Correr - George R. R. Martin

Había ocasiones, según los distintos casos, en que Colmer se sentía extrañamente inquieto. Pero nunca sa­bía exactamente el motivo. Constantemente lindaba en el aburrimiento, pero en lo más íntimo de su ser sabía que había algo más.

Claro que Colmer era un hombre de recursos. Cuan­do le asaltaba un cambio de humor tenía el remedio a mano. Lo mejor, había descubierto, era volver a la ac­ción. Sus servicios siempre eran muy solicitados. Era un Maestro Sondeador, uno entre el centenar escaso de todo el espacio. A veces, si los clientes no podían abo­nar sus fabulosos honorarios, aceptaba un pago menor. Esto, si el caso era interesante y él se sentía aburrido.

Colmer tenía aún otros recursos para las ocasiones en que no hallaba ningún caso. A menudo se mantenía ocupado con juegos, con los amigos y con los deportes. Y con la comida, frecuentemente con la comida. Era un hombre bajito, sosegado, a quien le gustaba mucho co­mer, especialmente cuando estaba de malhumor y no tenía otra cosa que hacer. Colmer estaba seguro de que la comida formaba parte de su propia vida.

Estaba sentado en el Vieja Dama, aguardando su cena en una pausa entre sus casos, cuando le encon­tró Bryl.

El Vieja Dama había sido una goleta en otros tiem­pos. Ahora flotaba en el muelle de Sullivan, en el cora­zón del distrito pescador del Viejo Poseidón. Cerca, las embarcaciones plateadas, de suma elegancia, iban y ve­nían diariamente, dragando las riquezas marítimas del Gran Mar de Poseidón. 

Las barcas arrastraban enormes redes llenas de sardinas plateadas y otros peces. Otras, asimismo, retenían inmensas cargas de cangrejos sala­dos. Y los barquichuelos, cosa extraña, pescaban los gigantescos peces de aletas en pico y las anguilas vam­piro, cuya carne era negruzca y mantecosa.

Todo el distrito olía a pescado, mar y sal, y Colmer lo amaba. Cuando le quedaba algún tiempo libre, se tomaba un día de asueto y paseaba por las calles re­vestidas de madera. Contemplaba las barcas de pesca al amanecer, y luego bebía hasta mediodía en los bares del muelle, buscando más tarde curiosidades en las tien­das más polvorientas que encontraba. A última hora de la tarde, descubría usualmente que tenía un apetito fe­roz. Entonces se encaminaba al Vieja Dama. Había va­rias docenas de restaurantes marineros en aquel distri­to, pero el mejor era el Vieja Dama.

Aquel día acababa de saborear un suculento plato cuando Bryl arrastró una silla y se sentó a la mesa.

–Necesito su ayuda –murmuró rápida y llanamente.

Colmer quería cenar sin compañía. Frunció las ce­jas.

–Tengo un consultorio –le recordó al otro.

–¿Tiene expedientes de todos sus clientes?

–Naturalmente –asintió Colmer.

–Yo no quiero expediente alguno. Por eso estoy aquí. Me dijeron que Adrián Colmer siempre cenaba en el Vieja Dama y que le encontraría con un poco de pa­ciencia. Ignoraba si podría esperarle mucho, pero he tenido suerte. Ayúdeme, por favor.

Colmer se sintió repentinamente interesado, despier­ta su curiosidad. Estudió al desconocido que tenía de­lante. Era un individuo alto, delgado, de rostro moreno enmarcado por el cabello, que le llegaba a los hombros; llevaba un traje anodino, que podían llevar miles de hombres. Pero la cara carecía de edad, el sujeto agitaba nerviosamente los dedos y movía constantemente los ojos. Colmer abarcó todo esto de una sola ojeada.

Claro está, podía sondear. Algunos Talentos lo ha­brían hecho, sin preocuparse de la ética profesional. Pero Colmer sólo ejercía por dinero.

Le ofreció a Bryl un vaso de vino de la botella que estaba sobre la mesa.

–Está bien –musitó–. Coma, si gusta. Y dígame por qué necesita ayuda.

Bryl aceptó el vino, y lo probó, sin dejar de mover los ojos.

–Me llamo Ted Bryl. Y quiero que me sondee. Me persiguen. Llevan años persiguiéndome. Estoy seguro de que quieren matarme, aunque ignoro por qué. Por lo que recuerdo, toda la vida me han estado cazando y yo he estado corriendo.

Colmer juntó las manos y apoyó en ellas la barbilla.

–Usted parece paranoico –decidió.

No le gustaba andarse con rodeos.

Bryl se echó a reír.

–Sí, lo parezco, claro. Pero no lo soy. He ido a la policía. Me sondearon y saben que tengo razón. A veces, incluso han arrestado a algunos de los que me persi­guen. Pero siempre acaban por soltarles. Y no me ayu­dan en nada.

–Muy paranoico.

–La policía me ha sondeado, repito.

