La dirección de la carretera - Úrsula K. Le Guin

    Antes no eran tan exigentes. Nunca nos hacían ir más aprisa que al galope, y aún eso era raro; la mayor parte de las veces se contentaban con un pequeño trote saltarín. Y cuando uno de ellos iba a pie, era un auténtico placer acercársele. Me daba tiempo de realizar toda la acción con auténtico estilo. Le veía hacer como que movía sus piernas y sus brazos según sus costumbres, mientras miraba la carretera, o incluso los campos que atravesaba, o hasta mirándome directamente: entonces me acercaba a él regularmente pero con mucha lentitud, aumentando de tamaño sin cesar, sincronizando a la perfección la velocidad de aproximación y la velocidad de crecimiento, de tal modo que, en el mismo momento en que, tras no haber sido más que una minúscula mota, había adquirido toda mi estatura –veinte metros por aquella época–, me alzaba ante él, inmenso, dominándolo, cubriéndolo con mi sombra. Y sin embargo él no manifestaba ningún temor. Ni siquiera los niños me temían, aunque a menudo no dejaban de mirarme mientras yo pasaba cerca de ellos, para empezar a decrecer a continuación.

    Ocurría a veces que, en una cálida tarde, uno de los adultos me detenía justo en el lugar donde nos encontrábamos, y se sentaba, su espalda contra la mía, durante una hora o más. Yo no veía en ello el menor inconveniente. Tengo una excelente colina, un buen suelo, un buen viento, una hermosa vista; ¿por qué iba a molestarme el permanecer inmóvil durante una hora o toda una tarde?    

    Después de todo, la inmovilidad no es más que relativa. Basta con mirar al Sol para darse cuenta de la velocidad en que todo se desplaza; y además uno no deja de crecer... sobre todo en verano. En cualquier caso me emocionaba el verles confiar así en mí, dejarme que me apoyara en sus pequeñas espaldas cálidas, y dormirse profundamente entre mis pies. Me gustaban. Es raro que nos hayan caído en gracia como los pájaros; pero realmente los prefería a las ardillas.

    En aquel tiempo los caballos trabajaban para ellos, lo cual constituía para mí un agrado suplementario. Me gustaba particularmente el galope corto, en el que me volví muy hábil. Aquel movimiento de elevación rítmica que acompaña al crecimiento o disminución les confiere una apariencia de oscilación y de caída que es casi la del vuelo. 

    El galope era menos agradable, con su sincopado martilleo; me sentía agitado como un árbol joven en la tormenta. Además, el placer de acercarme y crecer lentamente hasta parecer gigantesco, y luego alejarme y decrecer también lentamente, quedaba suprimido por el galope. Había que hacerlo todo brutalmente, tacatac, tacatac, y tanto el hombre como su montura estaban tan absortos por este ejercicio que ni siquiera levantaban los ojos hacia mí. Hay que admitir de todos modos que los casos eran raros. Después de todo, el caballo es mortal y, como todas las criaturas sin raíces, fatigable; los hombres evitaban pues cansar a sus caballos, salvo casos de urgencia; los casos de urgencia, aparentemente, no eran tampoco tan frecuentes en aquella época.

    No he galopado desde hace mucho tiempo, y a decir verdad me gustaría hacerlo. Bien pensado, aquel ejercicio tenía algo de tonificante.

    La primera vez que vi un automóvil, lo recuerdo aún, lo tomé, como la mayor parte de nosotros, por un ser mortal una especie de criatura sin raíces a la que no conocía. Sentí un cierto sobrecogimiento ya que, con ciento treinta y dos años de edad, creía conocer a toda la fauna local. Pero una novedad, por fútil que sea, siempre es algo interesante, así que lo observé con atención. Me acerqué a buena marcha, la de un galope corto, pero adoptando un ritmo distinto, adaptado al aspecto falto dé gracia de aquella cosa: un ritmo inconfortable, el de un ser rodante, sofocante, trepidante, agitado por sobresaltos. Pero no, no se trataba de ningún ser mortal, libre o cautivo, con o sin raíces, y me di cuenta de ello en menos de dos minutos, antes de haber alcanzado el tamaño de treinta centímetros. Era un objeto fabricado, como aquellas carretas a las que se ataban los caballos. Lo hallé tan mal hecho que estimé imposible que regresara cuando lo vi desaparecer tras la cima de West Hill, y esperé de todo corazón no volver a verlo nunca más, pues no podía soportar su marcha dura y contrastada.

