El ligue - B. L. Keller

Booba Lawson, conocida como la Fabulosa Booba, deslizó sus encantadoras manos por sus costados, con la mirada hipnotizada por el espejo. Cuando saltó sobre sus pies, sus senos recién maduros brincaron alegre­mente bajo su camisa transparente.

Sintiéndolo un poco, se puso el poncho; pero su mo­mentáneo disgusto por el eclipse del encantador brinco quedó ahuyentado ante el fascinador riel juego de lu­ces sobre los planos de su cara, al volver la cabeza a un lado y a otro.

Sus ojos eran dos pozos gemelos coronados por unas cejas perfectamente curvas; ambas se unieron al creer detectar un barrillo en su barbilla. Inclinándose hacia delante, frunciendo sus suaves y carnosos labios, se ensimismó tanto en su repertorio de muecas que tuvo que redactar una nota de disculpa, con la caligrafía de su madre, por llegar tarde a la escuela.

Satisfecha por la singular destreza de su falsifica­ción, redactó también excusas para tres amigas que ha­bían pasado el día como petrificadas en el aeropuerto, extasiadas con los reactores. Salió del cuarto de des­canso de las chicas con un cortejo adulador y cuatro dólares y medio en el bolsillo.

Todo el día se mostró triunfante en la escuela, con sus braguitas de nilón atrapadas en la hendidura de sus glúteos, y asomando por debajo de su minifalda cada vez que se inclinaba para recoger alguno de los innu­merables objetos que encontró o que dejó caer aquel día, promoviendo el derramamiento de más semillas que todos los economistas agrícolas de Washington jun­tos.

Booba no había oído hablar jamás de Emile Zola.

Por la tarde se marchó a una cafetería cuyos pro­motores habían obtenido la licencia prometiendo man­tener a la juventud apartada del alcohol y las calles. Una taza de café costaba allí más que una dosis, pero lo que importaba era el ambiente que allí reinaba.

No era normal que una muchacha fuese allí sola, por lo que, a falta de alguien mejor, Booba escogió la compañía de su condiscípula Feebie Frean. Feebie tenía unas cualidades que la convertían en la compañía ideal cuando no había nadie más: unos padres ricos, una gran renta y un gran anhelo en comprar amistad.

Tocaban los «Merdé», un conjunto al que no le ha­bían pedido que actuase con los «Stones» en aquel fa­buloso concierto al aire libre de Tijuana, que condujo a la ocupación por Estados Unidos de la Baja Califor­nia y a la colonia donde nosotros retuvimos Ensenada como base naval y salida de productos manufacturados. Feebie bailó sola hasta que se le unió un joven flaco, pero de ojos brillantes; los dos empezaron a saltar y contorsionarse extasiadamente, pelvis contra pelvis, con las cabezas separadas.

Booba, por su parte, estaba encantada. Alguien le había dicho aquella tarde que iba vestida como una prostituta húngara: y aquel cumplido se le había subi­do a la cabeza. Provocaba descaradamente a los chicos que se le acercaban, y gozaba ante la confusión que les infundía.

También un viejo la estaba mirando. Un viejo asque­roso, pensó ella sonriendo. Tendría ya los treinta años. Y sin embargo, poseía cierta fascinación. En primer lu­gar, se parecía a Leonard Nimoy, salvo por las orejas. Alto, pálido, siniestro, pasional, pero frío. Su mirada era más profunda, más obscura y más penetrante que la de Booba; había como una amenaza latente. La muchacha, a falta de mejor comparación, la calificó de lujuria desnuda. Booba experimentó una pulsación nerviosa en su pelvis. No necesitaba preguntar, no necesitaba razo­nar... Booba confiaba en sus sutiles instintos.

Como atraído por aquellas pulsaciones, el hombre se dirigió a la mesa de Booba.

–¿Otro café?

De cerca, aún parecía mayor. Unos treinta y dos. ¿Era esto lo que le convertía en un tipo de viejo verde? Booba le sonrió con encanto. Feebie se había gastado sus últimos seis dólares en las entradas y dos cafés vascos; por su parte Booba estaba muerta de hambre, después de haberse gastado sus cuatro dólares y medio en incienso y horóscopos.

Se dignó parpadear.

