Cosas - Úrsula K. Le Guin

En la playa, miraba a lo lejos, más allá de las largas líneas de espuma, donde estaban las islas, o donde se adivinaban.

–Allí –le dijo al mar–, allí está mi reino.

El mar le dijo lo que dice el mar a todo el Mundo. A medida que avanzaba la tarde desde detrás de su espalda, por encima del agua, las líneas de espuma palidecieron y amainó el viento, y al oeste, muy lejos, brilló una estrella, quizá, quizá una luz, o su deseo de una luz.

Avanzado el crepúsculo, volvió a subir los escalones de piedra de su pueblo. Las tiendas y casas de sus vecinos estaban vacías, desocupadas; todo había sido recogido apresuradamente en preparación del final. Casi todo el Mundo estaba allá arriba, en Heights Hall, con los plañideros, o allá abajo, en los campos, con los iracundos. 

Pero Lif no había podido recoger y vaciar su casa; sus mercancías y pertenencias pesaban demasiado para tirarlas, eran demasiado duras para romperlas, y eran imposibles de quemar. Sólo los siglos podían destruirlas. Allí donde habían sido amontonadas o arrojadas formaban lo que habría podido ser, o parecía ser, o podía ser, una ciudad. Por ello, Lif no había intentado deshacerse de sus cosas. 

Su patio estaba aún lleno de pilas y montones de ladrillos, hechos por él mismo. El horno estaba frío pero dispuesto, los barriles de arcilla, de mortero seco y de cal, los capachos y carretillas de su oficio, todo estaba allí. Un hombre de Scriveners Lane le había preguntado, con una sonrisa burlona:

–¿Vas a levantar una pared de ladrillo para esconderte detrás cuando llegue el final?

Otro vecino, que subía a Heights Hall, se quedó unos momentos mirando aquellos montones y pilas de ladrillos bien formados y bien cocidos, que adquirían todos un suave color dorado rojizo en el oro del Sol de la tarde, y exclamó después con un suspiro, sintiendo un peso en el corazón:

–¡Cosas, cosas! ¡Libérate de las cosas, Lif, de ese peso que te arrastra hacia abajo! ¡Ven con nosotros, por encima de ese Mundo que se acaba!

Lif sonrió, confuso, mientras tomaba un ladrillo de un montón y lo colocaba en su lugar, en una pila. Cuando hubieron pasado todos, él no había subido a Heights Hall ni había salido para ayudarles a arrasar los campos y a matar a los animales, sino que había bajado a la playa, al final de aquel Mundo que terminaba, más allá del cual sólo había agua. 

Ahora, otra vez en la fábrica de ladrillos, con el olor a sal en la ropa y la cara caliente por el viento del mar, seguía sin sentir la desesperación riente y destructora de los iracundos, ni la creciente y llorosa desesperación de los comulgantes de los Heights; se sentía vacío; sentía hambre. Era un hombre bajo y pesado; el viento del mar, en el límite del Mundo, había soplado sobre él durante toda la tarde sin moverle en absoluto.

–¡Hola, Lif! –exclamó la viuda de Weavers Lane, una callejuela que cruzaba la calle de él algunas casas más abajo–. Te he visto subir por la calle. No he visto pasar a nadie más desde la puesta del Sol. Todo está más silencioso que... –no acabó la frase, pero siguió hablando–. ¿Has cenado? Estoy a punto de sacar el asado del horno, y el crío y yo no podremos acabarnos la carne antes de que llegue el final. Y me duele que se desperdicie una carne tan buena.

–Ah, pues muchas gracias –dijo Lif, volviendo a ponerse el abrigo.

Bajaron los dos por Masons Lane hacia Weavers Lane, atravesando la obscuridad y el viento que barría las empinadas calles. En la casa iluminada de la viuda, Lif jugó con el pequeño, el último niño que había nacido en el pueblo, un crío gordito que empezaba a tenerse en pie. Lif le puso en pie, y el niño se echó a reír y se cayó, mientras la viuda ponía pan y carne caliente en la mesa de gruesa caña. Se sentaron a comer los tres; el niño roía con cuatro dientes un pedazo de pan duro.