    Pero la cosa adoptó un horario regular, al que me vi obligado a doblegarme. Todos los días, a las cuatro, debía aproximarme a él mientras aparecía al oeste con su rítmico tartamudeo, tenía que crecer, erguirme en toda mi altura, y encogerme de nuevo luego. Después, a las cinco, debía ir una vez más a su encuentro trotando como un gazapo pese a mis veinte metros de altura, mientras llegaba por el este dando sus traqueteantes zancadas, impaciente porque aquel horrible pequeño monstruo desapareciera por el horizonte, a fin de poder descansar y relajar mis miembros al viento del atardecer.

    Siempre había dos personas en el vehículo: un joven macho al volante, y tras él, una vieja hembra de mirada arisca medio sepultada entre mantas. Nunca les oí hablarse. Y sin embargo por aquel tiempo sorprendí varias conversaciones en la carretera. La máquina iba descubierta, pero el enorme ruido que hacía cubría el de todas las voces, incluso la del gorrión cantor que yo albergaba aquel año. Odiaba aquel ruido casi tanto como la bamboleante marcha del vehículo.

    Soy de una familia que se respeta y mantiene sus rígidos principios. La divisa de los robles es: «Me rompo, pero no me doblego»; y me veo obligado a observarla. Lo que me hacía sufrir, entiendan, no era puramente la vanidad personal, sino el orgullo familiar, el hecho de que un simple objeto fabricado me obligara a saltar y a bambolearme de aquel modo.

    Los manzanos de la huerta, en la parte baja de la colina, no parecían verse tan afectados; pero son árboles domesticados. Sus genes han sido manipulados desde hace siglos. Además, son criaturas gregarias; ningún árbol frutal es realmente capaz de formular una opinión personal.

    Yo guardaba para mí mi propia opinión.

    Pero cuando el automóvil dejó de envenenarnos me alegré sobremanera. No apareció en absoluto durante todo un mes, durante el cual tuve el placer de andar hacia los hombres y trotar hacia los caballos, yendo incluso a dar saltitos al encuentro de un bebé en brazos de su madre, esforzándome, sin éxito, en ofrecerle una imagen nítida.

    Al mes siguiente –septiembre, unos pocos días después de la partida de las golondrinas– apareció otra máquina. Nos arrastró de pronto, a mí, a nuestra colina, a la huerta, a los campos, al techo de la granja, en su carrera de este a oeste, dando saltitos, bamboleándose, petardeando; mi velocidad era superior a la del galope, y jamás me había desplazado tan rápidamente. Apenas tuve tiempo de parecer gigantesco cuando ya tuve que empezar a encogerme.

    Y a la mañana siguiente vino otra máquina.

    Cada año, cada semana, cada día, la especie se extendía. Llegaron a convertirse en un elemento importante de nuestro Orden Natural. Las carreteras eran levantadas y luego rehechas, ampliadas, con una detestable superficie plana como la huella de un caracol, sin roderas, sin charcos, sin piedras, sin flores, sin sombras. ¿Dónde estaban todos esos pequeños seres sin raíces que antes recorrían la carretera, saltamontes, hormigas, sapos, ratones, zorros y tantos otros, demasiado pequeños la mayor parte de ellos como para que yo acudiera a su encuentro puesto que no llegaban a verme realmente? Los más prudentes evitaban ahora la carretera, los otros se dejaban aplastar. ¡Cuántos conejos he visto morir así a mis pies! Doy gracias a Dios de ser un roble, ya que puedo verme arrancado por el viento, desenraizado, podado o aserrado, pero al menos no podré, bajo ninguna circunstancia, verme aplastado en la carretera.

