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El jardín encantado - Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. O bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras.  Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: "Vamos allá", Serenella lo seguía siempre sin discutir.  ¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz leva...

De padre a hijo - Italo Calvino

Pocos bueyes, en nuestros pagos. No hay prados donde pastar, ni campos grandes para arar: sólo ortigas para el ramoneo y breves franjas de una tierra que únicamente se rompe con la zapa. Además los bueyes y las vacas, anchos y plácidos como son, desentonarían en estos valles angostos y abruptos; aquí hacen falta animales flacos, puro tendón, que anden por las piedras: mulas y cabras. El buey de los Scarassa era el único de la quebrada y no desentonaba: era más fuerte y dócil que un mulo, un pequeño buey rechoncho y robusto, de carga; se llamaba Morettobello. Los dos Scarassa, padre e hijo, se ganaban la vida con el buey, haciendo viajes para los diversos propietarios del valle, llevando los sacos de trigo al molino, o las hojas de palma a los floristas, o las bolsas de abono de la cooperativa. Aquel día Morettobello se balanceaba bajo la carga equilibrada en los dos extremos de la albarda: leña de olivo para vender a un cliente de la ciudad. De la anilla que atravesaba las narices neg...

El ojo del amo - Italo Calvino

-El ojo del amo -le dijo su padre, señalándose un ojo, un ojo viejo entre los párpados ajados, sin pestañas, redondo como el ojo de un pájaro-, el ojo del amo engorda el caballo. -Sí -dijo el hijo y siguió sentado en el borde de la mesa tosca, a la sombra de la gran higuera. -Entonces -dijo el padre, siempre con el dedo debajo del ojo-, ve a los trigales y vigila la siega. El hijo tenía las manos hundidas en los bolsillos, un soplo de viento le agitaba la espalda de la camisa de mangas cortas. -Voy -decía, y no se movía. Las gallinas picoteaban los restos de un higo aplastado en el suelo. Viendo a su hijo abandonado a la indolencia como una caña al viento, el viejo sentía que su furia iba multiplicándose: sacaba a rastras unos sacos del depósito, mezclaba abonos, asestaba órdenes e imprecaciones a los hombres agachados, amenazaba al perro encadenado que gañía bajo una nube de moscas.  El hijo del patrón no se movía ni sacaba las manos de los bolsillos, seguía con la mirada cl...

El pecho desnudo - Italo Calvino

El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza. Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte s...