El hombre apenas tenía ninguna arruga. Ni surco alguno. En cambio sí mostraba unos hoyuelos en las me­jillas como Johnny Cash... y no es que se le pareciese en absoluto, pero es que uno no podía dejar de pensar en Johnny Cash. Y lucía una barba negra que parecía la del cortesano que rindió su capa ante la vieja reina Isabel. Era alto, delgado; aunque el cabello no le llega­se hasta el cuello de la camisa, tampoco era excesiva­mente corto. Además, la camisa era tremendamente rara, con colores extravagantes y dibujos como pinceladas sobre una tela tambaleante.

Se veía diferente. Los muchachos siempre parlotea­ban alocadamente en su afán por entretenerla y ella se divertía perversamente frunciendo el ceño, mientras les veía sudar. Pero aquel hombre la contemplaba de mane­ra muy distinta a la de los demás viejos verdes. Le re­cordaba a su gato «Genghis» mirando la pecera. Pero el hombre no se curvaba ni siquiera como su gato; pa­recía más divertido que hambriento. La pelvis de Booba volvió a estremecerse.

Sonriendo y con la mirada tan inocente como la de la Doncella Lirio, se sumió en fantasías de violación.

En realidad, a Booba nunca la habían violado; pero te­nía dos amigas que afirmaban haberlo vivido.

Él le hablaba.

Caramba. Le decía que si se marchaban ahora mis­mo podrían asistir al concierto de la Madre del Mono. Los asientos más baratos valían 8,50 dólares. La joven nunca los había visto, puesto que su vocalista había llegado al súmmum al desnudarse ante el auditorio del estudio en el programa de Ed Sullivan.

Pero ¿de veras quería que la viesen en público con un hombre tan viejo? ¿Cómo resultaría a su lado? Sí, ¡era un hombre alto, delgado y hasta parecía malvado! pero ella no se decidía.

Entonces vio, realmente vio, sus ropas, como si un rayo súbito hubiese deslumbrado la mesa. Su camisa, su fantástica camisa prismática, estaba desabrochada hasta la extraña y maciza hebilla de plata forjada que sostenía sus pantalones de pana, muy ceñidos a las ca­deras, dejando al descubierto algo del vello púbico por la parte inferior. Sus pantalones opalescentes, como lá­tex vertido sobre la mitad inferior de su cuerpo, des­tacaba cada uno de sus músculos, cada una de sus pro­tuberancias. No iba descalzo, sus botas eran muy ade­cuadas. Fue la capa lo que la decidió. Una capa enor­me, negra –¿de seda, de satén, de terciopelo?–, con un forro seguramente tejido con un monstruoso ácido. Con tal capa resultaba ciertamente el conjunto de vestir más extravagante que ella había visto nunca.

Booba comprendió de pronto que la maravillosa bar­ba hacía imposible calcular exactamente su edad. Y con aquellas ropas, ¿quién pensaría en eso? Lo esencial era que nadie dejaría de fijarse en ella, cuando entrara en cualquier sitio con tal acompañante.

–¿Puedes prestarme una moneda para llamar a ma­má? –preguntó.

Le dijo a su madre que Feebie la había invitado a pasar la noche con ella, invitación calurosamente secundada por los padres de su amiga. Booba había emplea­do su propaganda más sutil y certera para convencer a su madre de que Feebie era amiga de influencia muy sana, y que el único motivo de que no estuviera en un convento era porque las demás novicias podrían sen­tirse un poco cohibidas ante su enorme sensibilidad. El hecho de que los Frean tuviesen dinero hizo mucho más sencillo que la madre de Booba se tragase sus mentiras respecto a Feebie.

Feebie le prometió dejar abierta la ventana de su dormitorio, ya que sus padres estarían entregados a su dosis de ginebra, según costumbre, sin preocuparse por la hora de su regreso.

El hombre poseía el coche más lujoso que Booba había visto en su vida. De repente empezó ella a com­prender lo interesantes, viriles e inteligentes que son los hombres maduros. Rodando por la autopista a una velocidad suicida, la pequeña pelvis de Booba vibraba como una estrella.

–¡Uau! Tú debes de ser fabulosamente rico –ex­clamó.

Bueno, una cosa lleva a la otra; y allí estaba ella con el tipo rico, gozando de un verdadero paseo. El es­téreo del coche casi la volvió loca. El sacó un poco de hachís traído de Hong Kong, y entonces Booba se preguntó qué habría visto antes en los jóvenes.

 «Como vuelva a decir una vez más "fabulosamente" le haré brotar una plaga de granos.»

Booba se hallaba entregada en un monólogo imbé­cil. Referente a unas dudas psicodélicas, al oro de Acapulco, a Jim Morrison, a Mick...