    La presencia simultánea de un gran número de vehículos en la carretera exigió de mí un nivel superior de actuación. Era tan solo un arbolillo cuya copa apenas rebasaba las hierbas silvestres cuando aprendí a ir en dos direcciones al mismo tiempo. Conseguí ese logro elemental sin pensar realmente en él, bajo la simple presión de las circunstancias, la primera vez que vi a un peatón al este frente a un jinete que venía del oeste. Tenía que ir en dos direcciones a la vez, y lo conseguí. Supongo que para nosotros los árboles esto es la base del arte. Estaba nervioso, pero conseguí pasar cerca del jinete, luego alejarme de él mientras me encogía trotando hacia el peatón, al cual no alcancé hasta después de haber sido perdido de vista por el jinete... por aquel tiempo no tenía que aparecer aún gigantesco. Estaba orgulloso de mí, siendo aún muy joven, orgulloso de mi hazaña; pero de hecho es menos difícil de lo que parece. Desde entonces, por supuesto, repetí la operación un incalculable número de veces, y ni siquiera le daba importancia; lo hacía incluso en sueños.      

    ¿Pero han pensado ustedes en el increíble esfuerzo que realiza un árbol cuando debe, por un lado, agrandarse simultáneamente a velocidades ligeramente distintas, y al mismo tiempo encogerse para otros vehículos que avanzan en sentido contrario, unos cuarenta a la vez en cada sentido, sin olvidarse de erguirse con toda su altura en el momento preciso para cada uno de ellos? ¿Y hacer esto minuto tras minuto, hora tras hora, desde el amanecer hasta la caída de la noche e incluso más tarde?

    Puesto que mi carretera se volvió muy frecuentada; la circulación era casi incesante. No dejaba un instante de reposo. Se habían acabado los bamboleos sincopados, pero cada vez debía ser más rápido: crecer a toda velocidad, erguirme en toda mi altura en una fracción de segundo, y decrecer con la misma precipitación, sin poder gozar con ello, y sin descanso, una y otra y otra vez.

    Muy raros eran los conductores que se dignaban dirigirme una ojeada, por breve que fuera. De hecho, parecían no ver nada. Se contentaban con mirar fijamente la carretera ante ellos. Tenían la ilusión, al parecer, de ir a alguna parte. Miraban, a través de unos espejitos fijados a la parte delantera de sus vehículos, hacia la parte de carretera que acababan de recorrer, y luego volvían a clavar sus ojos camino adelante. Yo había supuesto que solo los escarabajos se hacían esta falsa idea del Progreso. En efecto, no dejan de precipitarse en todos sentidos sin levantar nunca los ojos. Siempre había tenido una pobre opinión de esas pequeñas criaturas. Pero al menos ellas me dejaban en paz.

    Confieso que a veces, en esas benditas noches tenebrosas en las que mi copa no era plateada por la Luna, o mis ramas no ocultaban las estrellas, en esas noches en las que podía tomarse un descanso, pensaba seriamente en sustraerme a las obligaciones de nuestro Orden Natural: en dejar de desplazarme. No, no seriamente. Tan solo a medias. Puro cansancio. Si el más pequeño imbécil de retoño de sauce, al pie de la colina, aceptaba sus responsabilidades, saltaba, se movía, aceleraba, crecía y disminuía por cada coche que pasaba por la carretera, ¿cómo podría no hacerlo yo, un roble? Nobleza obliga. Y creo poder decir que nunca he dejado caer un glande que no conozca su deber.

    Hace pues cincuenta o sesenta años que me erijo en defensor del Orden Natural, y que mantengo a las criaturas humanas en su ilusión de ir a alguna parte. Y lo hago de buen grado. Pero me ha ocurrido algo horrible, contra lo cual debo elevar una solemne protesta.

    Puedo ir perfectamente en dos direcciones a la vez; puedo muy bien crecer y decrecer simultáneamente; puedo moverme sin problemas, incluso a la desagradable velocidad de cien o ciento veinte kilómetros por hora. Estoy dispuesto a proseguir todo esto hasta el día en que un hacha, una sierra o un bulldozer me derribe. Ese es mi destino. Pero a lo que reniego con mis últimas energías es a volverme eterno.

