Fiebre dental - José Jiménez Lozano
Cuando
comenzó a hacerse las extracciones para ponerse una prótesis dentaria, comenzó
a descubrir realmente cada rincón de la pequeña clínica. Para animarle, el
doctor le mostró otras prótesis para personas mucho mas jóvenes que él, y le
explicó cosas sobre ellas o sobre los modelos o impresiones y el mecanismo
dentario. Vio un muestrario de dientes, y también las deterioradas piezas que
habían estado en su boca hasta un momento antes.
Le habló asimismo el doctor de las nuevas técnicas de implantación dentaria, le
mostró radiografías de dientes y muelas, y un día le enseñó, además, una
calavera con su dentadura perfecta y una sonrisa perfecta.
-Como si se encontrara a gusto -dijo la enfermera.
Y rieron. Pero fue precisamente ese día cuando comenzó a sentir algo raro allí:
en el aire de aquella pequeña consulta tan aséptica, tan blanca, con el brillo
tan intenso de los instrumentos quirúrgicos, en medio de aquella amabilidad y
solicitud tan extremas.
El doctor era un hombre de edad mediana y muy moreno, con el pelo muy negro,
pero tenía los ojos muy azules y unas manos muy delicadas, con los dedos muy
largos y muy finos, y, en un dedo de la mano izquierda, llevaba un anillo de
oro con una piedra de lapislázuli; y las enfermeras que le ayudaban eran muy
rubias, casi con el pelo color de llama, y muy alegres. Se movían muy
silenciosamente y no hablaban apenas, sólo soltaban una risita de vez en
cuando. Y, una de ellas, también de vez en cuando, desceñía un instante el
cinturón de la bata del doctor y éste se alzaba un poco de hombros como para
acomodarse algo.
-Es que de tanto estar agachado sobre el sillón... -decía la enfermera.
Y todos sonreían. Pero él notó que el doctor tenía como dos bultos a la altura
de los omóplatos y que era como si la bata le oprimiera demasiado allí. Y,
cuando antes de una de las extracciones tuvo unos días de fiebre, esos bultos
del doctor aparecían en medio de ésta y veía que eran el arranque de unas alas,
y la clínica era como un laboratorio donde se fabricaban sonrisas perfectas como
la de la calavera, como para presentarse en el Día del Juicio Último. Así que,
cuando contó luego la pesadilla en la consulta, el doctor y las enfermeras se
rieron mucho. Pero el doctor dijo al final:
-¡Bueno! Lo que fabricamos es incorruptible.
Y, al volverse un momento de espaldas, él vio bajo la bata un poco demasiado
abierta no lo que eran los bultos, sino, al comienzo de las piernas, como la punta de unas alas. Pero
una de las enfermeras le advirtió que debía mirarse en el espejo, le preguntó
si se encontraba satisfecho y le pidió que sonriera.
Lo hizo muy forzadamente, y la enfermera repitió el ruego:
-Como si se encontrase a gusto -dijo.
Pero él debía de tener todavía algo de fiebre.
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