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Mostrando las entradas etiquetadas como abuela

Venganza - Juan José Hernández

Todas las noches, antes de acostarse, ordena su colección de objetos preciosos: una araña pollito sumergida en formol, un talismán de hueso que tiene la virtud de curar los orzuelos, un mono de chocolate, recuerdo de su último cumpleaños, y la famosa medalla de su tío, que los chicos del barrio envidian: Alfonso XII al Ejército de Filipinas. Valor, Disciplina, Lealtad. Su tío la llevaba de adorno, colgada del llavero, pero él insistió tanto que acabó por regalársela. Con su abuela las cosas son más complicadas. En vano le ha pedido aquella piedra que trajo de la Gruta de la Virgen del Valle, el año de su peregrinación a Catamarca. Durante un tiempo agotó sus recursos de nieto predilecto para conseguirla: se hizo cortar el pelo, aprendió las lecciones de solfeo. Su abuela persistió en la negativa. Ni siquiera pudo conmoverla cuando estuvo enfermo de sarampión y ella se quedaba junto a la cama, leyéndole. Una tarde, mientras bebía jugo de naranja, interrumpió la lectura y volvió a pedirl...

Una foto - Milia Gayoso

Vestido rojo y botas de lluvia. Cuatro años y mi peso sobre sus rodillas. La foto en blanco y negro debió ser descrita una y otra vez, para que fueran satisfechas mis curiosidades sobre el color de mi indumentaria. Piqué rojo. ¿Qué es piqué, mamá? Seguramente llovió aquel día, por eso también él tenía botas de goma, pero altas y negras que le permitían entrar en el río para acomodar sus canoas. Olvidé preguntar por el color de las mías. ¿Serían las grises? ¿Las celestes? ¿La amarilla y roja? Posiblemente me hayan puesto la amarilla con patos rojos y un par de nubecitas sin color. Los dos sonreíamos. Mi cara redonda como una toronja, y sus ojos verdes que eran puro hechizo. (¿Habrás dejado un rato tu trabajo para venir a mimarme abuelo?) Quizás llovía mucho y no había pasajeros. Me parece oler los buñuelos fritos bajo el galpón del fondo. Puedo verla a ella sentada en su silleta más grande que la mía con infinita paciencia dando vuelta una y otra vez a sus redondas bolitas de harina,...

Del misterio - Ramón del Valle Inclán

  ¡Hay también un demonio familiar! Yo recuerdo que, cuando era niño, iba todas las noches a la tertulia de mi abuela una vieja que sabía estas cosas medrosas y terribles del misterio.  Era una señora linajuda y devota que habitaba un caserón en la Rúa de los Plateros. Recuerdo que se pasaba las horas haciendo calceta tras los cristales de su balcón, con el gato en la falda.  Doña Soledad Amarante era alta, consumida, con el cabello siempre fosco, manchado por grandes mechones blancos, y las mejillas descarnadas, esas mejillas de dolorida expresión que parecen vivir huérfanas de besos y de caricias.  Aquella señora me infundía un vago terror, porque contaba que en el silencio de las altas horas oía el vuelo de las almas que se van, y que evocaba en el fondo de los espejos los rostros lívidos que miran con ojos agónicos.  No, no olvidaré nunca la impresión que me causaba verla llegar al comienzo de la noche y sentarse en el sofá del estrado al par de mi abuela. D...