    La eternidad no es mi destino. Soy un roble, ni más, ni menos. Tengo mis deberes, y los cumplo; tengo mis recompensas, y sé apreciarlas, aunque lamente que cada vez se hagan más raras, puesto que los pájaros son menos numerosos y los vientos se están volviendo mefíticos. Pero, sea cual pueda ser mi longevidad, tengo derecho a dejar de ser. La mortalidad es mi privilegio. Y he perdido este privilegio.

    Lo perdí hace un año, en un día lluvioso del mes de marzo.

    Los coches, como siempre, surgían por la carretera en ambos sentidos, cubriéndola con sus rápidas carreras. Yo estaba tan ocupado en moverme como un bólido, crecer, erguirme en toda mi altura, decrecer, y el día desaparecía tan aprisa, que apenas tuve tiempo de ver lo que ocurría. El conductor de uno de los coches debía estimar que su necesidad de ir a algún sitio presentaba un carácter de urgencia excepcional; por ese motivo intentó situar su vehículo delante del que lo precedía. Para efectuar esta maniobra hay que desviarse un momento de la Dirección de la Carretera girando hacia el lado encargado de hacer circular a los coches en el otro sentido (y debo decir que admiro enormemente las capacidades de la carretera, ya que no es fácil efectuar tales maniobras cuando no se es más que un simple objeto fabricado y no un ser vivo). 

    Pero en aquel momento otro coche llegaba en sentido contrario, y se encontró frente a frente con el del conductor apresurado. Y la carretera no pudo hacer nada para salvar la situación, puesto que estaba demasiado cargada. Para evitar golpear al coche que le hacía frente, el vehículo con prisas contravino absolutamente todas las reglas de la Dirección de la Carretera con una conversión de noventa grados, lo cual me obligó a saltar directamente sobre él. No tenía otra elección. Tuve que lanzarme sobre él a ciento cuarenta kilómetros por hora. Me erguí en toda mi altura, haciéndome más grande, más gigantesco que nunca antes. Luego percuté contra el vehículo.

    Perdí una considerable porción de corteza y, lo que es peor, una buena capa de cámbium; pero para un árbol de veintidós metros de alto y cerca de tres metros de circunferencia en el punto del impacto eso no resultaba demasiado grave. Mis ramas temblaron por el choque hasta el punto de hacer caer un nido de petirrojos del año anterior, y sentí una tal sacudida que lancé un gemido. Jamás en mi vida había hablado tan fuerte.

    El coche lanzó un grito desgarrador, roto, aplastado por el golpe que yo le había dado. Su parte trasera apenas recibió daño, pero toda su parte delantera era un auténtico acordeón, con retorcimientos propios de una raíz vieja sobre los cuales caía una lluvia de pequeños trocitos de brillante plancha.

    El conductor no tuvo tiempo de pronunciar ni una palabra. Lo maté instantáneamente.

    No es contra esto contra lo que protesto. No podía hacer otra cosa más que matarlo. Era inevitable, de modo que todo lamento posterior es superfluo. Contra lo que me rebelo, lo que no puedo soportar más, es esto: cuando yo saltaba sobre él, él me vio. En el último momento, levantó los ojos. Me vio como jamás nadie me había visto, ni siquiera un niño, ni siquiera en los tiempos en que la gente miraba aún a su alrededor. Me vio enteramente, y quizá yo sea la única cosa que él hubiera visto jamás en toda su vida.

    Me vio bajo los atisbos de la eternidad. Me confundió con la eternidad. Y puesto que murió en el momento mismo en que su visión le engañaba, puesto que nada puede modificarla, estoy cautivo por toda la eternidad.

    Esto me resulta insoportable. No puedo hacerme cómplice de tamaña ilusión. Las criaturas humanas no quieren comprender la Relatividad; muy bien, pero que comprendan la Relación.

    Si el Orden Natural lo exige, yo mataré a los conductores de coches, aunque esto no forme parte de las obligaciones normales que incumben a un roble. Pero es injusto imponerme no solo el papel de asesino, sino también el de la muerte. Puesto que yo no soy la muerte. Yo soy la vida; soy mortal.

    Si quieren ver la muerte con sus propios ojos, es su problema, no el mío. Yo no quiero ser para ellos la eternidad. Que no cuenten con los árboles para encontrar en ellos la imagen de la muerte. Que la busquen más bien en los ojos de sus semejantes.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic