Las amistades peligrosas - Pierre Choderlos de Laclos

 CARTA CLXXV


La señora de Volanges a la señora de Rosemonde.


La suerte de la señora de Merteuil se ha consumado ya, mi
querida y digna amiga; y es tal que sus mayores enemigos
oscilan entre la indignación que merece y la piedad que inspira. Razón tenía yo al decir que sería quizá una fortuna para ella el morir de la viruela. Ha escapado de ella, es verdad, pero horrorosamente desfigurada; hasta ha perdido un ojo.

Ya supondrá usted que yo no he vuelto a verla; pero me han
dicho que está verdaderamente repulsiva.

El marqués de..., que no pierde ocasión de decir una frase
oaústica, decía ayer, hablando de ella, que la enfermedad la
ha vuelto de dentro a fuera y que ahora su alma está en su
rostro. Desgraciadamente, a todo el mundo le pareció la expresión justa.

Otro acontecimiento ha venido a agravar sus desgracias y
sus daños: Su pleito fué juzgado anteayer y el fallo le fué
adverso por unanimidad. Costas, daños y perjuicios, intereses,
restitución de frutos, todo ha sido adjudicado a los menores;
de modo que la pequeña parte de su fortuna que no estaba
comprometida en ese pleito ha sido absorbida con exceso por
los gastos.

Inmediatamente que supo esta noticia, aunque todavía enferma, hizo los preparativos necesarios y partió sola, de noche, en la silla de postas. Sus criados dicen que ninguno de
ellos quiso seguirla. Se cree que ha tomado el camino de Holanda.

Esta partida ha hecho gritar más que todo lo anterior; se
ha llevado sus diamantes, de valor muy considerable, pertenecientes a la sucesión de su marido, su vajilla de plata, sus joyas, en fin, todo lo que ha podido, y deja tras ella cerca de 50.000 libras de deudas. Una verdadera bancarrota.

La familia se ha de reunir mañana para intentar arreglos
con los acreedores. Aunque pariente muy lejana, yo he ofrecido acudir a la reunión; pero no podré asistir a ella, por reclamar mi asistencia una ceremonia más triste aún para mí.

Mi hija toma mañana el velo de novicia. Creo que no olvidará
usted, mi querida amiga, que no tengo otro motivo para creerme obligada a hacer ese gran sacrificio que el silencio con que usted respondió a mi última instancia.

El señor Danceny salió de París hace ya cerca de quince
días. Se dice que va a Malta y que se quedará definitivamente allí. ¿ Sería todavía acaso tiempo de detenerlo ? ¡ Amiga
mía! ¿Mi hija es, pues, tan culpable? Le perdonará usted sin
duda a una madre el no ceder sino muy difícilmente a esa horrible certidumbre.

¿Qué fatalidad se ha extendido, pues, en tomo mío, desde
hace algún tiempo, hiriéndome en los objetos más queridos?
¡ Mi hija y mi amiga !

¿ Quién podría no estremecerse al pensar en las desgracias
que puede causar una sola relación peligrosa ? ¡ Y qué de penas se evitaría pensando en ello un poco más! ¿Qué mujer
no huiría a las primeras frases de un seductor? ¿Qué madre
podría, sin temblar, ver a otras personas que ella hablar a su 
hija? Pero estas reflexiones tardías no llegan nunca hasta después de hecho el daño; y una de las más importantes verdades, como acaso también de las más generalmente reconocidas, queda ahogada y sin uso en el torbellino de nuestras incongruentes costumbres.

Adiós, mi querida y digna amiga; experimento en este instante que nuestra razón, ya tan insuficiente para prevenir nuestras desgracias, lo es aún más para consolarnos de ellas.
 

París, 14 enero 17... 

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