–¿Cómo es que no estás en la colina, ni en los campos? –preguntó Lif.

Y la viuda le respondió, como si la respuesta fuese suficiente para ella:

–Es que yo tengo al niño.

Lif echó una mirada a la casita que había construido el esposo de la mujer, que había sido albañil suyo.

–¡Qué buena está esta carne! –exclamó–. No comía carne desde el año pasado, no recuerdo el día.

–Sí, claro. Ya no se construyen casas.

–Ni una –dijo él–. Ni una pared, ni un gallinero, ni reparaciones siquiera. Y tú, ¿sigues tejiendo alguna cosa?

–Sí; hay personas que quieren tener ropa nueva hasta el final. Esta carne se la he comprado a los iracundos, que mataron a todos los animales de mi señor, y la he pagado con el dinero que me dieron por una pieza de lienzo fino que tejí para la hija de mi señor, para un vestido que quiere llevar el último día... –emitió una leve exclamación de burla, y de comprensión también, y continuó–: Pero ya no hay lino, ni apenas lana. Nada que hilar, nada que tejer. Los campos quemados y los rebaños muertos.

–Sí –dijo Lif, mientras comía la sabrosa carne asada–. Son malos tiempos. Los peores.

–Y ahora que los campos están quemados –continuó la viuda–, ¿de dónde saldrá el pan? Y ahora que están envenenando los pozos, ¿de dónde saldrá el agua? Ah, pero estoy hablando como una plañidera... Sírvete, Lif. El cordero de primavera es la mejor carne del Mundo, como decía siempre mi marido; hasta que llegaba el otoño, y entonces decía que la mejor carne del Mundo es el cerdo asado. Vamos, sírvete una buena tajada.

Aquella noche, en su casita de la fábrica de ladrillos, Lif tuvo un sueño. Él solía dormir tan quieto como los propios ladrillos, pero aquella noche surcó las aguas del mar y fue hacia las islas. Y, cuando despertó, las islas no eran ya un deseo ni una intuición: como una estrella cuando se debilita la luz del día, se habían convertido en una certeza, las conocía. Pero, ¿qué era, en su sueño, lo que le había llevado por encima del agua? No había volado, ni había caminado, ni había ido por debajo del agua, como los peces; pero había cruzado las llanuras verdes y grises del mar, y sus montecillos movidos por el viento, hasta llegar a las islas, y una vez allí había oído voces, había visto luces de pueblos.

Se puso a pensar en cómo podía un hombre moverse por encima del agua. Pensó en cómo flota la hierba en los ríos, y vio que se podía hacer una especie de alfombra de cañas, echarse en ella e impulsarse con los brazos. Pero los grandes cañaverales humeaban aún junto al río, y los montones de juncos que tenía el cestero habían sido quemados. 

En su sueño, había visto en las islas unas cañas o hierbas de unos quince metros de altura, cuyos tallos de color pardo eran más gruesos de lo que podían abarcar sus brazos, y un mundo de hojas verdes que se extendía hacia el Sol desde las mil ramas ascendentes. Sobre aquellos tallos podía un hombre desplazarse por encima del mar. Pero en su país no crecían ni habían crecido nunca plantas como aquéllas, aunque en Heights Hall había un cuchillo cuyo mango era de un material marrón y opaco del que se decía que procedía de una planta que crecía en algún otro país y que se llamaba madera. Pero él no podía cabalgar por el mar rugiente montado en el mango de un cuchillo.

Tal vez los pellejos de animales, engrasados, pudiesen flotar; pero los curtidores llevaban varias semanas sin trabajar, y no había pellejos en venta. Decidió dejar de buscar la ayuda de otros. Aquella mañana blanca y ventosa, llevó a la playa su carretilla y su capacho más grande, y los dejó en la quieta superficie del agua de una laguna. Vio que flotaban, pero, cuando apoyó en ellos una mano, se inclinaron, se llenaron de agua y se hundieron. Pensó que aquellos objetos eran demasiado ligeros.

Volvió al acantilado y a su casa. Cargó la carretilla de inútiles y bien hechos ladrillos, y los llevó a la playa. Como habían nacido tan pocos niños en los últimos años, no se vio rodeado de ninguna curiosidad infantil que le preguntase qué estaba haciendo, aunque uno o dos iracundos, aturdidos aún por la orgía destructiva de la noche anterior, le miraron de soslayo desde un obscuro portal, a través del aire luminoso. 

Pasó todo el día bajando a la playa ladrillos y los elementos necesarios para el mortero, y a la mañana siguiente, aunque no había vuelto a tener aquel sueño, empezó a colocar sus ladrillos en la playa de marzo, barrida por las ráfagas de viento, con lluvia y arena disponibles en grandes cantidades para endurecer el cemento. 

Construyó una pequeña cúpula de ladrillo, ovalada, con los extremos puntiagudos, parecida a un pez, hecha de una sola hilada de ladrillos hábilmente dispuestos en espiral. Si una taza o una carretilla llenas de aire podían flotar, ¿por qué no podía flotar una cúpula de ladrillo? Y, además, sería resistente. Pero, cuando hubo fraguado el mortero, y cuando Lif, forzando su ancha espalda, volcó la cúpula y la empujó hasta la espuma blanca de los rompientes, se hundió más y más en la arena mojada, como una almeja o un mosquito de agua. Las olas la llenaron, y volvieron a llenarla cuando él la vació inclinándola, y por fin la atrapó una oleada verde en su poderosa resaca blanca, la volcó, la desintegró en sus ladrillos elementales y hundió éstos en la agitada arena.

Lif se quedó mojado hasta el cuello y enjugándose el rocío salado de los ojos. Al oeste, sobre el mar, no se veía otra cosa que restos de algas y unas nubes de lluvia. Pero las islas estaban allí. Lif las conocía, con sus grandes hierbas que tenían diez veces la altura de un hombre, sus solitarios campos dorados barridos por el viento del mar, sus pueblos blancos, sus colinas coronadas de blanco por encima del mar, y las voces de los pastores en las colinas.

–Yo soy ladrillero, y esto de flotar en el agua no es lo mío –dijo Lif, cuando hubo considerado su estupidez desde todos los puntos de vista.

Y, obstinadamente, salió del agua, subió por el camino del acantilado y por las calles mojadas de lluvia, para ir a buscar otra carretilla de ladrillos.

Libre, por primera vez en una semana, de su absurdo deseo de desplazarse por el agua, se dio cuenta de que Leather Street parecía desierta. La tenería estaba vacía; sólo había basura. Las tiendas de los artesanos eran como una hilera de pequeñas bocas abiertas y negras, y, encima de ellas, las ventanas de los dormitorios estaban ciegas. Al final de la calle, un anciano zapatero remendón quemaba, dando lugar a un hedor terrible, un pequeño montón de zapatos nuevos, sin usar. Junto a él esperaba un asno, ensillado, que sacudía las orejas al percibir el pestilente humo.

Lif siguió su camino y cargó de ladrillos la carretilla. Esta vez, cuando bajaba con ella, frenando su peso en las pendientes, usando toda la fuerza de sus hombros para equilibrar su avance por el tortuoso sendero del acantilado que llevaba a la playa, le siguieron dos de sus convecinos. A éstos se sumaron dos o tres más de Scriveners Lane, y otros varios de las calles que rodeaban la plaza del mercado, de modo que, cuando se enderezó, con la espuma del mar siseando sobre sus negros pies desnudos y un sudor frío en la cara, había un grupo numeroso de personas a lo largo del profundo surco que había hecho la carretilla en la arena. Tenían el aspecto perezoso y apático de los iracundos. Lif no les prestó atención, aunque se dio cuenta de que en lo alto del acantilado estaba la viuda de Weavers Lane observando la escena con expresión asustada.

Introdujo la carretilla en el mar hasta que el agua le llegó al pecho, y volcó los ladrillos. Volvió a la playa corriendo, ayudado por una gran ola, con la carretilla llena de espuma.

Algunos de los iracundos se alejaban ya. Un hombre alto del grupo de Scriveners Lane le dijo con una sonrisita:

–Oye, ¿por qué no los tiras desde lo alto del acantilado?

–Si lo hiciese así, caerían en la arena –respondió Lif.

–Y tú lo que quieres es ahogarlos. Muy bien. Había quien pensaba que querías construir algo ahí abajo, y querían convertirte en cemento. Deja los ladrillos mojados y tranquilos, amigo.

Sonriendo, el hombre se alejó, y Lif echó a andar por el sendero para ir a buscar otra carga de ladrillos.

–Ven a cenar con nosotros, Lif –le dijo la viuda en lo alto del acantilado.

Parecía preocupada, y apretaba al bebé contra ella para protegerlo del viento.

–Vendré –dijo él–, y traeré una hogaza. Guardé unas cuantas antes de que se marchasen los panaderos.

Lif sonrió, pero ella no. Cuando subían juntos por las callejuelas, la viuda le preguntó:

–¿Estás echando los ladrillos al mar, Lif?

Él se rió de buena gana y le contestó que sí.

Ella mostró entonces una expresión que habría podido ser de alivio y que habría podido ser de tristeza; pero durante la cena en la casa iluminada estuvo tranquila y amable como siempre, y comieron alegremente pan seco y queso.

Al día siguiente, Lif siguió bajando ladrillos a la playa, una carga tras otra, y, si los iracundos le observaban, le creyeron ocupado en la misma tarea que ellos. La pendiente de la arena era gradual, así que podía seguir construyendo sin trabajar siquiera por encima del agua. Había empezado con la marea baja, de modo que su obra no quedase nunca al descubierto. Durante la marea alta el trabajo era difícil, pero él no lo abandonaba. Volcaba los ladrillos y se esforzaba después por disponerlos en hiladas, mientras el mar le hervía en la cara y atronaba por encima de su cabeza. 

Al atardecer, bajó al mar unas largas barras de hierro y apuntaló lo que había construido, pues una contracorriente tendía a socavar su carretera a unos dos metros y medio del principio. Se aseguró de que incluso los extremos de las barras quedasen ocultos por el agua durante la marea baja, de modo que ningún iracundo pudiese sospechar que se estaba llevando a cabo un acto de afirmación. Dos ancianos que venían de llorar en Heights Hall pasaron junto a él cuando subía, empujando ruidosamente la carretilla vacía por las callejuelas de piedra envueltas en el crepúsculo, y sonrieron gravemente al verle.

–Es bueno liberarse de las cosas –dijo en voz baja uno de los dos.

El otro asintió.

Al día siguiente, aunque no había vuelto a soñar con las islas, Lif siguió construyendo su carretera. A medida que avanzaba, era mayor el declive de la arena. Su método consistía ahora en subirse al extremo de lo que había construido, volcar desde allí la carretilla cuidadosamente cargada, y después tirarse al agua y seguir trabajando, con dificultad, saliendo a flote e impulsándose hacia el fondo, para nivelar los ladrillos y encajarlos entre las barras que había colocado previamente y después volvía a subir por la arena gris, por el acantilado y por las tranquilas callejuelas, empujando la ruidosa carretilla, a buscar otra carga de ladrillos.

Un día de aquella semana, la viuda fue a verle al ladrillar y le dijo:

–Déjame tirarlos yo por el acantilado; así te ahorrarás un trecho del camino.

–Cargar la carretilla es un trabajo pesado –dijo él.

–No importa.

–Muy bien, hazlo si quieres. Pero los ladrillos pesan mucho. No cargues demasiados. Te daré la carretilla pequeña. Y puedes sentar al niño encima de la carga y darle un paseo.

Ella le ayudó, pues, de vez en cuando, durante unos días de tiempo gris y suave, niebla por la mañana, mar y cielo claros toda la tarde, y floridas las hierbas que crecían en las grietas del acantilado; no quedaba nada más que pudiese florecer.

El camino tenía ya muchos metros de longitud, y Lif había tenido que aprender una habilidad que no había aprendido nadie más, que él supiera, excepto los peces. Podía flotar en el agua y moverse por encima o por debajo de ella, sin apoyarse en el fondo con los pies ni con las manos.

Nunca había oído decir que un hombre pudiese hacer aquello; pero no pensó mucho en el asunto, por lo muy ocupado que estaba todo el día con sus ladrillos, rodeado de espuma, de burbujas de aire rodeadas de agua, o de gotas de agua rodeadas de aire, y la niebla, y la lluvia de abril, una confusión de elementos. A veces se sentía feliz en aquel Mundo irrespirable, sombrío y verde, luchando con los ladrillos, que se mostraban extrañamente rebeldes e ingrávidos, entre los bancos de pececillos que le miraban, y sólo la necesidad de respirar le hacía salir, jadeando, al aire cargado de rocío.

Trabajaba durante todo el día, gateando por la arena para recoger los ladrillos que le arrojaba su fiel ayudante desde el acantilado, los cargaba en la carretilla y los llevaba por el camino que construía, que quedaba a medio metro por debajo del nivel del mar durante la marea baja, y a un metro o metro y medio durante la marea alta, los dejaba caer cuando llegaba al extremo, se tiraba al agua y seguía construyendo; después volvía a la playa a buscar otra carga. 

No subía al pueblo hasta el anochecer, agotado, con la piel y los ojos irritados por la sal, hambriento como un tiburón, para compartir con la viuda y con el pequeño la comida que hubiese. Últimamente, aunque la primavera avanzaba con sus suaves, largas, tibias tardes, el pueblo estaba muy obscuro y silencioso.

Una noche en que Lif se dio cuenta de esto porque no estaba demasiado cansado, hablaron de ello, y la viuda dijo:

–Ah, es que ya se han ido todos, creo.

–¿Todos? Y, ¿a dónde han ido?

Ella se encogió de hombros. Alzó sus ojos obscuros hacia los de él, que estaba sentado frente a ella, y le miró unos momentos a través del silencio iluminado.

–¿A dónde lleva tu camino de ladrillos, Lif?

Él calló un momento.

–A las islas –le respondió por fin.

Y después se echó a reír y la miró a los ojos.

Ella no se rió; se limitó a decir:

–¿Están allí esas islas? ¿Es verdad, pues, que existen?

Miró a su hijito que dormía, y miró, por la puerta abierta, la obscuridad de la primavera, la obscuridad tibia que llenaba las calles por las que no andaba nadie y las estancias en las que no vivía nadie. Después volvió a mirar a Lif, y le dijo:

–Lif, no quedan muchos ladrillos. Sólo unos centenares. Tendrás que hacer más.

Y se echó a llorar quedamente.

–¡Santo Dios! –exclamó Lif, pensando en su camino sumergido que tenía treinta y cinco metros de longitud, y en el mar que se extendía veinte mil kilómetros más allá–. ¡Pues iré a las islas nadando! Pero no llores, querida. ¿Crees que os dejaría aquí solos, a ti y al pequeño? Después de todos los ladrillos que has estado a punto de tirarme a la cabeza, después de todas las hierbas extrañas y los moluscos que has encontrado para que comiésemos, después de tu mesa, del fuego de tu hogar, de tu cama y de tu risa, ¿crees que podría dejarte cuando lloras? Anda, no llores más. Déjame pensar en alguna manera de llegar a las islas, los tres juntos.

Pero él sabía que, para un ladrillero, no había ninguna manera. Había hecho lo que había podido. Lo que había podido hacer llegaba a treinta y cinco metros de la playa.

–¿Tú crees...? –preguntó Lif al cabo de un buen rato, durante el cual ella recogió la mesa y lavó los platos en agua del pozo, que volvía a salir limpia ahora que los iracundos se habían ido hacía días–. ¿Tú crees que esto... puede ser...? –le costaba decirlo, pero ella le escuchaba en silencio, y hubo de decirlo–: ¿Tú crees que esto es el fin?

Silencio. En la única habitación iluminada y en todas las obscuras habitaciones y calles, en los campos quemados y en las tierras asoladas, silencio. Por encima de ellos, en la colina, en Heights Hall, silencio. Un aire silencioso, un cielo silencioso, silencio en todos los lugares, silencio continuado, ninguna respuesta. Excepto el sonido lejano del mar, y, muy leve aunque más cercana, la respiración de un niño dormido.

