Venganza - Juan José Hernández
Todas las
noches, antes de acostarse, ordena su colección de objetos preciosos: una araña
pollito sumergida en formol, un talismán de hueso que tiene la virtud de curar
los orzuelos, un mono de chocolate, recuerdo de su último cumpleaños, y la
famosa medalla de su tío, que los chicos del barrio envidian: Alfonso XII al
Ejército de Filipinas. Valor, Disciplina, Lealtad.
Su tío la llevaba de adorno, colgada del llavero, pero él insistió tanto que
acabó por regalársela. Con su abuela las cosas son más complicadas. En vano le
ha pedido aquella piedra que trajo de la Gruta de la Virgen del Valle, el año
de su peregrinación a Catamarca. Durante un tiempo agotó sus recursos de nieto
predilecto para conseguirla: se hizo cortar el pelo, aprendió las lecciones de
solfeo. Su abuela persistió en la negativa. Ni siquiera pudo conmoverla cuando
estuvo enfermo de sarampión y ella se quedaba junto a la cama, leyéndole.
Una tarde, mientras bebía jugo de naranja, interrumpió la lectura y volvió a
pedirle la piedra de la Virgen. Su abuela le dijo que no fuera cargoso, que se
trataba de una piedra bendita y que con reliquias no se juega. El chico,
enfurecido, derramó el jugo de naranja sobre la cama. La abuela pensó que lo
había hecho sin querer.
Unos días después de este incidente, el chico abandonó la cama y cruzó a la
casa de enfrente, donde vive la abuela. Tiene el propósito de sentarse en la
silla de hamaca, cerca de la pajarera principal, y terminar Robinson Crusoe. Se
siente débil y el médico ha recomendado que lo hagan tomar un poco de sol, por
las mañanas. La casa de la abuela está llena de pájaros y plantas.
En los patios hay jaulas de alambre tejido con cardenales y canarios; a lo largo de las paredes, casales de pájaros finos seleccionados para cría; en el jardín del fondo, pajareras de mimbre con reinamoras. Tupidos helechos desbordan los macetones de barro cocido, y toda la casa es fresca, manchada y luminosa, como con luz cambiante de tormenta.
Dentro de las habitaciones, la
abuela, dos veces viuda, se consagra al recuerdo de sus maridos y a sus santos
de siempre. San Roque y su perro, amparado por un fanal de vidrio, goza de la
mayor devoción. Lamparitas de aceite arden todo el tiempo sobre la mesa que
sirve de altar; flores de papel y un escapulario bordado en oro, con un corazón
en llamas, completan la sencilla decoración.
Allí también está la piedra de la Virgen, brillante de mica y de prestigio.
Sentado en la silla de hamaca, el chico mira a su abuela, que ayudada por la
criada riega las plantas, corta brotes malsanos y cambia el agua de las
pajareras.
Tiene entre las manos Robinson Crusoe, pero no lee. Piensa en la piedra que nunca será suya, en la negativa odiosa de la abuela. No ha vuelto a hablarle del asunto desde la tarde en que derramó el jugo de naranja sobre la cama. Imposible robársela. Es una piedra bendita. Y quién sabe si al intentar hacerlo no cae fulminado por un rayo como se cuenta de Uzza, en la Historia Sagrada, que tocó el Arca de Dios.
El chico quiere leer y no puede. Observa la pajarera principal cuyo techo, de lata verde, imita el de una pagoda china. La abuela y la criada están distraídas regando las hortensias del jardín del fondo. Entonces se incorpora sin hacer ruido y abre una puerta de la pajarera. El primer canario vacila, desconfía, trina, y de pronto echa a volar. Los demás, siguiendo el ejemplo, huyen alborotados hacia los árboles del vecino.
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