La frontera - Eduardo A. Ponce

 I

Anochecía. Un fino manto de arena y frío se deslizaba ominosamente sobre la ciudad. Allá en la frontera, dos soldados escrutan el horizonte, apostados en sus garitas, impertérritos ante las próximas quince horas de oscuridad.

Holes había aprendido, con el transcurrir de los años, a discernir casi instintivamente, a través de las continuas tormentas de arena, cuándo se aproximaba hacia la frontera algún traslúcido. Willis, sin embargo, acababa de salir de la Academia.

- Te digo que lo he visto, por el norte. Caminaba lentamente, pero su rastro era inconfundible - argumentaba Willis, sin despegar los ojos de los prismáticos de infrarrojos.

- Mira chico, llevo seis años en este desierto de muerte, y puedo asegurarte, que antes que esos prismáticos capten a un traslúcido, ya lo habrás sentido en tu cerebro y olido a tu alrededor - contestó Holes, mientras encendía un cigarrillo.

- Se como son los traslúcidos, en la Academia...

- En la Academia pueden simular traslúcidos, pero ni los tienen ni los pueden crear - miró con aire paternal a Willis -. No te preocupes muchacho. Tendrás ocasión de verlos - aspiró una bocanada - y entonces desearás estar en cualquier sitio menos en Goliath.

El sol de Goliath se había ocultado completamente, y en su lugar, cientos de estrellas salpicaban la noche goliatina. Era como la noche de otros planetas ya colonizados, como Banta, Mil-Días o Aurora. Pero en Goliath, las noches eran más largas y frías, y los días secos y calurosos. Las tempestades de arena, casi diarias, erosionaban los edificios de la Ciudadela, mientras los traslúcidos se encargaban de socavar las mentes de los hombres. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

 II

Mucho tiempo. Varios siglos terrestres.

Todo se remonta al primer día en que el hombre posó sus enormes naves sobre el planeta, que años después adoptaría el nombre definitivo de Goliath. Entonces sólo era un número.

Todos los parámetros aconsejaban la colonización, y doscientos hombres y mujeres dejaron todo y levantaron junto al desierto la primera colonia de Goliath, La Ciudadela.

Y entonces aparecieron ellos, desde los más profundo del desierto: los nativos de Goliath.

Y los llamamos traslúcidos, pues sus cuerpos se hayaban rodeados de un aura que les hacía parecer semitransparentes ante nuestros ojos de humano.

Pero se convirtieron en una plaga. La ciudad comenzó a inundarse de ellos. Nunca fue posible intercambiar palabra o gesto alguno con los nativos. Nos observaban permanentemente, pero jamás intentaron establecer contacto.

Los hombres, al contrario, lo intentamos una y otra vez, sin éxito. Parecían no disponer de órganos para la fonación, pero tampoco el idioma gestual formaba parte de su cultura.

Poseían un físico humanoide, dos enormes ojos, negros y profundos, centrados en un rostro indefinible, inexpresivo e inmutable. Una cabeza desproporcionadamente voluminosa respecto al diminuto y frágil tronco. Los dos brazos y las dos piernas completaban la figura del traslúcido, desnudo y asexuado, un cuerpo tan semejante al del hombre y sobre el que éste no podía saber nada más, pues los nativos sólo observaban, nunca comunicaban.

Poco a poco, sin embargo, comenzamos a observar los primeros cambios en los nativos. Dejaron de acercarse en elevado número, tal como lo hicieron durante los primeros meses, pero los pocos que se aventuraban a cruzar las puertas de La Ciudadela, eran diferentes.

Fue el biólogo evolutivo Qasar El-Hamed quien se apercibió de los primeros cambios en los traslúcidos. En los primeros días, podía observarse en éstos que no poseían una mano bien diferenciada, sino que al contrario, ésta se hundía en el aura que rodeaba al brazo, y jamás pudimos entonces saber si poseían dedos, membranas o cualquier otro tipo de órgano táctilo-prensil. Pero ante los ojos de Qasar empezaban a desfilar nativos con brazos terminados en manos, y éstas en dedos, cinco.

A Qasar El-Hamed no le cupo la menor duda de qué les estaba ocurriendo a los traslúcidos, cuando éstos empezaban a ser más altos, más proporcionados, sus ojos no sólo eran negros, la mirada había dejado de ser fría y distante. Sus rostros, a pesar de todo, poseían aún ese factor indescriptible que nos hace diferenciar siempre entre el original y la copia. Qasar El-Hamed sabía que, de seguir así la evolución de los nativos, las consecuencias sobre la población colona serían irreparables.