–No –respondió la mujer.

Se sentó frente a él y apoyó las manos en la mesa, unas manos hermosas tan obscuras como la tierra, las palmas como el marfil.

–No –dijo la mujer–. El fin será el fin. Esto sólo es la espera.

–Entonces, ¿por qué estamos aquí todavía... los tres solos?

–Bueno... –respondió ella–, tú tenías tus cosas... tus ladrillos... y yo tenía al niño...

–Tenemos que irnos mañana –dijo él al cabo de unos momentos.

Ella asintió con un gesto.

Se levantaron antes del amanecer. No quedaba nada para comer, de modo que, cuando ella hubo guardado en una bolsa unas pocas ropas para el bebé y se hubo puesto su cálido abrigo de cuero, y él una gruesa capa que había sido del esposo de ella, dejaron la casita y salieron a la luz pálida y fría de las calles desiertas.

Bajaron hacia la playa. Él iba delante y ella le seguía, llevando al niño soñoliento en un pliegue del abrigo. Lif no se volvió ni hacia la carretera que llevaba al norte por la costa ni hacia la carretera del sur, sino que pasó junto a la plaza del mercado, llegó al acantilado y bajó por el rocoso sendero hasta la playa. Ella le siguió, y ninguno de los dos dijo nada. Cuando llegaron al borde del agua, él se volvió.

–Os sostendré en el agua tanto tiempo como pueda –dijo.

Ella asintió, y dijo quedamente:

–Iremos por el camino que has construido, hasta donde llegue.

Lif le tomó la mano libre, y entraron en el agua. Estaba muy fría, y la fría luz del este, detrás de ellos, brillaba en las líneas de espuma que siseaban en la arena. Cuando subieron al principio del camino, sintieron los ladrillos firmes bajo sus pies, y el niño quedó dormido en el hombro de su madre, en un pliegue de su abrigo.

A medida que avanzaban, el embate de las olas se hizo más fuerte. Subía la marea. El agua mojó sus ropas, heló sus carnes, empapó sus cabellos y sus caras. Llegaron al final del largo trabajo de Lif. Detrás de ellos quedaba la playa, a poca distancia, la arena obscura al pie del acantilado, por encima del cual estaba el cielo silencioso, que se iba aclarando. A su alrededor estaban el agua y la espuma turbulenta. Ante ellos estaban el agua intranquila, el gran abismo, el vacío.

Una oleada les golpeó en su avance hacia la playa, y se tambalearon; el niño, sobresaltado por el duro bofetón del mar, se despertó y se echó a llorar, un débil gemido en el largo, frío, siseante murmullo del mar, que decía siempre la misma cosa.

–¡Oh, no puedo! –exclamó la madre.

Pero se aferró a la mano del hombre y se colocó a su lado.

Cuando Lif levantaba la cabeza para dar el último paso desde aquel camino a ninguna playa, vio, al oeste, la silueta que cabalgaba en el agua, la luz que saltaba, el parpadeo blanco como el pecho de una golondrina que refleja la luz del amanecer. Le pareció que sonaban unas voces por encima de la voz del mar.

–¿Qué es eso? –le preguntó la mujer.

Pero ella inclinaba la cabeza sobre su hijo, intentando acallar el débil gemido que desafiaba al vasto balbuceo del mar. Lif se quedó inmóvil y vio la blancura de la vela, la luz que saltaba por encima de las olas, que saltaba hacia ellos y hacia la luz más grande que aumentaba detrás de ellos.

–¡Esperad! ¡Esperad!

La llamada salió de la forma que cabalgaba por las olas grises y bailaba sobre la espuma. Las voces sonaban muy dulces, y, cuando la vela se inclinó, blanca, hacia él, vio las caras y los brazos que se tendían hacia él, y les oyó decir:

–¡Venid, subid a la barca, venid con nosotros a las islas!

–Agárrate bien –le dijo suavemente a la mujer, y dieron el último paso. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic