La bestia se acerca - Margaret Millar
SE dio la vuelta y vio a Evelyn Merrick acercándosele a través de la recepción, abriéndose paso con dificultad entre la multitud. Ese día, que había cambiado a la señorita Clarvoe, también había hecho lo propio con Evelyn. Ni sonreía ni parecía tan segura de sí misma como cuando se encontraron en la calle. Ahora era una extraña con mala cara y mirada fría que iba vestida de negro, como si estuviese de luto.
—Veo que has leído mi nota.
—Sí —dijo la señorita Clarvoe—. Aquí la tengo.
—Tenemos que hablar.
—Sí, claro que sí, tengo que averiguar cómo he perdido el día, cómo me han pasado los minutos por encima sin tocarme, como pájaros apresurados. Los minutos del ganso salvaje. Recuerdo que una vez papá nos llevó a cazar, a Evelyn y a mí. Ese día papá se enfadó conmigo porque el calor me dio dolor de cabeza. Dijo que yo era una aguafiestas y una quejica. Y añadió: ¿Por qué no puedes ser como Evelyn?
—Todo el mundo ha estado muy preocupado por ti —dijo la desconocida—. ¿Dónde te has metido?
—Ya lo sabes. Lo sabes muy bien. Estaba contigo.
—¿De qué estás hablando?
—Hemos ido juntas al campo… a ver los altramuces… Hemos…
La voz de la extraña era dura y horrenda:
—Siempre has contado mentiras fantasiosas, Helen, pero esta vez te has superado a ti misma. Hace casi un año que no nos vemos.
—No intentes negarlo…
—No intento negarlo. ¡Lo niego!
—Por favor, no levantes la voz. La gente nos mira. Eso no me conviene: tengo una reputación que proteger, un nombre.
—Nadie nos está prestando la menor atención.
—Vaya que sí. Mira, se me han roto las medias, y el abrigo. De ir al campo. Tú no te acuerdas de que hemos ido al campo, juntas, para ver los altramuces. Tropecé con un pedrusco y me caí. —Pero su voz adoptaba un tono interrogativo y sus ojos destilaban incertidumbre y temor—. ¿Te…? ¿Te acuerdas ahora?
—No hay nada de lo que acordarse.
—¿Nada?
—Hace casi un año que no nos vemos, Helen.
—Pero esta mañana… Esta mañana nos encontramos en la puerta del hotel. Me pediste que te acompañara a tomar una copa, dijiste que ibas de camino a ver a un señor que te haría inmortal, y querías que fuese contigo.
—Eso no tiene el menor sentido.
—¡Sí, claro que sí! Hasta me acuerdo del nombre de ese señor. Terola. Jack Terola.
Evelyn hablaba con voz suave, pero insistente:
—¿Fuiste a ver a ese hombre, al tal Terola?
—No lo sé. Creo que… que fuimos las dos, tú y yo. A fin de cuentas, yo no iría sola a un sitio así, y además Terola era amigo tuyo, no mío.
—Nunca había oído ese nombre. Hasta que he leído los periódicos vespertinos.
—¿Periódicos?
—Terola ha sido asesinado hoy, poco antes del mediodía —dijo Evelyn—. Es importante que recuerdes, Helen. ¿Has ido allí esta mañana?
La señorita Clarvoe se quedó callada, con la cara en blanco.
—¿Has visto a Terola esta mañana, Helen?
—Tengo… Tengo que subir.
—Tenemos que hablar.
—No. No. Tengo que subir a mi habitación y cerrar con llave para que no entre toda esa fealdad. —Se dio la vuelta y echó a andar hacia el ascensor con los hombros hundidos y las manos en los bolsillos del abrigo, como si quisiera evitar cualquier contacto físico.
Esperó a que se vaciara uno de los ascensores y luego entró en él y le ordenó al ascensorista que cerrara la puerta de inmediato. El viejo y cansado ascensorista tenía la estatura de un niño, como si los años que había pasado dentro de esa cajita hubiesen detenido su crecimiento. Estaba acostumbrado a las rarezas de la señorita Clarvoe, como subirse sola al ascensor, y en el pasado había recibido muy buenas propinas por tolerarlas.
Cerró la puerta y, mientras el artefacto iniciaba su ascensión, mantuvo la mirada fija en los botones de los pisos.
—Hace un día invernal, señorita Clarvoe.
—No lo sé. Yo he perdido el mío.
—¿Cómo dice?
—Que he perdido el día —repuso ella lentamente—. Lo he buscado por todas partes, pero no logro encontrarlo.
—¿Se… se encuentra bien, señorita Clarvoe?
—No me llame así.
—¿Señora…?
—Llámeme Evelyn.
—Sí, señora.
—Venga, dígalo. Adelante. Diga Evelyn.
—Evelyn —dijo el anciano mientras empezaba a temblar.
De regreso a su suite, la señorita Clarvoe cerró la puerta y, sin quitarse el abrigo, se abalanzó inmediatamente sobre el teléfono. Mientras marcaba, notaba cómo le crecía la excitación dentro del cuerpo cual lava fundida de un cráter.
—¿Señora Clarvoe?
—¿Eres… eres tú, Evelyn?
—Por supuesto que sí. Le he hecho otro favor.
—Te lo ruego, ten compasión.
—No gimotee. Lo odio. Odio a los lloricas.
—Evelyn…
—Solo quería decirle que ya le he encontrado a Helen. La tengo encerrada en su habitación del hotel, sana y salva.
—¿Se encuentra bien?
—No se preocupe, que yo la cuido. Soy la única que sabe cómo tratarla. Se ha portado muy mal y necesita un poco de disciplina. Cuenta mentiras, ¿sabe usted?, unas mentiras espantosas, así que tendré que darle una buena lección, como a los demás.
—Déjame hablar con Helen.
—Oh, no. Ahora mismo no puede hablar. No le toca. Tenemos que turnarnos, ¿sabe usted? Es muy molesto, porque Helen no me cede el turno de manera voluntaria, así que tengo que adelantarme a ella para poder hablar. Se sentía débil a causa del accidente y le dolía la cabeza, así que me he podido hacer con el mando. Yo me encuentro bien. Yo nunca estoy enferma. Eso se lo dejo a ella. Todas esas cosas sórdidas, como estar enferma o envejecer, se las dejo a ella. Yo solo tengo veintiún años, mientras que esa cacatúa ya pasa de los treinta…
* * *
Evelyn Merrick estaba esperando a Blackshear en el hall cuando este apareció al cabo de veinte minutos.
—He llegado en cuanto he podido —dijo Blackshear—. ¿Dónde está Helen?
—Encerrada en su habitación. La seguí para intentar hablar con ella, pero no hizo caso de mis llamadas. Así que me quedé pegada a la puerta y la oí hablar ahí dentro.
—¿Qué estaba haciendo?
—Ya lo sabe, señor Blackshear. Se lo he dicho cuando le he llamado. Estaba hablando por teléfono, utilizando mi nombre, imitando mi voz, haciéndose pasar por mí.
Blackshear puso mala cara:
—Ojalá eso fuera todo, un jueguecito infantil, una broma.
—¿De qué se trata?
—Sufre una extraña forma de locura, señorita Merrick, la enfermedad que yo pensaba que tenía usted. Un médico lo llamaría personalidad múltiple. Puede que un cura lo considerara posesión demoníaca. Helen Clarvoe está poseída por un demonio que la obliga a hacerse pasar por usted.
—¿Y por qué habría de tomarla conmigo?
—¿Está dispuesta a ayudarme a descubrirlo?
—No lo sé. ¿Qué tengo que hacer?
—Subamos a su habitación para hablar con ella.
—No nos dejará entrar.
—Hay que intentarlo —dijo Blackshear—. Me temo que eso es todo lo que puedo hacer por Helen, intentarlo. Intentarlo, fracasar y volverlo a intentar.
Tomaron el ascensor hasta la tercera planta y recorrieron el largo pasillo enmoquetado que conducía a la suite de la señorita Clarvoe. La puerta estaba cerrada y atrancada y no salía ninguna luz de las rendijas, pero Blackshear podía oír hablar a una mujer en el interior. No era la voz de Helen, cansada, ausente; era una voz fuerte, dura y aguda, como la de una colegiala.
Golpeó decididamente la puerta con los nudillos y gritó:
—¿Helen? Déjame entrar.
—Lárguese, viejo imbécil, y déjenos en paz.
—¿Estás ahí, Helen?
Mira en qué lío me has metido. Me ha encontrado. Eso es lo que querías, ¿verdad? Siempre has estado celosa de mí, siempre has querido que desapareciera de tu vida. Pues ya lo has logrado, al llamar a ese tal Blackshear y a la policía para que me persigan como a una delincuente común. Yo no soy una delincuente común. Todo lo que le hice a Terola fue tocarle con las tijeras para darle una pequeña lección. ¿Cómo iba a saber yo que tenía la piel más blanda que la mantequilla? Un hombre normal no habría ni sangrado, de lo delicado que fue el pinchazo. No es culpa mía si ese pobre idiota se murió. Pero la policía no me creerá. Tengo que esconderme aquí contigo. Solas tú y yo, ¿qué te parece? Pongo a Dios por testigo de que si yo lo puedo soportar, tú también. Eres un aburrimiento, vieja amiga, eso no me lo negarás. Igual tengo que salir de vez en cuando para divertirme un poco.
Blackshear pensó en seguir gritando, pero las palabras se le murieron de desesperación en la garganta: Lucha, Helen. Defiéndete. Plántale cara. Se puso a aporrear la puerta con los puños.
¿Lo estás oyendo? Intenta echar la puerta abajo para llegar hasta su cariñito. ¿No es enternecedor? No se imagina la cantidad de puertas que tendrá que derribar; esta solo es la primera. Hay cien más, pero ese cretino lamentable de ahí fuera cree que puede lograrlo con sus puños. Qué tío tan gracioso. Dile que si no se marcha nunca te volverá a ver viva. Venga. Habla. ¡Habla, arpía inmunda!
Una pausa. Acto seguido, la voz de Helen, un suspiro hecho jirones:
—Señor Blackshear, Paul, váyase.
—Resiste, Helen. Voy a ayudarte.
—Váyase, váyase.
¿Oyes eso, don Juan? Que te vayas, dice. Don Juan. Dios, qué divertido. Menudo romance tenías, ¿eh, Helen? ¿De verdad creías que alguien se podía enamorar de ti, vieja bruja? Vete a consultar la bola de cristal, grajo. Se echó a reír. El sonido subía y bajaba, como el de una sirena anunciando un desastre con sus alaridos; y de repente, se hizo el silencio, como si todo en la noche contuviera el aliento.
Blackshear pegó la boca a la rendija de la puerta y dijo:
—Helen, escúchame.
—Lárgate.
—Abre la puerta. Evelyn Merrick está aquí conmigo.
—Embustero.
—Abre la puerta y compruébalo por ti misma. Tú no eres Evelyn. Evelyn está aquí a mi lado.
—¡Mentiroso, mentiroso, mentiroso!
—Por favor, Helen, déjanos entrar para que te podamos ayudar… Dígale algo, señorita Merrick.
—No te estamos engañando —dijo Evelyn—. Te aseguro que soy yo, Helen.
—¡Embusteros!
Pero el cerrojo hizo un clic y la cadena se deslizó y, lentamente, la puerta se abrió y asomó el rostro atormentado de la señorita Clarvoe. Se dirigió a Blackshear con esos labios pálidos que sufrían lo suyo para dar forma a las palabras:
—Helen no está aquí. Se ha ido. Es vieja, está enferma y tiene tantas desgracias que solo quiere que la dejen en paz.
—Escúchame, Helen —dijo Blackshear—. Tú no eres vieja ni estás enferma…
—Yo no. Pero ella sí. Te estás confundiendo. Yo soy Evelyn. Y estoy bien. Tengo veintiún años. Soy guapa. Soy popular. Me divierto mucho. Nunca me canso ni me pongo enferma. Voy a ser inmortal. —Se interrumpió de repente, con los ojos clavados en Evelyn Merrick, sintiendo al mismo tiempo fascinación y repulsión—. Y esta chica… ¿quién es?
—Ya lo sabes, Helen. Es Evelyn Merrick.
—Una impostora es lo que es. Deshazte de ella. Dile que se vaya.
—Muy bien —dijo Blackshear con preocupación—. De acuerdo. —Se volvió hacia Evelyn—. Más vale que baje y llame a un médico.
La señorita Clarvoe vio alejarse a Evelyn por el pasillo y meterse en el ascensor.
—¿Para qué habría de llamar a un médico? ¿Está enferma?
—No.
—Entonces, ¿para qué llamar a un médico si no está enferma? —Y añadió malhumorada—: No me gustas gran cosa. Eres un viejo taimado. Eres demasiado mayor para mí. No te molestes en rondarme. Solo tengo veintiuno. Y un centenar de novios…
—Helen, por favor.
—No me llames así, no pronuncies ese nombre. Yo no soy Helen.
—Sí que lo eres. Eres Helen y no quiero que seas nadie más. Me gustas tal como eres. Y les gustarás a otros, si se lo permites. Les gustarás tal como eres, te querrán por ti misma, Helen.
—¡No! ¡Yo no soy Helen ni quiero serlo! ¡La odio!
—Helen es una chica estupenda —dijo Blackshear con suavidad—. Es inteligente y sensible, sí, y también guapa.
—¿Guapa? ¿Esa cacatúa? ¿Esa bruja? ¿Esa arpía inmunda?
Intentó cerrar la puerta, pero Blackshear se lo impidió con todo su peso. Ella soltó la puerta y reculó por la habitación, con una mano a la espalda, como una niña ocultando un objeto prohibido. Pero Blackshear ya sabía lo que escondía. Podía ver su imagen en el espejo redondo que había sobre la mesita del teléfono.
—Deja el abrecartas, Helen. Vuélvelo a poner sobre el escritorio, que es donde tiene que estar. Tienes mucha fuerza, podrías hacer daño a alguien sin querer… Por cierto, ¿cómo conociste a Terola?
—En un bar. Se estaba tomando una copa, me miró y se enamoró de mí a primera vista. Les pasa a muchos. No pueden evitarlo. Es por este magnetismo que tengo. ¿No lo notas?
—Sí, sí, lo noto. Deja el cuchillo, Helen.
—¡No soy Helen! Soy Evelyn. Dilo. Di que soy Evelyn.
Se la quedó mirando, sin decir nada, y de repente ella se dio la vuelta y echó a correr hacia el espejo. Pero el rostro que vio no era el suyo. No era ni siquiera una sola cara, sino docenas, dando vueltas sin parar… Evelyn, Douglas, Blackshear, Verna, Terola, su padre, la señorita Hudson, Harley Moore, el recepcionista y el viejecito del ascensor… Todas esas caras giraban como una noria y, mientras lo hacían, movían la boca y berreaban palabras: ¿Qué te pasa, nena, estás loca? Siempre has contado unas mentiras muy fantasiosas. Qué pena que no tuviésemos una hija como Evelyn. No se puede hacer un bolso de seda con una piel de cerdo. ¿Por qué no puedes ser más como Evelyn?
Las voces se disiparon, se detuvo la inmensa noria y solo quedó un rostro en el espejo. Era el suyo, así como la boca que se movía también lo era, y las palabras que salían de ella eran pronunciadas por su propia voz:
—Que Dios me ayude.
La memoria la apuñaló con terribles certezas. Recordaba los bares, las cabinas telefónicas, las carreras, las calles desconocidas. Recordaba a Terola y el aspecto extraño e incrédulo que tenía justo antes de morir, así como el olor acre del café requemándose en el hornillo. Recordaba haber retirado los billetes de su propio clip y pensar luego que se los habían robado. Recordaba a aquel gato de callejón, los rayos del aire nocturno, el sabor de la lluvia, el joven que se reía porque ella era a prueba de agua…
—Dame el cuchillo, Helen.
Podía ver a Blackshear en el espejo, acercándose de manera lenta y prudente, como un cazador con la bestia a la vista.
—No pasa nada, Helen. No te excites. Todo va a salir bien.
Hizo una pausa. Y acto seguido volvió a hablar en un tono suave y persuasivo. Sobre médicos y hospitales y reposo y cuidados y el futuro. Siempre el futuro, como si fuese algo concreto y tangible, redondo y rosado como una manzana.
Contempló en el espejo la bola de cristal y vio su futuro: las noches emponzoñadas por el recuerdo, los días corroídos por el deseo.
—Solo es cuestión de tiempo, Helen. Te recuperarás.
—Cállate —sentenció ella—. Eso es mentira.
Observó el cuchillo que tenía en la mano y le pareció que solo él decía la verdad, que era su último y definitivo amigo.
Hundió el cuchillo en el suave hueco de su garganta. No sintió dolor, solo una leve sorpresa ante lo bonita que era la sangre, como lazos brillantes e inacabables que nunca más serían atados.
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