Colmer sonrió con tolerancia.

–La policía siempre sondea –asintió.

Lo dijo como un médico pronunciando quiropracticante.

–Bien –exclamó Bryl–. Sondéeme. Véalo usted mismo.

–No se altere. Sí es usted un paranoico, seguramen­te podré ayudarle. Un Maestro Sondeador es un psicólogo calificado, entre otras cosas. Sin embargo, usted no ha hablado de precios...

–No puedo pagar nada. Tengo muy poco dinero. Con­sigo empleos, pero duran poco. He de echar a correr. Nunca están muy lejos de mí.

–Ya –Colmer le estudió un minuto–. Bien, por el momento, no tengo ningún caso. De modo que puedo interesarme por su problema. Si no se lo cuenta a na­die, le ayudaré sin pago alguno. En caso contrario, yo lo negaré, claro.

–Claro –asintió Bryl Colmer le sondeó.

Todo acabó en menos de un minuto; una rápida aber­tura de la mente de Colmer, un trago, un dragado. Para un espectador ingenuo, una sola mirada vacua.

Luego, Colmer se retrepó en su asiento, se rascó la barbilla y cogió su vaso.

–Es auténtico –murmuró–. Oh, muy extraño.., –Eso es lo que dijeron los policías al sondearme –sonrió Bryl–. Pero ¿por qué? ¿Por qué me persi­guen?

–Usted no lo sabe, de modo que yo no lo sé, ni puedo saberlo sin sondear a uno de ellos. A propósito, usted tiene una barrera. –¿Una barrera?

–Un bloqueo mental. Su memoria se remonta sólo a cinco años y unos meses, y después retrocede a la adolescencia. Que pasó hace ya mucho tiempo, claro. Indudablemente, usted sufrió bastante. En su cabeza hay un gran agujero. Y, por algún motivo, alguien lo puso allí.

Bryl pareció asustado súbitamente. –Lo sé –murmuró–. Creo que fue cosa de ellos. Yo debo de saber algo, algo muy importante. Y ellos se llevaron mi memoria. Pero temen que la recobre. De modo que ahora quieren matarme. ¿No es así?

–No –denegó Colmer–, no puede ser tan simple. Si fuesen unos criminales, la policía no les volvería a soltar. Y recuerde que esto ha sucedido ya varias veces. En Newholme, en Baldur, en Silversky. Ha viajado us­ted mucho. Le envidio –sonrió el Maestro.

Bryl no correspondió a la sonrisa.

–He huido mucho, quiere decir. No me envidiaría de haber sido usted el fugitivo. Mire, Colmer, vivo en un temor constante. Cada vez que miro por encima del hombro, me pregunto si estarán ya muy cerca de mí. Y a veces lo están.

–De acuerdo, ya lo vi. La vez en que la joven gruesa estaba sentada en su apartamento cuando usted entró en él. El individuo que aguardaba en el aerospacio cuando usted regresó de su viaje a los puertos orbita­les. La rubia que le siguió en el carnaval. Recuerdos vi­vidos, en abundancia. Muy estremecedor.

Bryl le estaba mirando, con el asombro escrito en su semblante.

–¡Dios mío! ¿Cómo puede usted hablar así? Colmer, usted es un pez de sangre fría.

–A la fuerza. Soy un Sondeador.

–¿Qué más puede decirme?

–Que los tres actúan juntos. Pero usted ya lo sabe, ¿no es cierto? La rubia es telépata. Por eso puede se­guirle. El individuo es el guardaespaldas de la rubia. La gruesa... no lo sé. Es muy rara. Sonríe como una idio­ta. No comprendo su función en esto. Pero parece ate­rrarle a usted.

–Sí –Bryl sintió un escalofrío–. Lo entendería si la viese. Es gorda. Enorme y blanca, como un inmenso caracol. Y siempre sonríe, maldita sea, siempre me son­ríe. Nunca sé cuándo se presentará. Aquella vez en Newholme estaba sentada, sonriéndome... Fue como... como encontrar una cucaracha en un plato de sopa a medio comer. ¡Qué asco!

–Y usted está convencido de que desea matarle –re­flexionó Colmer–. Ignoro por qué. Si hubiera que eje­cutar un asesinato, el hombre sería el instrumento más lógico. Es muy alto, y parece muy fuerte. Usted ya ha visto la pistola que lleva.

–Lo sé –asintió Bryl–. Pero no sería él el asesino. También lo sé. Por esto la gorda sonríe siempre.

–Puede usted comprar una pistola y matarles a ellos –aconsejó Colmer.

–Nunca... –tartamudeó el cliente muy sorprendi­do–, ...nunca había pensado en ello.

–Cierto, y es muy extraño. ¿No lo cree así?

–Sí, pero no podría matar. No soy un hombre vio­lento.

–Al contrario, es usted muy violento –objetó Col­mer–. Aunque estoy de acuerdo. Usted no quiere usar la fuerza contra ellos por algún motivo que ni usted mismo sabe.

