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Mostrando las entradas etiquetadas como juego

Cuando ganamos la calle - Gustavo Masso

Ahí estábamos matando el sábado, contándonos chistes y vacilando a las  chamacas, adiós mamacita, a qué horas vas al pan, si como las mueves etcétera,  que pasaban a cada rato para ir a la Guadalupana, la tienda de la esquina, a traer  algún mandado, mientras nos gorreábamos unos a otros los cigarros y nos  mentábamos la madre o nos golpeábamos amistosamente. También los escuincles de la cuadra estaban, como de costumbre, jugando  futbol a media calle, driblando de vez en cuando algún coche. Por eso teníamos  que estarnos cuidando de los balonazos, ¡bolita favor...!, que nos llegaban.  Pero  ahora, por más que les aventábamos la bola bien lejos, ¡háganse para allá,  cabrones!, los canijos ya nos habían agarrado de sus tarugos y se la pasaban  chutando con todas sus ganas para acá.  En una de esas le dieron un pelotazo en  la mera jeta al Macuarro, que ese sí es rete enojón, y que se levanta hecho la  madre a perseguirlos, ...

El tesoro de Roque - Milia Gayoso

Roque jugaba en la orilla del río. El lodo rubio se transformaba en figuras regordetas y desproporcionadas en sus manos. Hacía caballos y burros, pero de repente lo aplastaba todo, lo convertía en un yacaré o un pescado con alas y le agregaba una ramita seca en la terminación para que semejara una cola. Se levantó del suelo y comprobó que en la zona de las sentaderas su pantalón estaba mojado y sucio y se encaminó hasta el agua para lavarlo. Resbaló y cayó de largo, ensuciándose por completo. Había dejado de llover dos horas antes y el lodo estaba resbaladizo. Se adentró en el agua y se sumergió no muy lejos de la orilla para lavar sus ropas, porque imaginaba la reprimenda de su madre. Se quitó el pantalón y lo fregó una y otra vez hasta que pareció un poco más limpio. Cuando volvía a la orilla tropezó con algo duro (pensó que era un hueso de pescado o una piedra), no le hizo caso y continuó caminando. Tendió su pantalón sobre una planta de tártago que crecía cerca de la costa y volvió...

El jardín encantado - Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. O bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras.  Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: "Vamos allá", Serenella lo seguía siempre sin discutir.  ¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz leva...

La vista fija - Alberto Chimal

     Érase una niña pequeñita y muy bonita, con chapas rojas rojas cual flores de rubor, vestidito rosa y bonito cabello rizado. Jugaba en un parque con su pelota y era muy feliz. Oyóse entonces un disparo, y la frente de la niña hizo ¡pop!, y una emisión hubo de sangre y sesos entremezclados que, flor también de rubor (aunque de otro, ¡ay, de otro rubor!), cayó en el pasto un segundo o dos antes que la propia niña.       De la pelota no se supo más, y yo creo que alguien se la robó. Debe haber sido fácil porque hasta la niña, que no se movía y de cuya frente seguía manando ese caldo rojo y tremebundo, llegó una mujer que pants que se quedó con la vista fija en ella; un señor de traje barato que también se quedó con la vista fija en ella; un par de muchachos, con uniforme y peinados de escuela militarizada, que también se quedaron con la vista fija en ella.      Y una anciana de coche con chofer, su chofer, un grupo de novicias, tres p...

La noche de Margaret Rose - Francisco Tario

Decía la carta, escrita poco menos que ilegiblemente:   "X. X. Esq., 91 Cromwell Road . Londres S. W. 7. Margaret Rose Lane, inglesa, de 28 años, casada con un multimillonario yanqui, lo invita a usted muy íntimamente a jugar al ajedrez el sábado en la noche."   Y al pie, con caracteres de imprenta, aparecía una serie de indicaciones muy minuciosas referentes a la situación exacta de la finca, sobre la ruta de Brighton, a unos veinticinco kilómetros de la costa.   Margaret Rose Lane, en mis borrosos recuerdos, se reducía exclusivamente a esto: a una chiquilla muy pálida, etérea, vestida de verde y que jugaba al ajedrez admirablemente. Escarbando en la memoria, logré, no obstante, reconstruir más tarde determinados pormenores. Nos conocimos en Roma —no acierto a precisar con ocasión de qué sencillo incidente— en la iglesia de San Sebastián, momentos antes de descender a las catacumbas. La acompañaba, creo, una institutriz francesa, présbita o algo por...

Un As del ajedrez - E. B. White

 C uando el hombre entró con la máquina bajo el brazo, la mayoría de nosotros levantamos la vista de nuestros tragos, porque nunca antes habíamos estado en presencia de una cosa como aquélla. El hombre dejó el aparato encima de la barra, cerca de las espitas de cerveza. Ocupaba una gran cantidad de espacio y se notaba que al cantinero no le gustaba mucho tener aquel aparato feo y grande aparcado allí. - Dos rye con agua - dijo el hombre. El camarero continuó mezclando un Old-Fashioned que estaba preparando, pero era obvio que el pedido le daba qué pensar. - ¿Quiere uno doble? - preguntó después de unos momentos. - No - dijo el hombre -. Dos rye con agua, por favor. Clavó sus ojos en el cantinero, no precisamente en forma inamistosa, pero tampoco con cordialidad. El trato diario de muchos años con la clase de gente que frecuenta los bares había desarrollado en el cantinero un carácter adaptable. Sin embargo, no se adaptó enseguida a este individuo y no le gustó la máquin...