Ella espera a todos los nacidos - James Tiptree Jr

     Nace en los paramos del no-ser, centellea, nace de nuevo y se mantiene unida, se hincha y extiende. Vive sin vida, lucha contra la marea gris de la entropía, persiste de manera insólita, configurando complejidades cada vez más ricas hasta formar una ola creciente. Y crece en verdad como una ola, pues mientras la cresta aflora triunfal a la luz del sol, cada una de sus partículas se precipita para siempre en la oscuridad y se disuelve en la nada en el momento del salto. 

    Triunfa al parecer, pues no nació sola. Viene siguiéndola en el ser su oscura gemela, su Adversaria, la sombra que incesantemente la devora por dentro. Perseguida sin piedad, atacada en cada órgano vital, la ola viviente arroja espuma y su billón de crestas fugaces aflora a la luz por encima del dolor y la muerte que la reclaman. La sustancia mortal lucha y se extiende durante eones innumerables. Impulsada por la muerte, huye con creciente ligereza de su Enemiga hasta que corre y brinca y se remonta en la luz relampagueante. Pero no puede vencer al fuego de sus carnes, pues las extremidades que la sustentan son Muerte, y Muerte son las alas que la elevan. En el dolor de sus miríadas de miembros victoriosos y moribundos, la Vida surca el aire indiferente...

    La madriguera es oscura. Pelicosaurio se acuclilla sobre las crías, y su vago nódulo de percepciones sólo retiene la sensación de los hocicos que sorben la piel glandular del vientre en medio de algo que no es pelo. Afuera suena un eructo estruendoso y gorgoteante. La madriguera tiembla. Pelicosaurio se agazapa, tieso. Los cachorros acurrucados se petrifican. Todos menos uno, una hembra que se ha escabullido y husmea nerviosa los recovecos de la madriguera. Avanza medio agachada, el cuerpo separado de la débil faja del hombro de reptil.

Más ruidos fuera. La tierra llueve dentro del nido húmedo. La madre se acurruca aún más, encerrada en una quietud reflexiva. El cachorro olvidado trepa ahora por un túnel.

Cuando desaparece, el gigantesco hadrosaurio del río decide salir. Veinte toneladas de reptil aplastan la orilla blanda. Tierra, rocas y raíces se derrumban y aplastan a Pelicosaurio y sus cachorros y otros habitantes de la costa en una gelatina terrosa, una artesa de destrucción detrás de la fugitiva. Se oye un batir de alas correosas, pterosaurios que bajan a picotear las ruinas.

Más arriba, junto a una raíz de gimnosperma, el cachorro solitario forcejea para liberarse. Se intimida al oír los gruñidos roncos de los depredadores. Luego un oscuro tropismo despierta en ella, una necesidad indefinida de espacio y de ascenso. Aferra torpemente el tronco de la gimnosperma con las extremidades delanteras. Una larva avanza en la corteza. Automáticamente ella la captura y la devora mientras parpadea tratando de enfocar los ojos más allá... Luego se pone a trepar, llevando en la intrincada red de sus genes la anomalía diminuta que la ha salvado. En el huevo del que naciera, una molécula varió imperceptiblemente de estructura. De su programa aberrante ha surgido un ínfimo enfriamiento de la orden que impulsa a la especie a petrificarse, una pequeña tendencia a actuar bajo presión. El cachorro que ya no es enteramente Pelicosaurio siente que sus patas mal adaptadas resbalan en la rama, manotea para asirse, cae y se arrastra fuera de la tumba de su especie.

    Así la ola de la vida asciende bajo el látigo de la Muerte, crece, cobra fuerzas, se diversifica sin límites. Pereciendo y resurgiendo, se remonta a victorias más altas y complejas por encima del montículo de cadáveres. Se hincha y emerge encrespada, luchando cada vez con más fuerzas, lanzada en trayectorias más audaces para escapar del dolor. Pero lleva a la Enemiga dentro, pues la Muerte es el poder de su impulso. Muriendo en cada individuo, pero renovada a cada instante, la ola múltiple de la Vida salta a la extrañeza...