El hombre se reprimió. Con la cara desencajada, la joven no le serviría de nada. ¿Y no era, al fin y al cabo, su falta de sentido, su lujuriosa inmadurez, lo que la hacía tan enloquecedora? ¿No era exactamente eso lo que él buscaba hoy día en las chicas?

Booba seguía charlando, extrayendo de alguna mi­núscula célula cerebral profundidades respecto a la alie­nación, a al establishment y a Huey, conocimiento sen­sible, verdadero y de significado. «Mi querido Belial –pensó el hombre–, ésta debe de ser la generación más pedante desde Cromwell.»

Sus extremos nerviosos silbaban y crujían como en un cortocircuito; huyó a su cocina, donde mezcló para la joven un Mai Tai, pensando que lograría embriagarla a fin de que se comportase como una mujer ya madura, tremendamente borracha. Con malicia, arrojó a la mez­cla una pulgarada de acónito, un centímetro de raíz de mandrágora y unas gotas de varios horripilantes elixi­res.

¡ ¡ ¡ ¡BRAAOOOUUUMMM...!!!

El Mai Tai explotó en el fregadero, disolviendo la porcelana en una cegadora ebullición.

Booba había puesto en marcha el estereofónico.

Temblando, él mezcló de nuevo un brebaje repug­nante, y lo azucaró con zarzaparrilla.

Booba estaba bailando. Se había quitado el poncho y sus diminutos pezones se marcaban firmes bajo su camisa.

Bajó el volumen del tocadiscos, y la inundó de licor y de halagos, sin pensar que la joven estaba ya muy familiarizada con ambas cosas.

Finalmente, mirándola fijamente con todo el poder de su insondable mirada, se le acercó.

Mientras, ella se arrimó a él, jugando inocentemente con la hebilla de su cinturón. El hombre profirió su dis­curso. Que estaban destinados a encontrarse... Que él había reconocido sus dotes potenciales desde el momen­to en que la vio... De qué forma exquisita viajarían psicodélicamente... Lo que él daría para que ella se unie­se a su ya extensa familia... Ella podría fijar sus horas, dormir hasta tarde... dinero, pieles, diamantes, coches, yates, adoración, ácidos, hachís, sesiones en casa, can­tantes de rock, actores, productores... Y un contrato garantizando que él cuidaría de ella para siempre, eter­namente... como un interminable viaje hacia la eter­nidad.

Booba le escuchó solemnemente, con sus grandes ojos, tan luminosos, casi nublados por un apetito que él no había visto nunca desde la noche que consiguió la firma de Thais.

Pero Booba no era una simple cortesana oriental. Tampoco era una impulsiva Borgia, ni una apasionada DuBarry. Aquella joven era Booba, una hija de su tiem­po. Y Booba sabía que podía conseguir todo lo que el hombre le ofrecía, y aún más, sin hacer nada, sólo por la magia de desearlo, porque ella era la encantadora, la enloquecedora, la irresistible Booba. Y como no podía pensar en sí misma más que como adorable, llena de jugos y estrógeno, Booba no pensaba en la vejez, y la eternidad no le interesaba ni un comino.

Entonces le ofreció poderes terribles, ciencias ocul­tas que ningún mortal conocía aún. Llegó a rebajarse hasta el punto de suplicar a la joven.

Y de pronto surgió el gran, insalvable obstáculo.

Booba no confiaría nunca en una persona de más de treinta años.

Desmoralizado y exhausto cogió de la mano de la muchacha la bebida que de modo tan irresponsable le había preparado y la apuró de un trago; porque en su interior aquella chiquilla había despertado tal furor, que él, él, se sintió atacado por lo que reconoció como el tormento que había sabido dar a los demás, pero nun­ca había conocido por sí mismo.

Sabía qué era...

¡LUJURIA!

La primera regla de su existencia era No Complicar­se Jamás. Agonizando, saboreando todo el horror de su desdicha, sabiendo que iba a corromper su profesión, su alma, su estilo, cogió a la encantadora ninfa en un abrazo más terrible que el de cualquier leopardo, cual­quier pitón, cualquier Tarquino.

Lucharon. Podía haberla violado, con su colabora­ción espontánea; pero ella se sentía terriblemente cu­riosa..., pero por una sola cosa.

–¡Oh, uau! –exclamó ella, presionando con su mano delicada su entrepierna–. Me gustaría. Sí, opino que eres un tipo fenómeno. Pero mañana tengo sesión de fotografía y Feebie dice que esto te hace salir granitos y barrillos, y si me han de fotografiar...

–¿Que te hace salir qué? –chilló él, ya loco, pero incapaz de abstenerse a querer comprender lo que aque­lla mocosa tan especial le decía.

–Feebie afirma que los barrillos fastidian mucho el cutis.

Tras esto, alargó la mano libre hacia él tocadis­cos y...

"This is the dawning of the age of aquarius..." (1).

Ciento ochenta decibelios destruyendo todos los si­glos de sabiduría negra entronizados en su cabeza.

Trastabilló hacia su dormitorio, increpando a todos los fuegos, inundaciones, plagas y autopistas el gran tormento para aquel planeta, y apagando la electrici­dad del edificio.

Más tarde, en la obscuridad y el silencio, volvió jun­to a Booba.

–¿Sabes qué pensaba? –susurró ella–. Pensaba que me gustaría comerme una hamburguesa de MacDonald. El ejercicio siempre me abre el apetito.

Devoró dos hamburguesas, una bolsa de patatas fri­tas y un batido de fresa, mientras él estaba sentado desdichadamente detrás del volante del «Maserati», aumen­tando indolente el número de bacterias coliformes de las hamburguesas, a pesar de saber que esto era in­digno de él. Su insondable mirada estaba fija y desola­da al contemplar el estrecho túnel del tiempo, imagi­nándose las generaciones futuras... y dio gracias a su archienemigo por no haberle maldecido con la luz de la adivinación. 

La dejó delante de la casa de Feebie Frean, contem­plando cómo columpiaba su trasero mientras se aleja­ba, sin parecer impresionada por la magnitud de su triunfo.

Quemándose, degradado, con todo su orgullo quin­taesenciado en ruinas, de pronto lo comprendió. Com­prendió que Dios le había ayudado. Tenía que fra­casar.

Porque aquella chiquilla carecía del concepto del mal.

Casi mortalmente herido, volvió al local donde todo había empezado, como si presintiese que esta vez todo sería distinto.

Se sentó en la misma mesa de antes.

Los jóvenes estaban bailando; eran como unos vein­te. Los músicos no tocaban, ya que estaban en el des­canso, pero los muchachos seguía contorsionándose. En­tonces, ¿eran todos completamente incapaces de com­prender el mal? ¿Acaso era esto lo que les hacía ino­centes?

Por un momento, volvió a experimentar el fiero im­pulso que había atraído sobre él la peor derrota de su carrera. Porque era él, él mismo, el que se había degra­dado, derrotado...

Se había abandonado, se había esclavizado a la fal­ta de cerebro, al egocentrismo, a la banalidad... Aque­lla chiquilla... estos jovenzuelos...

FWAAANNNGGGG.

Acrogénicos, carnales y andrógenos, los «Merdé» volvieron a tocar. El vocalista, con una peluca Dynel res­balando locamente sobre su cabeza, asió resueltamente la guitarra eléctrica, y adelantó sus húmedos labios hacia el micrófono...

Unnnh... UH... UH... Bu... aybiii... UNNHHH...

Como un remolino negro y escarlata la presencia demoníaca huyó.

No se habría entregado a ninguna de aquellas mucha­chas. Eran imposibles. Eran capaces de, antes de una semana, hacer subir a una región más celeste a las al­mas condenadas para la eternidad.

Al salir de la cafetería, en un ataque de histerismo incontrolable, maldijo con la más espantosa calamidad sobre aquel lugar, para que cuantos estaban dentro que­daran sobrios y contemplativos como viejos, hasta el fin de sus vidas naturales.

Voló a Washington. Tras unas semanas de recupera­ción secreta, se marchó a Londres, París, Berlín, Moscú, Pekín... el viejo territorio.

«Por todos los diablos –pensó–. ¿Acaso hubo una época en que todo esto significaba algo?»

Generaciones... generaciones... ¡Cómo despreciaba aquella autocompasión!

Aceptó otro vaso de la azafata, que le abrumaba con sus atenciones. Todas lo hacían. Respirando estros y Binaca en su rostro. Esta sería fácil.

Demasiado fácil.

Estaba sudando bajo la camisa. Una camisa gris Hathaway. Un hombre gris con un traje gris. Las grises alas del avión cortaban la lluvia. La ginebra sabía a gris.

Le olían mal las axilas. Sentía el cabello lacio.

Se vio a sí mismo dentro de un enorme pájaro, en medio de una borrasca gris. Volaba completamente solo. Volaba sobre unas brillantes botas y una sonrisa.

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