 III

- ¿Que adoptan nuestros cuerpos? - El comandante Keel tenía puestos sus desorbitados ojos sobre el rostro impasible de Qasar -. ¿Qué quiere decir con esa estupidez? ¿Acaso se están apoderando de nosotros?.

- No digo que adopten nuestros cuerpos en el sentido de, como usted lo llama, apoderarse de nosotros - Qasar miró distraídamente por un instante hacia la ventana, mientras esperaba a que Keel volviera de nuevo a sentarse tras su escritorio -. Aunque puede que realmente termine por suceder lo que aventura. Mi teoría es que los traslúcidos tienen la habilidad de adoptar el físico, al menos, de cualquier otra especie o raza. Al principio de nuestra llegada, nos conocían poco, nunca habían visto a un ser humano, sin embargo, a fuerza de convivir con nosotros, los traslúcidos han empezado a habituarse a nuestra presencia, a nuestra imagen, y simplemente la adoptan.

- Todo lo que me cuenta es extraño, para mí son todos iguales, aunque ahora que lo pienso, sí es verdad que noto que son un poco más altos, y... - Keel quedó pensativo, nunca le habían preocupado demasiado los nativos, bastante tenía con luchar contra las tempestades, las noches, La Ciudadela -. ¿Cree que son inteligentes? ¿Y son capaces de copiar nuestra morfología?

- No lo sé. Si lo fueran, tal vez el adoptar nuestro físico sea un paso hacia un posible primer contacto. Pero aún está todo muy oscuro. No podemos comunicarnos con ellos, no sabemos tan siquiera si realmente tienen un cuerpo físico propio, e incluso tal vez simplemente sean criaturas totalmente irracionales que emplean todo sus esfuerzos en mimetizarse con nosotros, un simple acto de pura supervivencia. Sin embargo, mis observaciones apuntan a que evidencian un cierto grado de inteligencia, tal vez basada en principios diferentes a los que caracterizan la nuestra.

- O tal vez, sólo sean imaginaciones nuestras. La propia mente humana en su búsqueda continua de nuevas razas. Digamos... una paranoia colectiva. Usted ve evolucionar a sus nativos, y yo los veo como siempre, algo connatural al planeta, pero irrelevante para mis intereses y obligaciones.

- Todo puede ser. Pero recuerde, si una mañana se levanta y al abrir las ventanas se topa con media docena de comandantes Keel fisgoneando por su jardín, llámeme.

- ¿Nada mas, Qasar? - Keel decidió finalizar con la conversación.

- Era todo lo que tenía que decirle.

- Sepa entonces, que cuando eso ocurra tomaré las medidas que crea oportunas, y hasta entonces usted seguirá con su trabajo y yo con el mío. Buenos días.

Keel supo que a partir de ese día, miraría con más detenimiento a través de la ventana.

 IV

Los nativos aprendieron a diferenciar ambos sexos, y no faltó el colono al que no le hubiera importado poner los cimientos de un nuevo mestizaje. Jamás se conseguiría sin embargo, pues los traslúcidos poseían la capacidad de evaporarse ante la proximidad o intimidación de un humano. El traslúcido iniciaba un proceso de difuminación, comenzando por las extremidades y finalizando en sus ojos, el aura lo envolvía, y luego ésta se disgregaba en millones de corpúsculos luminosos que eran arrastrados por el viento, de igual forma que lo eran los granos de arena en las tempestades que tan continuamente asolaban las noches goliatinas.

En los cerebros de muchos colonos empezó a tomar cuerpo la idea de que los traslúcidos tenían habilidades telepáticas, y que estaban hurgando en nuestros cerebros. Muchos se pusieron nerviosos y entonces el comandante Keel tuvo que tomar una determinación.

V

Y Keel tomó sus medidas. Recordó entonces, durante un breve momento, la conversación que mantuviera con Qasar tiempo atrás, y lamentó no tenerlo al lado en esos instantes. Qasar se habría puesto furioso de conocer las intenciones del comandante. Volvió a la realidad de la sala de juntas y habló a los máximos responsables de La Ciudadela.

- Una gran muralla rodeará a la ciudad, impediremos que cualquier traslúcido la cruce, instalaremos garitas y en ellas apostaremos soldados que evitarán que los nativos se acerquen a menos de cien metros de La Ciudadela.

Keel había hablado con rotundidad y concisión propias de un militar de carrera curtido en el infierno de Goliath. A pesar de ello, un murmullo de voces se fue elevando de la mesa mientras el comandante Keel continuaba exponiendo sus medidas.

- Un grupo de científicos está desarrollando unas defensas psicológicas, de tal forma que cualquier colono, salvo los soldados, podrán ignorar subconscientemente la presencia de los traslúcidos en este planeta...

Desde el fondo de la sala se escuchó una agitada voz acusadora.

- ¡Qasar jamás lo habría permitido. Va contra los principios elementales de la Carta Internacional de Exploraciones para la defensa de los derechos de las razas!

Keel, por supuesto, pensaba de manera diferente y no estaba dispuesto ha conceder ni un ápice de sus propuestas, por otra parte, de obligado cumplimiento, pues sabía que, como máximo responsable de La Ciudadela, tenía absoluto control de la misma.

- El biólogo evolutivo murió hace tiempo y sólo yo puedo dictar órdenes especiales para casos de emergencia, y esta es una situación de extrema gravedad. O ignoramos de alguna forma a los nativos o ellos terminarán con la poca lucidez que nos queda en nuestros cerebros. Además no es esta una misión de exploración, les recuerdo que se trata de una colonización. Si queremos que nuestra especie no se extinga, hemos de colonizar otros planetas. Y éste, tarde o temprano, albergará ciudades cien veces más populosas que La Ciudadela, que ahora yo gobierno - hizo una pausa mientras recorría su mirada a través de los perplejos rostros de los asistentes -. Recuérdenlo - prosiguió, alargando las palabras para que éstas retumbaran con mayor resonancia -, no vamos a exterminar a los nativos. Pero si no los detenemos, habremos fracasado. ¡Tantos años luz para naufragar ante unos seres de los que aún no se sabe seguro si tan siquiera son materiales! No ha lugar para la palabra fracaso en mi vocabulario.

- ¡Tampoco la palabra pasado, ni historia, parecen existir en él! - y el hombre que las pronunció salió de la sala apresuradamente. Nadie más se movió de sus asientos.

 VI

- ¿Crees que nos han visto? - Emitió la mente de un traslúcido; suave y acompasada fue recibida en la mente de otro.

- No, recuerda que no nos pueden percibir mientras no conectemos con ellos - Esta otra poseía la gravedad propia de un traslúcido experimentado en conectar con otras mentes.

- ¿Por qué no lo hacemos cuando estemos muy cerca? - volvió a interrogar la mente del traslúcido más joven.

- Se nota que nunca has conectado. Si lo haces cerca sufrirás una gran descarga psíquica de él, y posiblemente al contrario también. Los dos podréis recibir un fuerte shock, y lo más probable en este caso, es que no puedas regresar. Te dispersarás irremediablemente.

- Sigamos entonces, y cuando lo creas oportuno me indicas el momento de iniciar el contacto.

Ambos dieron por terminado el diálogo y siguieron avanzando por el desierto, mientras en el lejano horizonte, una mancha gris fue delineando la desgarbada silueta de La Ciudadela.

 VII

- ¡Ya los tengo! - gritó Holes -. Vienen hacia aquí, y son dos. Rápido, enfócalos Willis.

El novato desenfundó los prismáticos y apuntó hacia la dirección que le indicaba Holes.

- ¿Que hacemos ahora? - inquirió Willis.

- Esperar, aún están fuera de nuestro alcance - dijo Holes mientras no dejaba de seguir con los prismáticos la trayectoria de los intrusos.

 VIII

- ¿Crees que nos han visto? - preguntó el traslúcido de mente más joven.

- Percibo que sí. Estoy empezando a conectar con uno de ellos. Inténtalo tu con el otro. - Esta vez era la mente experimentada quien emitía.

- Es difícil, parece que una barrera se interpone. Una densa e infranqueable muralla.

- Estamos lejos, aún es débil la conexión. Creo que yo lo tengo más fácil. La mente del mío es bastante ordenada.

Continuaron caminando sin perder ese inicio de conexión.

 IX

- Ya han entrado, ionar,ahora hay que selecc asegurar y disparar - esperó unos segundos y - ¡Ahora! - gritó -. Pero quedó decepcionado.

- ¿Pero qué te pasa ahora muchacho? - miró Holes acusadoramente a Willis - ¿No tendrás miedo, verdad?

- Yo, pues... no... no es exactamente miedo, siento como si...

- ¿Como si hurgaran en tu cerebro? Notas que no lo controlas del todo ¿no es cierto?

- Sí, eso es, hay algo que me impide disparar.

- ¿No te das cuenta? Son ellos, muchacho. Ellos se están introduciendo en tu cabeza, intentan protegerse, y al mismo tiempo, te desordenan un poco el coco - Holes ya había pasado por ello hacía algunos años -. Atiéndeme bien. He visto a muchos como tú volverse locos, dejarse perdida la mirada más allá de sus prismáticos y no regresar ni aún introduciéndoles en la cámara de rehabilitación. Quedaban tan fuera de control que hasta se olvidaban de respirar.

Willis permanecía mudo, luchando interiormente por recobrar el control de sí mismo mientras gruesos goterones de sudor comenzaban a resbalar por sus sienes.

- Escucha - continuó Holes - vas hacer lo que te digo, apunta con el láser al que viene en primer término, y cuando de la orden, dispara. ¿De acuerdo? ¿Podrás hacerlo?

- Sí, creo que podré.

- Concéntrate entonces.

Holes tomó el láser y apuntó a su blanco. Willis, con un poco de más trabajo cogió el arma y lanzó su mirada a través de la mira telescópica.

- ¡Dispara!

 X

- Tengo miedo. ¡Creo que no podré!

- ¿Qué te ocurre?

- Siento peligro, quiere... quiere lanzarme su rayo de muerte.

- No te apresures, olvida que siente odio por ti, transmítele seguridad, confianza. Hazle pensar en lo que tanto tiempo lleva esperando. La posibilidad de un primer contacto.

- Vas a tener que ayudarme, yo...

- Lo siento, si te ayudo, entonces el otro...

El rayo de la muerte le alcanzó de lleno y su cuerpo se fue evaporando mientras su compañero se concentraba al máximo y apresuraba el paso hacia la muralla.

Cuanto más cerca, más posibilidades. O al menos eso creía.

- ¡No puedo! ¡No puedo matarlo!

- ¡Pero eres imbécil!

- No puedo disparar a mi propio rostro! - Grito Willis, empapado en sudor, manteniendo sus ojos fuertemente cerrados.

- ¡Te das cuenta! ¡Has esperado demasiado! - Holes cargó de nuevo su arma, y apuntó al doble de Willis, que seguía aproximándose con rapidez hacia sus posiciones.

 XI

- ¡Estoy conectado! Creo descifrar cosas. ¡Son inteligentes! Sienten y piensan. Ahora... ahora tiene miedo, duda, desea matarme, pero hay algo que le frena. Hemos conseguido nuestro primer...

Y empezó el proceso de dispersión. Un resplandor, un breve y tembloroso fulgor, corpúsculos áureos disgregándose en mil, un millón, de direcciones. Una ligera brisa, y después, nada.

 XII

- ¿Qué me ha pasado? - Balbuceó Willis, mientras sentía cómo sus escalofríos empezaban a desaparecer poco a poco.

- Nada novato. Te has desmayado - contestó Holes, en un tono más de compasión que de enfado - Fue una emoción demasiado fuerte el contemplarte a ti mismo a través de los prismáticos y con la obligación de disparar sobre tu propia cara.

- Me da vueltas toda la cabeza.

- Debes darme las gracias por mi reacción. De no haberlo hecho ahora no te quedaría ni el más mínimo gramo de razón.

- ¿Qué le ha pasado? Lo último que recuerdo es mi, bueno, su cara, mirándome fijamente.

- Tuve que actuar. Disparé.

- ¿Murió?

- Se evaporó. Como todos.

- Sin embargo, me dijo algo, estoy seguro. Le sentí muy cerca.

- Te hablaré claro, Willis. No vales para esto. Hay que tener un gran control sobre la mente, ser muy disciplinado. Cumplir con el deber, por encima de todo. - Pausa, Holes estudia la expresión del rostro de Willis - No estás preparado para esto. Pero no te preocupes, creo que lo arreglaré todo y podrás ser destinado a otro planeta menos conflictivo.

- No sé que decir, si gracias o...

- No digas nada. Piensa en lo maravilloso que será Goliath dentro de diez años, sin traslúcidos que nos desordenen las ideas, con inmensas ciudades en construcción y que algún día albergarán miles, millones de seres humanos.

Willis miró por el hueco que se abría en la estrecha garita. Comenzaba a levantarse un fuerte viento que hacía arrastrar consigo voluminosas masas de polvo gris, envolviendo el amanecer de Goliath en una granulosa estampa en tonos pastel. Se avecinaba una gran tormenta.

Las palabras de Holes le sonaban ya muy lejanas.

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