidad al coche, porque la recta carretera que enfilaron estaba relativamente bien conservada y el manejable automóvil esquivaba los baches con facilidad.

—Los gorgunianos tuvieron que ser verdaderos artistas en la construcción de calles —comentó Grofft.

—Lo mismo dijo Argin —intervino Cindy—. Es­taba realmente fascinado y me explicó que le gus­taría estudiar a fondo esta civilización desaparecida.

—¿Cómo marcaste el lugar? —le preguntó Rusk al mestizo.

—Coloqué allí un formador de humo —repuso el mestizo—, que al menos se mantendrá dos horas.

—¿También esta vez me concede un solo disparo? —quiso saber Robert Grofft.

—No —gruñó el cazador profesional.

—¿Cómo procederemos?

—Depende de la situación.

Los coches alcanzaron lo que en su día fuera el núcleo urbano. Las casas se hallaban allí mejor con­servadas, y algunas tenían una altura de hasta cin­cuenta metros. Sin embargo, las grietas de las pa­redes delataban que cualquier estremecimiento bas­taría para que se derribaran. Rusk aminoró la mar­cha. 

Ya no existía calle. Si algo de ella quedaba, debía estar enterrada bajo los montones de escom­bros. El jeep subía penosamente las cuestas para descenderlas luego serpenteando. En algún momento, Grofft temió que volcaran, pero tal preocupación resultó infundada, ya que Rusk conducía con mano firme.

—¡Fue aquí! —anunció el mestizo.

Doblaron una esquina y, en efecto, se vio el humo. El cazador frenó el coche y se bajó. Durante un rato sonó aún el zumbido del otro vehículo, hasta que también este ruido se apagó. Rusk miró a su alrededor con el ceño fruncido. La zona donde se encontraban no era buena para la caza.

Los montones de cascotes se elevaban uno junto al otro y los altos restos de muros ofrecían poca seguridad. Rusk se dijo que, a la primera descarga de las ametralladoras, probablemente se derrumba­rían. Tampoco podían servirse de los coches, apenas manejables en aquel tipo de terreno. 

Había que con­tar con la posibilidad, además, que todo el suelo estuviese minado, con lo que el peligro era aún ma­yor. Claro que podrían allanar las ruinas, pero esa medida sólo sería practicable cuando hubieran en­contrado a Dallas y, aun así, al cazador no le agra­daba tal solución. De poder evitarlo, no quería au­mentar la destrucción. 

Por fin se decidió a llamar a Argin Dallas a través de los altavoces. Mientras tanto podría examinar el terreno en busca de hue­llas. El suelo era allí bastante blando, por lo que sin duda habría pisadas.

—Llamen al señor Dallas —ordenó a los mestizos.

—¿Y por qué no emprendemos nada? —preguntó Grofft, en tono agresivo—. Dejaremos escapar al animal.

—¿Qué es más importante para usted, su amigo o la bestia? —replicó Rusk con dureza.

Grofft calló. También Cindy le dirigió una mirada fría.

—¡Señor Dallas! ¡Señor Dallas! —resonó metá­lica, por medio de los amplificadores, la voz de uno de los mestizos—. ¿Nos oye, señor Dallas?

Todos escucharon con la máxima atención, pero sólo llegó hasta ellos el eco y el susurro del viento.

—¡Señor Dallas! ¡Conteste, si nos oye, señor Da­llas!

¿Respondía éste...? ¡No!

—Puede acompañarme —dijo Rusk, dirigiéndose a Grofft—. Quiero dar una vuelta. Usted, señorita Lauder, procure no alejarse del coche.

El cazador se ató la canana y colgó de su hom­bro la carabina. Sin molestarse en volver la cabeza, se encaramó por una derrumbada pilastra de hor­migón que conducía a una plataforma inclinada. A sus espaldas oía los pasos crujientes de Grofft. No molestaba allí el calor, ya que soplaba una agradable brisa. Sin embargo, Rusk estaba sudoroso, aunque ignoraba qué le provocaba aquella transpiración. ¿Sería miedo? ¿De qué?

Finalmente se halló en la plataforma. Veinte me­tros más abajo vio los dos vehículos, las menudas figuras azuladas de los mestizos, el pálido rostro de Cindy vuelto hacia él y, detrás, descubrió también a los grotescos gorgunianos. Rusk no los veía humanoides, sino más bien extrañas caricaturas del hombre.

Grofft se le acercó.

—¿Qué somos? ¿Románticos turistas? ¿Ociosos paseantes? —gruñó—. ¡Todo menos cazadores!

—No se preocupe, que ya llegará a disparar —le contestó Rusk.

Robert Grofft tuvo una punzante respuesta en la punta de la lengua, pero..., ¿le engañaban sus ojos o realmente había visto un movimiento en la som­bra de una ruina? Señaló en aquella dirección con el brazo y murmuró:

—¡Mire, Rusk! A unos cuatrocientos metros de distancia, a la sombra de la pared larga, creo que se mueve algo.

El cazador estrechó los ojos y escudriñó el lugar indicado. Sí, allí se movía algo. Podía ser perfecta­mente el dragón liquinoso.

—Observémoslo desde más cerca —susurró Rusk, descendiendo por la pilastra de hormigón a la vez que hacía seña al capataz de los mestizos—. Creo que la cosa va a empezar.

—¿Se sabe algo de Argin? —preguntó Cindy, an­gustiada.

Rusk esquivó la cuestión.

—Si lo que vimos era el dragón liquinoso, cier­tamente no se mostraba agresivo.

Luego se dirigió de nuevo al mestizo:

—Procuraremos no llamar la atención. Sólo tú nos acompañarás, y también vendrán con nosotros los gorgunianos, por si acaso hay que acorralar al monstruo. En caso de necesitar los coches, dispa­raré una bengala verde, ¿entendido?

Los mestizos asintieron. Rusk introdujo algunos cohetes en su bolsillo, comprobó que llevaba la ca­nana bien puesta y dio un último repaso al rifle. Esta vez, también Grofft se cercioró del normal funcionamiento de su arma.

El cazador encargó a los mestizos que siguieran llamando a Dallas. A continuación, el grupo partió.

—Yo también voy —anunció Cindy.

Rusk se detuvo.

—No; sería demasiado peligroso —dijo.

—Pero...

¡He dicho que no!

El explorador se dio cuenta que la muchacha estaba a punto de echarse a llorar, y maldijo toda aquella situación. Hacía tiempo que debió dejar de trabajar como guía para cazadores domingueros. Grofft se colocó a su lado, y George Rusk observó que, pese al fresco reinante, estaba sudoroso.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Perfectamente —replicó Grofft con voz cortan­te—. Esta vez no erraré el tiro.

«Verán cómo doy en el blanco —pensó—. No quiero fracasar de nuevo.»

Esa idea le obsesionaba por completo. Sus ma­nos temblaban ligeramente, pero ello era debido a su temor a que el animal hubiera podido desapa­recer antes de su llegada. ¡Ojalá, ojalá se le pusiese a tiro la bestia! Sabía que no podría descansar has­ta haber dado muerte a uno de esos animales. An­siaba quedar bien delante de los demás y de sí mis­mo. Necesitaba rehabilitarse.

Sus pensamientos le tenían totalmente enfrasca­do cuando Rusk le dijo algo.

—¿Qué? ¿Cómo? —preguntó distraído.

Al cazador no le pasó desapercibido el apasiona­do resplandor de sus ojos.

—Decía que debemos separarnos. Será mejor que usted se acerque por el lado derecho, mientras yo lo hago por el izquierdo. Existe la posibilidad que nos enfrentemos con el monstruo en campo abierto. En tal caso, haré venir los coches. Sin embargo, puede que no haga falta. Observo que las ruinas apenas dejan libre más de un camino. Si en efecto es así, tenemos suerte, porque el mestizo podrá me­ter a la bestia en un callejón sin salida, con ayuda de los gorgunianos. ¿Alguna otra pregunta?

Grofft quedó un poco desconcertado.

—¿No..., no tiene otras instrucciones que dar?

—Esperaba que supiese calcular mejor la situa­ción —le contestó el cazador—. Si el animal se pone a su alcance, dispare, pero vaya con cuidado. No desestime sus fuerzas ni permita que se le aproxime demasiado. ¡Buena suerte, entonces! Yo intervendré en caso preciso.

Grofft se mordió el labio inferior. Probablemen­te, el cazador dudaba que ellos llegaran a dar con un dragón liquinoso. Por lo tanto quedó muy asom­brado al oírle decir:

—Eso que vimos era ciertamente uno de esos animales.

—¿Cómo está tan seguro? —exclamó Grofft.

—Con el tiempo, uno desarrolla una especie de sexto sentido para estas cosas.

—Confío en que tenga razón —repuso Robert—. Todo cuanto deseo es que no se equivoque. Así entonces...

Grofft se volvió hacia la derecha, salvó algunos restos de muros con una agilidad de la que Rusk le había considerado incapaz y desapareció del área visual. El cazador se dirigió entonces al mestizo.

—Si es posible —murmuró—, deja solos a los gorgunianos y ocúpate de nuestro cliente. Temo que pierda la cabeza al no contar con apoyo. Échale una mano, si hace falta.

—Desde luego, señor.

El mestizo de cara azulada esbozó una sonrisa y espoleó a los gorgunianos, que echaron a trotar delante de él, dóciles y silenciosos, como una ma­nada de perros.

Metálica volvió a resonar la voz de los amplifica­dores sobre el terreno cubierto de ruinas:

—¡Señor Dallas! ¡Señor Dallas! Conteste, si nos oye...

Rusk trepó a un resto de muro más alto que los demás y miró en la dirección donde poco antes vie­ran movimiento. Las sombras se habían alargado, porque el sol casi rozaba ya el horizonte. El cazador esforzó la vista, pero no pudo distinguir ningún otro movimiento. ¿O..., quizá sí? Protegió sus ojos con la mano plana, para estudiar mejor aquellos rinco­nes y..., ¡sí, en efecto vio que algo se movía! Pero no era un dragón. Tenía que ser Argin Dallas.

Quizá estaba herido..., o había hecho un descu­brimiento tan fascinante que ni siquiera oía las lla­madas. Al fin y al cabo, Dallas era arqueólogo y, si estaba ocupado en alguna excavación, poco le im­portaría que sus compañeros le anduviesen buscando desesperados.

«¿Desesperados? —se dijo Rusk—. Ese Grofft sólo piensa en el monstruo. Y con su miserable puntería tendrá aún la suerte increíble de matar a uno de esos animales al primer tiro.»

El cazador abandonó su puesto de observación, dejó atrás varios montones de cascotes, rodeó algu­nos edificios relativamente bien conservados pero que, sin duda, podían derrumbarse en cualquier mo­mento, y llegó por último a una larga pared. Vio la calle medio sepultada que se abría en ambas direc­ciones y tuvo la certeza de hallarse en el lugar don­de antes se moviera algo. 

Estudió con la mirada aquella pared llena de grietas y resquebrajaduras, pero no encontró ninguna abertura. Retrocedió un trecho de calle y, de pronto, se detuvo en seco. Aca­baba de localizar, tras un cúmulo de escombros, un agujero bastante ancho, aunque de escasa altura, que perfectamente permitiría el paso de un dragón liquinoso.

Rusk se introdujo poco a poco en la oscuridad con el arma prevenida. El aire estaba impregnado de una extraña transpiración. Olía a sudor, pero a un sudor que únicamente segregaban los dragones liquinosos. Había dado, entonces, con el escondrijo de uno de ellos. Y de alguna parte de la impenetrable oscuridad que le envolvía, le llegaba un ruido. Algo así como el rodar de unos cascajos...

Además se percibía una voz poco clara. Rusk avanzó ayudándose con las manos. De momento, el pasadizo transcurría recto y llano, pero luego se ini­ciaba una subida y el cazador resbaló. El estruendo que se produjo al caer una lluvia de cascotes y pedruscos hizo que le dolieran los oídos. Aun así, Rusk siguió adelante. De súbito chocó contra algo blando.

—¡Santa Madre de Dios! —susurró una voz.

El cazador notó que el mestizo temblaba de miedo.

—Soy yo, hombre —musitó para tranquilizarle.

El ayudante emitió un suspiro de alivio.

—¡Ay, no puedo decirle cuánto me alegro! Yo...

Rusk le interrumpió.

—¡Psst! ¿Viste a Grofft?

Los gorgunianos gruñeron inquietos.

—Sí, señor —contestó el mestizo—. Habló con­migo. Está seguro de haber descubierto al dragón, pero no quiso meterse en esta galería. Prefirió tre­par por la pared.

«Está loco», pensó el cazador, mientras decía en voz alta:

—De cualquier forma, el animal está acorralado. Puedes dejar solos a los gorgunianos y ocuparte de Grofft.

—Sí, señor. Si le encuentro.

—Búscale.

Rusk apartó de sí a los rezongadores gorgunianos y continuó su camino por el túnel. De repente creyó ver un rayo de luz, pero un saliente de la roca lo volvió a tapar. Unos cuantos pasos más le condu­jeron a una curva que desembocaba en una salida. Esta daba a una estancia semiderruida, cuyo techo consistía en una plancha de hormigón inclinada. También allí se notaba el mordiente hedor de la transpiración de la bestia.

El cazador venció el gran obstáculo de la plan­cha de hormigón, recorrió agachado un estrecho sen­dero y llegó por fin a una especie de ventana. Pero un alto montón de cascotes le impidió ver más allá. Antes de subirse a él, miró a su alrededor. Se hallaba en lo que podría llamarse el patio interior de un imponente grupo de edificios bastante bien conservado. 

Allí, en alguna parte, tenía que estar es­condido el monstruo. Y en seguida lo vio. Cuando alcanzó la cumbre del montículo de escombros, se le ofreció en el centro del patio un espectáculo tan insólito que Rusk quedó sin aliento. El hombre creyó soñar, de tan irreal y extraordinaria que re­sultaba la escena de la que era testigo.

«¡Señor Dallas, señor Dallas!», continuaba reso­nando la voz a través del amplificador. Pero no era de extrañar que Argin Dallas no respondiese. Una ocupación muy sorprendente le tenía absorto por completo. Permanecía sentado pacíficamente frente al animal y gesticulaba con los brazos. La bestia, por su parte, parecía muy tranquila y observaba a Dallas con marcado interés.

Rusk no se atrevía ni a respirar. Temía que el más insignificante movimiento pudiera hacer desva­necer el mágico cuadro.

El dragón liquinoso tenía cierta semejanza con un enorme tigre, si bien le faltaban las rayas y ni siquiera poseía pelaje. Cubría su cuerpo una piel muy rugosa y agrietada, del tipo de la quitina. Care­cía de cola, y sus patas esbeltas y musculosas no terminaban en temibles garras, como hubiera sido de esperar, sino en aterciopelados pies de prolon­gaciones digitiformes carentes de uñas. La cabeza era redonda, con un solo ojo en medio de la frente, del tamaño de un puño y el aspecto de un plato. La boca sin labios, que llegaba de una de las pun­tiagudas orejas a la otra, estaba rodeada de líque­nes amarillentos.

Súbitamente, a Rusk se le heló la sangre en las venas. Por el rabillo del ojo vio lo que sucedía a su izquierda. Por allí se acercaba el mestizo de pun­tillas, seguido de Grofft. Algunos grandes restos de construcciones les proporcionaban perfecta protec­ción. El cazador hizo enérgicos gestos con los bra­zos, pero los dos hombres no se dieron cuenta. Unos cien metros les separaban todavía del científico y del animal.

Rusk volvió a dirigir la mirada a la desigual pa­reja y se preguntó por qué ya no le parecía impo­sible, de pronto, que el homo sapiens permaneciera sentado de la manera más reposada en compañía de una bestia. Era aquello un cuadro extraño y cau­tivante, algo totalmente desacostumbrado y, no obs­tante, comprensible. El cazador no lograba apartar los ojos de la emocionante escena...

Grofft avanzaba detrás del mestizo. ¿A qué dis­tancia se encontraría aún? ¿Quizá sesenta metros? Pero se dijo que debía aproximarse más, para no poner en peligro a Argin. El arqueólogo era un loco embelesado por su mundo. De otra forma no se hu­biera quedado solo en las ruinas. Sin embargo, ha­bía que reconocer que soportaba la situación con notable sangre fría. Ahora tendría que resistir úni­camente unos segundos más.

Grofft ya no temblaba. Se sentía también sereno y sólo impulsado por el deseo de dar muerte a la extraña bestia.

El mestizo salvó una grieta de un salto. Grofft la descubrió demasiado tarde, se lanzó con torpeza y fue a caer de pies y manos en el suelo, con lo que hizo desprender una piedra que rodó grieta abajo. Robert Grofft no esperó a que produjera el lógico ruido al chocar contra alguna parte, sino se levantó y echó a correr hacia arriba. Mientras subía se echó ya el rifle al hombro. Por fin llegó jadeante a la cresta, se apoyó ligeramente contra un fragmento de hormigón y apuntó. El dragón cons­tituía un precioso blanco... Pero Argin le estorbaba.

—¡Apártate! —le gritó Grofft.

De repente surgió Rusk, que también dijo algo. El animal se había enderezado y descansaba sobre sus patas traseras mirando fijamente a Grofft con su único ojo redondo.

—¡No dispare! —rugió el cazador, desesperado.

Grofft no le entendió. La fiebre hacía hervir su sangre y embotaba sus sentidos. En aquel instante odiaba a Argin. ¿Por qué no se apartaba de la línea de tiro ese idiota? Hubiesen bastado uno o dos pasos hacia el lado. Pero no... Por el contrario, Argin Dallas corría al encuentro del amigo.

—¡Quítate de ahí! —chilló Grofft con voz que­brada.

Hubiera podido llorar de rabia. Su rostro se con­trajo en una mueca. ¡Con lo cerca que tenía el blan­co...! Argin debía estar loco.

—¡Lárgate de la línea de tiro! —insistió.

Argin seguía acercándose, casi sin aliento.

—Si aprietas el gatillo, ¡te mato! —gritó.

Rusk también se aproximaba. En cierto momen­to tropezó, rodó unos metros pendiente abajo y se levantó de nuevo. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza, pero había algo que sabía con toda cer­teza: ¡Grofft no debía matar al dragón liquinoso!

El animal permanecía enderezado, con las patas delanteras (¿o eran los brazos?) colgando sin fuerza y el único ojo cerrado. El cazador se dijo que, qui­zá, aquel ser se resignaba a su destino.

Grofft soltó un aullido.

—¡Apártate —jadeó—, o disparo!

Dallas estaba ya muy cerca y sonó un tiro, pero el cañón del arma apuntaba al cielo. El científico arrancó el rifle de manos de Grofft. Éste se dejó caer al suelo, exhausto, y no cesaba de musitar:

—¿Por qué? ¿Por qué tuviste que...?

Argin miraba a su compañero con fatigosa res­piración.

—Porque... —dijo al fin—, porque estos animales son los moradores primitivos de Gorguna.

—Conque era eso —susurró Rusk.

De manera inconsciente, el cazador ya lo había supuesto en los últimos segundos, sin atreverse a acabar de formular la idea. El enorme ojo redondo del dragón se había vuelto a abrir, y la extraña boca sin labios parecía arrugada. ¿Era aquello una son­risa? Tal vez lo fuera, o quizá no. El hombre tendría que estudiar muy a fondo esa raza tan distinta, para llegar a comprenderla. Y tenía, también, mucho que reparar.

Rusk se sintió mareado. Los humanos habían dado una caza despiadada a los primeros habitantes de Gorguna, sólo porque no eran como ellos. Los verdaderos amos de aquel mundo no tenían posibi­lidad alguna de vencer a los invasores, ya que se veían reducidos a unos cuantos supervivientes de una civilización hundida en la profundidad de los tiempos y no poseían un aspecto humanoide. ¡Cómo habían sido tratados los desdichados seres! Lógica­mente tuvieron que aprender a defenderse...

Los tres gorgunianos se presentaron tan sumisos como siempre.

—No son más que unos animales que, por ca­sualidad, han llegado a adquirir forma humana —les gritó Rusk.

Los indígenas se estremecieron como si recono­cieran su culpa, cuando en realidad no la tenían en absoluto. Sólo el hombre era responsable del desas­tre, por estar convencido, en su ignorancia, que todo lo que quisiera compararse con él tenía que poseer también su forma. En adelante, el humano habría de cambiar de ideas y transformarlas total­mente, si deseaba seguir afirmando su posición en el cosmos.

Llevado de súbita consternación, Rusk arrojó su carabina al suelo.

—¡Te felicito, Humanidad! —murmuró con sar­casmo.

Argin se le acercó, y juntos volvieron junto al dragón liquinoso. Aun sin acertar a entender lo que veía, Grofft observó cómo ambos hombres se apro­ximaban al erguido ser.

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