–¿No puede ayudarme? –Bryl agitaba nerviosamen­te los dedos–. ¿Antes de que me encuentren?

–Tal vez sí. Sin embargo, ya le han encontrado. La rubia acaba de entrar en el restaurante. Y la conducen a una mesa.

Bryl lanzó un gemido sordo y giró sobre sí mismo en su silla. Al otro lado del local, el maitre acompañaba a una joven muy rubia hasta una mesa. Bryl la contem­pló, boquiabierto.

–¡Dios mío! –murmuró–. ¡No quieren dejarme tran­quilo!

De repente se puso en pie y echó a correr. A correr, literalmente, saliendo del Vieja Dama. La rubia ni si­quiera le miró.

Colmer le vio irse, y luego se asomó al ojo de buey. Bryl todavía se aterraría más al llegar al muelle. Allí abajo, una chica gorda, con una sonrisa idiota, estaba sentada al borde del desembarcadero, contemplando cómo sacaban la pesca de las barcas.

–Muy dramático –comentó Colmer.

En aquel momento le sirvieron el segundo plato; pescado azul cocido con queso. Sin embargo, se levantó.

–Voy a reunirme con aquella joven –le dijo al ca­marero, señalando a la rubia–. Lleve allí mi cena.

Atravesó el establecimiento y tomó asiento. El ca­marero le siguió con el plato de pescado.

La rubia levantó la mirada.

–Adrián Colmer –pronunció–. He oído hablar de usted.

Colmer le dio las gracias.

–Me ha sondeado sin mi permiso. Muy antiprofesio­nal, jovencita. Pero la perdono. Estoy seguro de que no ha visto gran cosa. Mis defensas son excelentes.

–Cierto –sonrió ella–. Supongo que era inevitable, que él solicitase un sondeo privado. ¿Qué es lo que sabe usted?

–Todo lo que él sabe. Lo bastante para hacerla arres­tar a usted, a menos que me lo explique todo.

–Él nos ha hecho arrestar de cuando en cuando. Y la policía siempre nos ha soltado. Pero adelante, son­dee.

–¿No piensa resistirse?

–No. Me sentiré muy honrada.

Colmer la sondeó.

No llegó muy lejos. Al fin y al cabo, ella era un Ta­lento. Sólo una ojeada, pero fue bastante. Después, el Maestro se retrepó en la silla, parpadeando rápidamente con gran confusión.

–Cada vez es más curioso. ¿Él la contrató?

–No lo recuerda, claro. Fue parte del trato. Pero po­seemos todos los documentos. Suficiente documentación para convencer a la policía siempre que nos detienen. Y no pueden decírselo a él. Esto también está en los docu­mentos. De lo contrario, se rompería la barrera y ha­bría una grave demanda judicial.

–Edward Bryllanti –murmuró Colmer–. Sí, ese nombre me suena. Muy acaudalado. Podía permitírselo Pero ¿por qué lo hizo? Una existencia de temor constan­te, de constantes fugas...

–Fue idea suya –explicó la joven–. Incluso esco­gió a Freda. Claro está, es idiota. Con el cerebro tras­tornado. Tenemos que llevarla de la mano y dejarla donde él pueda verla. Pero algo de esa gorda le aterra. Y echa a correr de nuevo.

Colmer empezó a comer. Masticaba lenta, pensativa­mente.

–No lo entiendo –admitió al fin, entre dos bocados.

–Usted no ha sondeado bastante –sonrió la rubia–. ¿No lo descubrió? Dígame, ¿no se ha preguntado algu­na vez si alguna cosa valía la pena? ¿No ha pensado en ocasiones que todo carece de significado, que todo está vacío?

Colmer se limitó a mirarla fijamente, sin dejar de masticar.

–Bryllanti lo pensó muchas veces –prosiguió ella–. También tenía psiquismos, y consultó a Sondeadores. No le sirvieron de nada. Y finalmente hizo esto. Ahora ya no ha vuelto a pensarlo. Vive todos los días plena­mente, porque piensa que cada día puede ser el último. Vive constantemente agitado, con un miedo continuo, y no le queda tiempo para pensar si vale o no la pena vivir. Está demasiado ocupado y, así, se limita a se­guir viviendo. ¿Lo entiende ahora?

Colmer continuaba mirándola, sintiendo de repente un intenso frío. El pescado en su boca tenía el sabor de aserrín mojado.

–Pero huye –murmuró al fin–. Su vida está vacía. Sólo corre, corre sin ningún sentido, por un sendero de su propia creación.

–Me defrauda usted, Maestro –suspiró la rubia– o Esperaba una visión más acertada de un Maestro Sondeador. ¿No lo comprende? Todos corremos.

Después de oír estas palabras, Colmer decidió reba­jar sus precios, y conseguir más casos. Pero a menudo todavía cambia de humor.

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