La noche del vals y el nocturno - Francisco Tario

Me hallaba yo en un ángulo de la terraza, sofocado por la furia de la danza. Los músicos, en el interior del salón, limpiaban sus frentes rojas y el director de orquesta ordenaba su corbata blanca. Lánguidas parejas de enamorados discurrían por los jardines húmedos cuyas emanaciones no eran más sugerentes que las de las mujercitas pálidas. La luna, rosada, alta, era una extraña perla suspendida misteriosamente sobre el mundo...

Invisible y bello, contemplaba yo el espectáculo calladamente junto a los muslos de una dríada de mármol.

Entonces, cuando mi abstracción era absoluta, percibí una voz tan dulce que igualaba las melodías más dulces de mi música. Atendí, notando que la voz me hablaba.

—¿Quién eres? —pregunté en seguida, sin lograr distinguir figura alguna.

—Adivina —insinuó la voz muy tiernamente.

Me llevé un dedo a los labios, inclinándome sobre la balaustrada. Luego tomé entre mis dedos una madreselva y balbucí:

—¡No sé!

—Adivina...

—¿Eres también música? —sugerí.

—Sí, soy música —respondió la voz alada.

—¿Cuál es tu residencia?

—Adivina...

—¿El templo acaso?

—No.

—¿Los salones de moda?

—No.

—Confiesa al menos, ¿qué hacen los hombres mientras te escuchan?

—Lloran —suspiró.

Comprendí muy claramente.

—Eres el nocturno —dije.

Oí su risa alegre, ligera, tan cristalina como una cascada.

—¡Yo soy el vals! —prorrumpí intimidado por primera vez en mi vida.

—Ya lo sé —declaró el nocturno—. Descubrí de lejos tu plumaje... ¿Quieres que paseemos? ¡La noche es tibia!

Yo dudé, reflexionando:

"Si me ausento, ¿qué bailarán los hombres?"

Mas era tal mi fascinación, que propuse:

—Espera. ¡Voy a pedir permiso!

Y, rápidamente, temiendo que a mi regreso el nocturno hubiera huido, busqué en el salón al director de orquesta. No tardé en encontrarlo y cuchicheé con él, esforzándome porque el dueño de la casa no me oyera.

Me dijo:

—Está bien. Ve y regresa pronto.

Salí a la intemperie, con la emoción retratada en el semblante.

—¿Vamos? —me invitó el nocturno. Descendimos a los jardines y caminamos largo trecho en silencio.

—¡Quiero verte! —supliqué al cabo, venciendo mi orgullo.

Pero la voz me instó a callar, posando un dedo invisible en mis labios.

—¡Aguarda!

Dejamos atrás veredas sombrías, sobre las cuales goteaban los árboles; graciosas y frescas praderas donde la hierba era muy tierna; arroyos diáfanos y sollozantes que saltaban entre los hongos; una alameda bordeada de violetas; un bosque...

Yo dije, extenuado:

—Sentémonos.

—¿Quieres realmente conocerme? —preguntó mi compañero.

—¡Sí! —grité con todas mis fuerzas.

Y vi su silueta inmóvil, sus cabellos negros y brillantes, sus ojos profundos y oblicuos, su boca fina, su porte lánguido. Sin duda alguna era aquél un personaje sumamente melancólico.

—Cuéntame tu historia —sugerí, intrigado.

—Mi historia es muy sencilla —repuso.

—¿De quién naciste?

—Según los hombres, de un músico enfermo y una duquesita romántica.

—Pero, ¿en realidad?

—En realidad, de un rayo de luna y una magnolia.

—¡Fue bella tu cuna! —exclamé observándole.

—¡Oh, bella y blanda, sí! A mi nacimiento acudieron personajes célebres: la nieve, el céfiro, la espuma blanca del mar, las flores. Y tuve presentes riquísimos: sándalo, granates, luces de bengala, leche fresca, corales...

—¿Dónde naciste? —le interrumpí, molesto.

—En un bosque de amarantos. De ahí que mi vida sea eterna.

Me eché a reír.

—¡Eterna! —repetí—. ¡Si supieras que yo he de sobrevivirte!

—¿Con qué cuentas? —me preguntó muy ingenuamente.

—Con el amor de los hombres, ¿no es suficiente? ¿Tú?

—Con su dolor.

No supe qué replicar, humillado. Pero argüí un poco más tarde:

—Mi vida es más intensa que la tuya. ¡Soy más popular que tú!

—Tal vez —admitió.

—No hay festín en que yo no figure. Reyes, príncipes, emperadores del universo entero solicitan mi presencia.

—Tal vez —repitió.

—Conozco palacios de mármol en los cuales a ti no te habrían franqueado la entrada... Increíbles salas, rosadas, azules y verdes, con los muros tapizados de seda, y en cuyos interiores danzan aristócratas, poetas y vírgenes... Monumentales terrazas de pórfido, con estatuas de náyades y efebos... Jardines de cipreses, álamos o mimosas, por entre cuyos troncos mi música se desliza maliciosamente... ¡Soy un tirano de todas las maravillas creadas!

—Tal vez —volvió a decir.

Exasperado, me puse en pie.

—¡No hay violín en el mundo que no haya besado mi música!

Calló.

—¡No hay corazoncito femenino que no haya pensado en entregarse escuchándome!

Siguió en silencio.

—¡Soy capaz de sacudir una montaña con mi ritmo! Puedo provocar un cataclismo: burlar las rutas siderales, precipitar unos ríos contra otros. ¡Puedo secar el mar!

Le vi sonreír y esto acabó por desesperarme.

—¡Tú no puedes hacer nada de eso! —grité.

Y oí cómo mi voz, prodigiosamente ampliada, retumbaba en los abismos y se propagaba por la llanura.

—¡Escucha!¡¡Escucha!! —imploré a su oído.

Un vals arrebatador y magnífico, vertiginoso y sensual, atronó el espacio. Luego quedó en suspenso la noche y se fueron apagando las luces en los pueblos. Cuando todo pareció dormido y una melancolía fatal abrazaba al mundo, mi compañero se inclinó hacia mí, que escuchaba tendido sobre la hierba.

—¿Por qué lloras? —le pregunté muy satisfecho—. ¿Tanto te ha conmovido mi música?

Él seguía llorando, llorando, y yo dije, arrepentido de mi soberbia:

—¡Perdóname si te he hecho sufrir! ¡No quise herirte!

Pero su llanto era cada vez más amargo. Me estrujaba el corazón.

—¡Calla, calla, no llores! —exclamé ahora, acariciándole los cabellos—. ¡No llores más!

Súbitamente fui advirtiendo que también yo lloraba y que las lágrimas de mi compañero se mezclaban con las mías, igual que el rocío del alba con la lluvia nocturna. Su llanto me abrasaba las manos; sus gemidos me dolían agudamente, me punzaban. Ya no había una sola luz en la noche: la luna se había apagado. Ya no había un murmullo: el viento se había detenido. No existía un solo contorno: todo estaba vacío, vacío...

Me sentí olvidado, cual si todo hubiese sucumbido y yo fuera el último habitante sobre el planeta. La angustia me dominó; creí asfixiarme. Y fue tan grande, tan profunda la pesadumbre que se apoderó de mí, que rompí a gritar con todas mis ansias, con todo el poder sobrenatural del vals que estremece las conciencias de los hombres.

—¡Calla! ¡¡Calla ya!!

Pero aquel llanto pío, dulce, era más fuerte que mi voz frenética. Y, aterrado, enloquecido, con los cabellos de punta, chorreantes las ropas de tanto llorar, huí rumbo al palacio. Salté la tapia, crucé los jardines, escalé la terraza, me asomé al salón. Pero ¡oh desdicha!

Chopin, ante un piano abierto, movía lánguidamente sus manos pálidas. Y el nocturno lloraba, lloraba, con un dolor que prometía ser eterno en el silencio frío de la noche.

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