 Aullando, el ser lampiño corre velozmente, cae a tierra, y chilla de nuevo cuando lo golpea una piedra. Gira y se escabulle, cojeando ahora. No puede eludir la andanada de proyectiles arrojados por esos brazos más fuertes, mejor articulados. Le dan en la cabeza. Cae. Los bípedos lo cercan. Y con gritos de alegría que aún no son palabras caen sobre el hermano con quijadas filosas y piedras puntiagudas.

    El tumulto de vida y muerte crece, sube como un chorro hacia la luz. El billón de fragmentos atormentados adquiere un ser más intenso, salta como una gran bestia encima de los despojos de la Adversaria. Pero no puede liberarse, pues la fuerza de su vida es la Muerte, y su fuerza es como la fuerza de las muertes que la consumen, cada una de sus partículas es impulsada por la potencia de la Atacante oscura. En la medida de su muerte, la Vida aflora, triunfa y rueda irresistible por el planeta que la ha engendrado...

 Dos jinetes avanzan lentamente por la pradera bajo la fría lluvia otoñal. El primero es un joven con un pony manchado. Conduce a un ruano de orejas negras donde el padre cabalga sin fuerzas, respirando boquiabierto con el pecho herido por un balazo. La mano del hombre empuña un arco pero no hay flechas. Las reservas y provisiones de los kiowas se perdieron en Palo Duro Canyon, y la últimas flechas fueron disparadas en la matanza de Staked Plains hace tres días, cuando murieron su esposa y su hijo mayor.

    Cuando pasan por un bosquecillo de sauces la lluvia amaina un momento. Ahora ven los edificios del hombre blanco delante: Fort Sill con su corral de piedra gris. En ese corral han desaparecido sus amigos y parientes, familia por familia, rendidos al enemigo implacable. El muchacho frena el caballo. Ve una columna de soldados que sale del fuerte. Su padre emite un sonido, trata de levantar el arco. El joven se lame los labios. Hace tres días que no come. Azuza al pony para seguir adelante.

Mientras cabalgan, débiles ecos de un tiroteo les llegan en el viento húmedo, desde un campo al oeste del fuerte. Los blancos están matando a los caballos kiowas, les destruyen la vida de sus vidas. Para los kiowas éste es el fin. Se los contaba entre los mejores jinetes del mundo, y la guerra era su ocupación sagrada. Tres siglos antes habían bajado de las oscuras montañas, habían adquirido caballos y un dios, y habían irrumpido gloriosamente para gobernar sobre una franja de mil quinientos kilómetros. Pero nunca pudieron entender que la Caballería de los Estados Unidos avanzaba tenaz e implacable. Ahora están acabados.

Los kiowas han sido templados por la dureza natural, por milenios de muertes en un mundo salvaje. Pero esa dureza no es suficiente. Esos soldados pálidos que tienen delante han sobrevivido a siglos más fatales en los calderos de Europa. Se lanzan contra los indios con el poder derivado de incontables generaciones de asesinatos en batallas, muertes bajo tiranías implacables, hambrunas y pestes. Como ha ocurrido antes y antes y antes, los hijos grises de la muerte más vasta ruedan hacia adelante, conquistan y se propagan por la tierra.

    Así la gran Bestia aúlla entre las llamas que la devoran, las miríadas de vidas de su ser un crisol de muertes cada vez más feroces y vida más ascendente. Y ahora su ímpetu agónico se altera. Lo que había sido vuelo se transforma en batalla. La Bestia se vuelve hacia la enemiga que la hostiga y lucha por arrancarse la Muerte del corazón. Lucha desesperadamente, brotando de las heridas que son su vida, forcejea para salvar algún fragmento mientras la Muerte extermina individuos enteros. Pues la Muerte es la gemela de su esencia, crece con la vida y la furia de su ataque crece con el poder que la ataca. Trabadas en íntima batalla, la Bestia y su Enemiga se acercan ahora a una espantosa fase de dolor. El combate se intensifica, rompe las normas de la materia. El tiempo se acelera...

    Mientras la noche se cierne sobre el Mediterráneo, el vapuleado carguero se desliza con gran cautela para sortear a los enemigos de Chipre. La lluvia y la oscuridad lo ocultan. Avanza con todas las luces apagadas, sofocado cada ruido humano. Sólo el ronroneo de las máquinas y el chapalear de la hélice herrumbrada podrían poner alerta al enemigo. En su cuerpo lleva un cargamento precioso, las chispas acurrucadas y silenciosas de la vida. Niños. Los sobrevivientes, los puñados rescatados entre los seis millones de cadáveres de los campos de exterminio, salvados de los veinte millones aniquilados por el Reich. En la oscuridad y la desesperación se arrastra haciendo agua, y la tripulación no se anima a poner en marcha las bombas rechinantes. Oculto por la noche humea milla tras milla a través del bloqueo para llevar los niños a Palestina.

Entretanto, en el otro lado del mundo, en la mañana de esa misma noche, un solo bombardero se separa de la escolta y avanza tenazmente hacia el oeste a través del aire frío. El Enola Gay vuela hacia Hiroshima.

    Impulsada por el dolor, acicateada por la muerte, la Bestia convulsa lucha contra su Enemiga. Crece entre renovados suplicios, retrocede hacia nuevos resplandores, alcanza victorias cada vez mayores sobre la Muerte, y recibe a su vez ataques más desgarradores. El combate llamea invisible a través del planeta, se intensifica hasta traspasar las fronteras de la tierra y se desplaza parcialmente al espacio. Pero la Bestia no puede escapar, pues lleva a la Muerte consigo y alimenta a la Muerte con su fuego. La batalla asciende, colma la tierra, el mar y el aire. Entre sufrimientos supremos asciende a una cresta de fuego viviente que es una tiniebla sobre el mundo...

 - Doctor... Ha sido hermoso - susurra la enfermera jefe a través de la máscara.

Los ojos del cirujano observan el espejo donde se ven las manos de la suturista manipular delicadamente las capas sujetas con pinzas, luego miran la pantalla de bíoretroalimentación, revisan los niveles de cambio plasmático, reparan en las caras tensas del equipo de anestesistas, regresan atentos al espejo. Atentos, pero en verdad ya ha terminado. Un éxito, un éxito rotundo. Los órganos del niño funcionarán ahora perfectamente, el moribundo vivirá. Otra imposibilidad lograda.

La enfermera jefe repite un suspiro apreciativo y ahuyenta un pensamiento. El pensamiento de los millones de niños que en todas partes mueren de hambre y enfermedad. Niños saludables, además, no como éste, condenado desde el nacimiento, sino perfectamente funcionales. Mueren inexorablemente de a millones por falta de alimentos y cuidados. No lo pienses. Aquí salvamos vidas. Hacemos todo lo posible...

    La sala de operaciones está protegida contra los sonidos de la ciudad, que sin embargo penetran como un murmullo persistente y tenue. Casi sin darse cuenta la enfermera advierte un nuevo sonido en el murmullo: un chillido estridente. Luego oye que los internos se mueven detrás. Alguien susurra urgido. Los ojos del cirujano no tiemblan, pero la cara se pone rígida sobre la máscara. Ella debe protegerlo de la distracción. Cuidando de que sus ropas no susurren, se vuelve hacia los impertinentes. Hay un estallido de voces remotas en el corredor.

- ¡Silencio! - susurra con una intensidad sin voz, fulminando a los internos con su mirada gris. Y en ese momento reconoce al chillido estridente. Sirena antiaérea. El alerta de veinte minutos que indica que los proyectiles deben de estar en camino desde una tierra extraña. Pero no puede ser serio. Sin duda algún ejercicio, muy laudable, desde luego. Pero no hay que permitir que perturbe en la sala de operaciones. El ejercicio puede llevarse a cabo en cualquier momento. Aquí faltan más de veinte minutos para terminar.

- Silencio - jadea, severa. Los internos se quedan tiesos. Satisfecha, ella se vuelve con orgullo, ignorando la fatiga, ignorando el tenue gemido estridente, aun ignorando por último el terrible relámpago que traspasa el techo.

    Y la Bestia desgarrada se estrella, se funde con su Enemiga en un billón de fragmentos hirvientes y diminutos que cambian de forma bajo los fuegos de un billón de muertes radiantes. Pero sigue siendo una, aún articulada por el tormento y una vitalidad interminable. Con su plasma más íntimo expuesto a las energías letales la Vida lucha con más intensidad aún, ataca más ferozmente a la Muerte que apaga sus vidas momentáneas y renacidas. La batalla se enardece hasta invadir los mismos substratos del ser. Se alcanza el paroxismo culminante, en el extremo del dolor se halla una respuesta extrema. La Bestia penetra al fin en la esencia del Adversario y la asimila. En trascendencia definitiva. La vida engulle a la Muerte y funde el corazón de su antigua Enemiga con el propio...

     El bebé que yace entre los muslos muertos de la madre es muy pálido. Consternado, el curador lo libera del cieno del nacimiento, lo alza. Es mujer, y perfectamente formada pese a la blancura de la tez. El bebé inhala, se asfixia, no llora. El curador se lo pasa a la comadrona, que está cubriendo el cadáver de la madre. Tal vez la palidez es natural, piensa. Toda la tribu de los blancos tiene la tez muy pálida, aunque no tan blanca como ésta.

- Una hermosa niña - dice la comadrona cuando la toquetea -. Abre los ojos, niña.

La niña se retuerce suavemente pero mantiene los ojos cerrados. El curador le levanta un párpado delicado. Debajo hay un ojo grande, plenamente formado. Pero el iris es blanco alrededor de la pupila negra. Le pasa la mano por delante. El ojo no reacciona ante la luz. Extrañamente perturbado, examina el otro. Es igual.

- Ciega.

- Oh no. Una niña tan dulce...

El curador medita. Los blancos son una tribu civilizada, aunque hayan vivido cerca de dos grandes cráteres antes de venir al mar. Sabe que el albinismo de su gente a menudo se combina con defectos ópticos. Pero la niña parece saludable...

- Yo la tomaré - dice Marn, la comadrona -. Todavía tengo leche, mira.

Observan cómo la niña husmea el pecho de Marn y felizmente encuentra su alimento del modo más normal.

Las semanas se transforman en meses. La niña crece, pronto sonríe, pero sus ojos siguen a oscuras. Es una niña apacible. Farfullea, ríe, emite un sonido que seguramente es 'Marn, Marn'. Marn la ama tenaz y culposamente; todos sus hijos son varones. Llama 'Nieve' a la niña pálida.

Cuando Nieve empieza a gatear Marn la observa con ansias, pero la niña avanza con tranquila habilidad, como si captara dónde están las cosas. Una niña feliz; canta cancioncillas y pronto se yergue junto a los pantalones de cuero de Marn. Empieza a caminar sola y Marn vuelve a temer. Pero Nieve es cautelosa y diestra, rara vez tropieza. Cuesta creer que es ciega. Ríe a menudo, sufre sólo unas pocas magulladuras y raspones que cicatrizan con asombrosa rapidez.

Aunque menuda y ligera, es una niña saludable que disfruta de las nuevas experiencias, los nuevos olores, sonidos, gustos, contactos, las nuevas palabras. Habla con una voz cordial y poco infantil. Su mundo oscuro no parece perturbarla. Tampoco muestra los estigmas de la ceguera. La cara es plástica, y cuando sonríe las pestañas largas y blancas tiemblan sobre las mejillas como si ella las cerrara por bromear.

El curador la examina cada año, y cada vez se resiste más a afrontar esa inexpresiva mirada plateada. Sabe que tendrá que decidir si corresponderá permitirle criar, y le preocupe encontrarla tan tenaz en otros sentidos. Será difícil. Pero al tercer año se ahorra el trabajo de decidir. Se siente muy mal cuando al examinarla descubre que la niña ha contraído esa nueva y devastadora enfermedad que el no puede curar.

La vida cotidiana de los blancos prosigue. Se trata de un pueblo bien alimentado, litoral, que habla anglés. El año se centra en la pesca masiva de peces que remontan el brazo marino para desovar. Casi todos los peces son todavía reconocibles como formas de trucha y salmón. Pero todos los años los blancos inspeccionan las primeras redadas con un precioso artefacto, un antiguo contador Geiger que es cuidadosamente recargado con el generador hidráulico.

Cuando llegan los días cálidos Nieve va con Marn y sus hijos a la playa, donde se hará la inspección de los primeros peces. Las redes están corriente abajo, en la boca del cañón. Las playas se abren al brazo marino, rodeadas por peñascos altos y nevados. Las hogueras arden alegremente en las arenas, hay música y niños que juegan mientras los adultos observan cómo los pescadores tironean de las redes convulsas y centelleantes. Nieve corre y ríe, chapaleando en la orilla helada.

- Allá arriba hay voladores - le dice el jefe de los pescadores a Marn. Ella escudriña los peñascos en busca de una figura roja y fugaz. Los voladores se han vuelto más audaces tal vez por el hambre. El invierno pasado llegaron a una cabaña apartada y robaron un niño. Nadie sabe exactamente qué son. Algunos dicen que son grandes monos, algunos creen que son hombres degenerados. Tienen forma de hombres, pequeños pero fuertes, con repliegues de piel floja entre las extremidades que les permiten volar trechos cortos. Emiten gritos que no son lenguaje, y siempre están hambrientos. En las épocas de secar la pesca, los blancos hacen guardia para patrullar las hogueras día y noche.

De pronto hay gritos en el cañón.

- ¡Voladores! ¡Se dirigen a la ciudad!

Los pescadores regresan prontamente a la costa, y una partida de hombres se dirige corriente arriba a la aldea. Pero apenas se van, un anillo de cabezas rojizas asoma por los peñascos cercanos, y de pronto más voladores se lanzan sobre la costa.

Marn recoge una rama de una hoguera y corre al ataque a la vez que grita a los niños que retrocedan. Ante el contraataque de las mujeres los voladores se alejan. Pero están desesperados y vuelven una y otra vez hasta que muchos mueren. Cuando los últimos atacantes se pierden entre las rocas Marn advierte que la niña ciega no está con los otros niños junto a las fogatas.

- Nieve, Nieve, ¿dónde estás?

¿La habrán capturado los voladores? Marn corre frenéticamente por la playa, rebusca entre las piedras, llama el nombre de Nieve. Atrás, en una estribación rocosa ve las piernas tiesas de un volador y corre a mirar.

Dos voladores yacen inmóviles. Y justo al lado está lo que temía encontrar: un cuerpo menudo y plateado en un charco de sangre.

- Nieve, mi niña, oh no...

Corre a agacharse al lado de Nieve. La niña tiene un brazo herido, casi cercenado. Un volador debió de empezar a comerla antes que otro lo atacara. Marn se agacha sobre el cuerpo, se niega a reconocer que la niña pueda estar muerta. Se obliga a mirar la espantosa herida y de pronto mira con más atención; está viendo algo que le dilata aún más los ojos desencajados. Un nuevo grito le nace de la garganta. La mirada va de la herida a la cara blanca y rígida.

Lo último que ve son las largas pestañas que se alzan y se abren para revelar los brillantes ojos plateados.

El hijo mayor de Marn las encuentra así: los dos voladores muertos, la mujer muerta y la niña, milagrosamente viva y sin una sola cicatriz. Todos aceptan que Marn ha perecido para salvar a Nieve. La niña no sabe explicar.

Desde entonces Nieve, la doblemente huérfana, se cría entre los hijos del jefe de los pescadores.

Crece, aunque muy despacio, hasta transformarse en una muchacha grácil y querida. Pese a la ceguera es diestra y útil en muchas tareas. Es sagaz y paciente en el trabajo interminable de remendar redes y secar pescado y extraer aceite. Hasta sabe recoger frutos, tanteando los arbustos con las manos ágiles y menudas, casi tan expertas como ojos. Recorre los senderos que recorría Marn, para traer raíces, setas, huevos de pájaros y los mejores bulbos comestibles.

