Terrible, cuando piensa uno en ello - Graham Greene
Cuando el
niño me miró y guiñó los ojos desde su cesto de mimbre, depositado en el
asiento frente al mío y en algún lugar entre Reading y Slough, me sentí
incómodo. Era como si hubiera descubierto mi oculto interés.
Es terrible lo poco que cambiamos. Con mucha frecuencia un antiguo conocido, alguien con quien no nos hemos cruzado en cuarenta años, desde que ocupaba un pupitre lleno de cicatrices y manchado de tinta no lejos del nuestro, nos para en la calle con su inoportuna memoria.
Ya de niños llevamos el futuro en
nosotros. La ropa no puede cambiarnos, las ropas son el uniforme de nuestro
carácter y nuestro carácter cambia tan poco como la forma de la nariz y la
expresión de los ojos.
En los trenes mi afición ha sido siempre descubrir en los rasgos de un niño al hombre futuro, el que frecuenta los bares, el que vagabundea por las calles, el que asiste a bodas elegantes.
Sólo hay que imaginarlo con la gorra de género o el sombrero de copa gris, el uniforme del triste, alegre o presuntuoso futuro. Pero siempre he sentido cierto desdén por los niños que he estudiado con tan superior sabiduría (ellos apenas lo notan).
La semana pasada me sobresaltó que
una criatura no sólo me pescara en plena observación, sino también que me
hiciera ese gesto de entendimiento, como si participara de mi clarividencia
respecto al futuro que le estaba destinado.
Su madre lo había dejado solo por unos minutos en el asiento frente al mío. Me
había sonreído, con el tácito acuerdo de que cuidaría de su hijo unos
instantes. Después de todo, ¿qué podía pasarle a la criatura? (Quizás ella no
estuviera tan segura de su sexo como yo. Claro que ella sabía qué ocultaban los
pañales, pero las formas engañan: las partes se alteran, se hacen
operaciones...) Ella no podía ver lo que yo había visto: el sombrero hongo, el
paraguas colgado del brazo. (Aunque no se veía ningún brazo bajo la manta
estampada con conejos rosa.)
Cuando me cercioré de que la mujer había salido del vagón, me incliné sobre el
cesto y le hice una pregunta. Nunca había ido tan lejos en mis indagaciones.
-¿Qué quieres tomar?
Sus labios produjeron una firme pompa blanca, parda en los bordes. No había la
menor duda de su respuesta: «Un vaso de la mejor cerveza».
-Hace mucho que no te veo... ya sabes... en el lugar de siempre.
Sonrió, haciendo estallar la pompa. Después volvió a hacerme un guiño. Sin duda
decía: « ¿Otra más?».
A mi vez, hice una pompa. Hablábamos el mismo lenguaje.
Volvió la cabeza ligeramente a un lado. No quería que nadie oyera lo que iba a
decirme.
-¿Sabes algún soplo?
Mi pregunta no debe interpretarse mal. Yo no buscaba información sobre las
carreras. Desde luego no podía verle el cuerpo bajo la manta con los conejos
rosa pero sabía perfectamente bien que llevaba chaleco cruzado y que no tenía
nada que ver con las pistas. Su madre podría regresar en cualquier momento, de
modo que dije rápidamente:
-Mis corredores de bolsa son Druce, Davis y Burrows.
Me miró con ojos inyectados. En la comisura de los labios empezó a formársele
una línea de saliva.
-Oh, ya sé que no son tan buenos. Pero en este momento me recomiendan que
compre Grandes Almacenes.
El niño dio un chillido de dolor. Podría creerse que se debía al aire pero yo
sabía que no. En su club no servían mejunjes.
-Te advierto que no estoy de acuerdo -dije.
Dejó de quejarse, hizo otra pompa, una resistente pompa que persistió en sus
labios.
Entendí en seguida lo que quería decirme.
-Es mi ronda -dije-. ¿Qué te parece si pedimos algo fuerte?
Asintió.
-¿Whisky?
Sé que muy pocos podrán creerme, pero levantó un poco la cabeza y sin lugar
fijó la mirada en mi reloj.
-¿Un poco temprano? -dije-. ¿Una ginebra con angostura?
No necesité esperar su respuesta.
-Sírvalas bien grandes -dije al imaginario camarero.
El niño hizo estallar la pompa, de modo que agregué:
-Suprima la angostura.
-Bueno -dije-, aquí tienes. A tu salud.
Sonreímos satisfechos.
-No sé que me aconsejarás -dije-. Pero las acciones de Tabacos están muy bajas.
Cuando pienso que las de Imps estaban a 80 a comienzos del treinta y ahora se
pueden conseguir a menos de 60... Este miedo al cáncer no puede seguir. La
gente tiene derecho a divertirse.
Al oír la palabra «divertirse» volvió a hacerme un guiño, miró cautelosamente
alrededor y comprendí que quizás había seguido una pista equivocada. Después de
todo, no era del mercado de valores de lo que quería hablar.
-Ayer me contaron uno muy bueno... -dije-. Un hombre sube al metro y ve a una
muchacha muy bonita con una media arrugada...
Bostezó y cerró los ojos.
-Lo siento -dije-. Creí que era nuevo. Cuéntame uno tú.
¿Saben ustedes que el condenado estaba dispuesto a complacerme? Pero pertenecía a la escuela de los que se divierten con sus propios chistes y cuando trató de hablar, sólo consiguió reírse. Rió, hizo un guiño, volvió a reírse... Sin duda era un chiste muy bueno.
Hubiera podido comer fuera de casa durante semanas
gracias a su comicidad. Agitó las piernas en el cesto; hasta trató de sacar las
manos de la manta con los conejos rosa. Al fin cesó su risa. Casi lo oí decir:
«Te lo contaré después, amigo».
La madre abrió la portezuela del compartimiento.
-Ha estado entreteniendo al niño... ¡Qué amable! ¿Le gustan los niños?
Me miró con tal expresión -pequeñas arrugas de ternura en torno a la boca y los
ojos- que estuve a punto de contestarle con la cordialidad e hipocresía
previsibles, pero me contuvo la mirada implacable del niño.
-Bueno, en realidad no me gustan -dije.
Seguí divagando y perdiendo todas mis oportunidades ante esos ojos azules y
cristalinos.
-Es que nunca tuve un hijo... Pero los peces me gustan mucho.
Supongo que, en cierto modo, tuve mi recompensa. El niño produjo toda una serie de pompas. Estaba satisfecho; después de todo, un tipo no se insinúa a la madre de otro tipo sobre todo cuando pertenece al mismo club... Porque de repente supe sin lugar a dudas a qué club pertenecería él dentro de veinticinco años. «Otra ronda para todos; invito yo», decía ahora, evidentemente, el niño. Pero yo esperé que no me quedaran tantos años de vida.
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