El nuevo curador la observa perturbado, sabe que tendrá que tomar la decisión tan temida por su predecesor. ¿Qué gravedad tendrá el defecto de la muchacha? El viejo curador había pensado en la conveniencia de vetarla, impedirle criar, a menos que la ceguera pasara. Pero le perturbaba mirar a esa muchacha brillante y saludable. Ha habido tanta enfermedad en la tribu, esa plaga que él no puede combatir... Los niños no sobreviven. ¿Cómo podría vetar a esa pequeña criadora potencial, que es tan activa y vigorosa? Y sin embargo, la ceguera parece ser hereditaria. Y la niña no crece normalmente. Los años pasan y no madura. Casi se tranquiliza al ver que Nieve es todavía una pequeña mientras el hijo varón del jefe de pescadores llega a la virilidad y tiene canoa propia. Quizá nunca se desarrolle, piensa. Quizá no haya necesidad de decidir.

Pero lenta e imperceptiblemente el cuerpo menudo de Nieve se alarga y redondea, hasta que un año durante el deshielo el curador ve que le han crecido pechos pequeños sobre las costillas angostas. El día anterior era una niña pero hoy es, inequívocamente, una mujer. El curador suspira al estudiarle la cara tierna y animada. Es difícil considerarla defectuosa. Los ojos estrechamente cerrados parecen tan normales... Pero dos de los niños nacidos muertos eran muy pálidos también, de ojos muy blancos. ¿Es una mutación letal? El problema lo inquieta. No puede resolverlo solo. Decide llamar a un consejo de la tribu.

Pero su plan nunca se pondrá en acción. Alguien más ha estado estudiando a Nieve. Es el hijo más joven de la mujer que anuncia el clima, que la sigue a un bosquecillo de helechos.

- Estos son los que comes tú - le dice Nieve al alcanzarle las hojas amarillas. El le mira el delicioso y menudo cuerpo. Imposible recordar que ella le triplica la edad.

- Quiero... Quiero hablar contigo, Nieve.

- ¿Sí? - ella sonríe, le brinca el corazón.

- Nieve...

- ¿Qué, Byorg? - esas pestañas de plata tiemblan como si estuvieran por entreabrirse, pero no lo hacen, y él se compadece de su ceguera. Le toca el hombro, ella se le acerca con naturalidad. Está sonriendo, su respiración es entrecortada. El la abraza y piensa cómo ha de complacerle ese contacto en su mundo tenebroso. Debe ser gentil.

- ¿Byorg? - jadea ella -. Oh, Byorg...

El trata de contenerse estrechándola con más fuerza, tocándola, sintiéndola temblar. El también está temblando, y la acaricia por debajo de su túnica ligera. Siente cómo ella se entrega y trata de apartarla mientras jadea con avidez.

- Oh Nieve... - por encima de la palpitación de su sangre él percibe vagamente un sonido arriba, pero sólo puede pensar en el cuerpo que está abrazando.

Un aullido áspero suena a sus espaldas. - ¡Voladores!

Se vuelve demasiado tarde. La figura aleteante y roja le ha arrojado algo, una lanza, y Byorg se tambalea aferrando una vara de hueso que le atraviesa el cuello.

- ¡Corre, Nieve! - trata de gritar, pero ella sigue allí, intentando sostenerlo cuando cae. Pasan más voladores. Mientras el mundo se desvanece, lo último que él ve son los ojos enormes y blancos que se abren.

Silencio.

Nieve se levanta lentamente, sin cerrar los ojos. Deposita la cabeza del muchacho en el musgo. Tres voladores muertos yacen alrededor. Ella escucha, oye débilmente gritos que vienen de la aldea. Comprende que es un ataque en gran escala. Y los voladores nunca han utilizado antes armas. Temblando, acaricia el pelo de Byorg. Tiene la cara arrugada de dolor pero los ojos permanecen abiertos, reflectores plateados que escudriñan la infinitud.

- No - dice en un tono entrecortado - ¡No! - se levanta de un brinco, va hacia la aldea, tropieza como una ciega mientras corre con los ojos abiertos. Tres voladores descienden a sus espaldas. Ella grita y se vuelve. Ellos caen como bultos rojos y amorfos y ella sigue corriendo, oyendo el clamor de la batalla ante los muros de la aldea.

Los frenéticos aldeanos no la ven llegar. Combaten contra una horda de voladores que se ha infiltrado por portón lateral y aletea entre las chozas. Las antorchas han encendido la paja en la entrada principal. Han caído voladores y blancos por igual. De pronto se redoblan los alaridos en las cabañas. Se ve a seis voladores que brincan y aletean torpes de un techo a otro llevando niños secuestrados.

Hombres y mujeres los persiguen feroces, imprecantes. Un volador se detiene para morder salvajemente el cuello de la víctima, y salta hacia adelante. El grupo deja atrás a los perseguidores y se lanza hacia el muro exterior.

- ¡Detenedlos! - grita una mujer, pero no hay nadie allí. Pero cuando los voladores se disponen a brincar, algo los detiene. En vez de volar ruedan flojamente con los cautivos y se precipitan al suelo delante de los muros.

Otros voladores también han dejado de aullar y atacar, y caen.

Los aldeanos se inmovilizan perturbados y advierten una quietud que se extiende desde las puertas.

Luego ven a Nieve en la luz de la tarde. Una figura blanca y esbelta que les da la espalda rodeada por un cúmulo rojo de voladores. Está encorvada, derribada por una lanza que le atraviesa el costado. La sangre le mancha los muslos.

Trata penosamente de volverse hacia ellos. La ven tironear débilmente de la lanza. Mientras observan azorados ella se arranca el arma y la arroja. Y se yergue, todavía sangrante.

El curador está muy cerca. Sabe que es demasiado tarde, pero corre hacia ella entre los cuerpos de voladores dispersos en el suelo. En la penumbra ve un trozo brillante de intestino desgarrado que cuelga de la herida mortal. Aminora el paso, sorprendido. Luego ve que el flujo de sangre disminuye y cesa. Ella está muerta pero sigue de pie.

- Nieve...

Ella yergue la cabeza ciegamente, sonríe con extraña timidez.

- Estás herida - dice él, estúpidamente, asombrado de ver que la carne abierta de la herida parece de algún modo radiante en la luz crepuscular. ¿Se está... moviendo? Se detiene, mira atemorizado, no se atreve a avanzar más. La grieta donde ha visto vísceras parece que se tapara, que se cerrara por sí sola. El cuerpo blanco está manchado de sangre pero cicatriza ante su mirada incrédula. El curador tiembla violentamente, los ojos desorbitados. Ella sonríe más cálidamente y se yergue con más firmeza. Se echa el cabello hacia atrás.

A espaldas de ellos un volador aúlla al ser derribado. ¿Ha tenido alguna alucinación? Sin duda no, se dice. No debe decir nada.

Pero mientras lo piensa oye un jadeo contenido a sus espaldas. Otros lo han visto. Alguien murmura entre dientes y se percibe el pánico.

Esos voladores..., piensa confundido, ¿cómo murieron? No tienen heridas. ¿Qué los mató? Cuando se acercaron a ella, ella los... ¿Qué?

Escucha que ahora susurran una palabra a sus espaldas, una palabra que los blancos no han oído en doscientos años. El murmullo crece. Y luego es roto con gemidos. Las madres han descubierto que los niños rescatados también yacen tiesos entre los voladores que los habían capturado. En realidad no están a salvo sino muertos.

- ¡Bruja! ¡Bruja! ¡Bruja!

La multitud ha formado un círculo amenazador que se cierra cautelosamente pero con furia creciente sobre la muchacha blanca y rígida. La cara ciega se vuelve inquisidora, todavía sonriente, sin entender la amenaza. Una piedra le pasa al lado, otra le golpea el hombro.

- ¡Bruja! ¡Bruja asesina!

El curador se vuelve hacia ellos alzando los brazos.

- ¡No! ¡No lo hagáis! Ella...

Pero la voz es ahogada por el griterío. La voz no le obedece, está demasiado aterrado. Más piedras vuelan desde las sombras. A sus espaldas la muchacha grita de dolor. Las mujeres avanzan y lo hacen a un lado. Un hombre que empuña una lanza salta.

- ¡No! - grita el curador.

El hombre cae de golpe en medio del salto, cae blandamente sobre los voladores muertos. Y las mujeres también caen. Los chillidos se mezclan con los gritos. Sin saber lo que hace, el curador se inclina sobre el hombre derribado, lo encuentra inerte. Sin aliento, sin heridas. Sólo la muerte. Y la mujer que tiene al lado, igual, y también la otra. Y todas.

El curador percibe el silencio poco natural que se difunde en el crepúsculo. Yergue la cabeza. Alrededor de él, la gente ha caído como grano segado. Nadie está de pie. Un niño sale corriendo desde detrás de una choza y cae instantáneamente. Incapaz de aceptar esa enormidad, el curador ve que la aldea entera ha muerto.

A sus espaldas, donde la muchacha Nieve está sola, de pie, también hay un silencio ominoso. Sabe que ella no ha caído. Es ella quien lo ha hecho. El curador es un hombre muy valeroso. Lentamente se obliga a volverse y mirar.

Ella está erguida entre los muertos, una forma ligera y aniñada que mira hacia otro lado, una mano que masajea lastimera el hombro. La cara de perfil está fruncida, no sabe si de dolor o de furia. Tiene los ojos abiertos. Ve una órbita enorme y plateada que se ensancha cuando recorre la aldea silenciosa. La cabeza gira lentamente hacia él, la mirada lo alcanza.

Y cae.

Cuando el crepúsculo pinta el valle de gris, una silueta menuda y pálida sale calladamente de las chozas. Está sola. En todo el valle nadie respira, no se mueve ninguna criatura. El crepúsculo relumbra en los ojos plateados y abiertos.

Con movimientos serenos, la muchacha llena la cantimplora en el pozo y mete la comida en la mochila. Luego mira por última vez los cuerpos tumbados de su gente, tiende la mano y se repliega, la cara inexpresivo, los ojos neutros y anchos. Se calza la mochila en los hombros. Caminando con toda soltura, pues no está herida, toma el sendero del valle, hacia donde sabe que hay otra aldea.

La mañana brilla alrededor. Su figura ligera es tierna con la promesa del amor, la cara erguida a la brisa de la mañana es dulce de vida. En su corazón hay soledad. Ella pertenece a la humanidad y va en busca de compañía humana.

Su primera jornada no será larga. Pero pronto deberá reanudar la marcha una y otra vez, pues su aureola lleva la consunción y la Muerte en los ojos. Encontrará y perderá, y buscará y encontrará y perderá de nuevo, y volverá buscar. Pero tiene tiempo. Tiene todo el tiempo del mundo, tiempo para buscar y rebuscar en el mundo entero, pues es inmortal.

No descubrirá a nadie de su propia especie. Nunca sabrá si alguien como ella ha nacido en otra parte. Solo ella ha sobrevivido.

Dondequiera que va también va la Muerte, inexorable. Vagará para siempre, hasta ser la última humana, hasta ser la misma Humanidad. En sus carnes la promesa eterna, en su mirada la eterna condenación, lo absorberá todo. Al final vagará y esperará sola a través de los siglos lentos lo que pueda bajar de los cielos.

    Y así la Bestia y su Muerte son una al fin, como cuando mueren las llamas de una conflagración mundial para dejar en su corazón una forma cristalina e imperecedera. Fraguada con Vida-en-Muerte, la figura final de la humanidad espera en perpetua quietud en la tierra desgastada e indiferente. 

    Hasta que después de eones inimaginables, extraños seres acicateados por sus propios sufrimientos vengan de las estrellas para darle un fin desconocido. Tal vez ella los visite.

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