La zarina - Ellen Alpsten
Sacrificamos reses, horneamos pan y fermentamos cerveza delante de las murallas de Astracán. Los comerciantes rusos, que se sentían protegidos por nuestra presencia, nos mandaron melones, manzanas, melocotones, albaricoques y uva. En el asfixiante calor de julio, cerca de veintitrés mil soldados de a pie se unieron a nosotros en nuestra marcha hasta Derbent, en el mar Caspio. Desde allí, más de cien mil hombres nos siguieron hacia el interior del país. Pero el cansancio, el calor, el hambre y la sed hacían estragos en nuestras filas, y nuestras provisiones eran demasiado escasas para todos nosotros, aunque hiciéramos cuatro partes con cada ración, pues una de nuestras doce gabarras de carga se había hundido durante una tormenta en el mar Caspio. Felten y yo supervisamos la matanza de miles de caballos famélicos. Fue horrible, pero gracias a su carne nuestros hombres recuperaron las fuerzas necesarias para continuar hasta Bakú.
Al atardecer, después de haber visitado a los últimos hombres con insolación y quemaduras solares, pedí que me enviaran al barbero de Pedro.
—¿Qué puedo hacer por vos, mi zarina? ¿Necesitáis polvos de talco para el cuerpo? Aún me queda algo. Por desgracia, sin embargo, vuestro perfume de Grasse se ha evaporado —dijo dando ávidos sorbos a la jarra de leche agria fría que le había ofrecido.
—Nada de eso, maestro. Córtame el pelo —le ordené.
—¿Disculpad, mi zarina?
Comprendí que, en su opinión, una mujer sin una larga y espesa melena no era una mujer.
—Con este sol y este calor, el pelo solo es un fastidio. Me arde la cabeza. Adelante, córtamelo. —Tras dudar unos instantes, el barbero se levantó y fue a coger la jarra de agua—. No —decidí—. El agua es demasiado valiosa. Córtamelo en seco, tal cual. —Sus dedos palparon mi cuero cabelludo—. Sin miedo —lo animé sonriéndole en el espejo.
Me levantó las trenzas y me puso la navaja en la nuca. Sentí la frescura de la afilada hoja y, al cabo de un momento, empecé a oír los chasquidos que producía al cortar los mechones, que iban cayendo al suelo de tierra de la tienda. Finalizada su tarea, el barbero limpió la navaja y volvió a guardarla en su estuche. Como una mujer de las montañas, me puse un pañuelo alrededor de la cabeza rapada a modo de turbante, lo que me permitiría pasar el día entero en el exterior, con las tropas.
Esa noche, Pedro estaba tan ensimismado que ni siquiera reparó en mi cambio de aspecto.
—No podemos reemprender la marcha hacia Bakú, matka —murmuró. Parecía agotado—. Los hombres no soportarían los treinta días de caminata. Volveremos a Astracán —decidió—. Llegaré junto a María a tiempo para el nacimiento del zarévich.
—¡Por el zarévich y su madre, la princesa Cantemir! —dije alzando mi copa, y me la bebí de un trago.
En la casa de Astracán reinaba un silencio sepulcral. No había niños jugando en la azotea ni mujeres sentadas en cojines en el patio, charlando y tomando té. Los sirvientes no corrían de aquí para allá haciendo tintinear las campanillas de plata que adornaban sus tobillos. Tampoco había el menor rastro de la fiel guardia moldava que escoltaba a la princesa.
Pedro y yo entramos a caballo en el umbrío patio, seguidos por nuestro cocinero Felten y dos enanos montados en asnos. Los pájaros cruzaban el aire sobre nuestras cabezas y agitaban las hojas de las moreras. El agua de la fuente caía en una pila adornada con piedras pintadas; en su interior, los peces de colores zigzagueaban bajo la superficie, cubierta de algas. En una esquina, se veían parrillas sobre montones de ceniza fría.
—¿Hola? —llamó Pedro, pero no hubo respuesta.
Bajé del caballo y me acerqué a la fuente. Pese al hedor del agua, me mojé la cara para quitarme la suciedad y el sudor de la larga cabalgada. De pronto, me sentí observada. Alcé la cabeza hacia la galería. ¿Había visto una figura envuelta en un velo esconderse detrás de una columna?
Pedro se apeó a su vez.
—¿María? —gritó, y entró en la casa.
Mientras lo seguía a través de las habitaciones en penumbra, sus pasos resonaban en mi corazón. Empujó la puerta del dormitorio en el que tan afectuosamente se había despedido de la princesa hacía tan solo unas semanas. El fuerte tufo a sudor y alcanfor me dejó sin respiración. Pedro resopló y se tapó la boca y la nariz. Miré a mi alrededor: el diván estaba cubierto de kilims y cojines revueltos, y, en una mesita baja con incrustaciones de marfil, había una bandeja de plata con una taza de té de menta. Introduje el dedo en el líquido, cubierto por una película aceitosa; estaba frío. Vi prendas de seda esparcidas por el suelo de mármol y, delante de un biombo, un cuenco lleno de una sustancia viscosa y amarillenta. En la cama, las sucias sábanas se arrastraban por el suelo, como si alguien las hubiera apartado a toda prisa para saltar fuera de ella. Respirando con dificultad, Pedro llamó de nuevo:
—¡María! ¿Dónde estás, amor mío?
Oímos un ruido y nos volvimos. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando vi salir de detrás del biombo a una mujer cubierta con un grueso velo.
—Estoy aquí, mi zar —dijo con voz ronca. La tela amortiguaba su voz. Cuando Pedro se acercó a ella, aliviado, e intentó levantarle el velo, la mujer le agarró la muñeca—. Déjalo. Puedo hacerlo yo. Ya me he acostumbrado —dijo con amenazadora calma.
Retrocedí hacia la oscuridad. Mi pulso se aceleró cuando María Cantemir arrojó el velo al suelo y se mostró desnuda bajo la implacable luz de la mañana. Ahogando un grito de espanto, Pedro dio un paso atrás. Al ver lo que Yakovlena había hecho, yo también estuve a punto de gritar.
La viruela había devastado el hermoso cuerpo de la princesa de Moldavia. Sus dorados cabellos habían desaparecido, a excepción de unos cuantos mechones enmarañados, y su cuero cabelludo estaba cubierto de costras y manchas oscuras. Tenía la tez cenicienta y las facciones, tan delicadas antaño, salpicadas de profundas cicatrices. Sus carnosos y seductores labios se habían transformado en dos finas franjas exangües que apenas cubrían las desdentadas encías. La enfermedad también se había ensañado con el resto de su cuerpo; los pechos le colgaban marchitos sobre las costillas, que se le marcaban bajo la piel. El mal seguía atacando sus brazos, cuyas pústulas se rascaba mecánicamente, y la amarillenta piel sobre los largos huesos de sus piernas también estaba cubierta de arañazos.
—¿Qué te ha pasado, María? Nuestro hijo… —empezó a decir Pedro mirándole el vientre.
Me mordí el labio y apreté los puños. María tenía el vientre liso. Había perdido el hijo que esperaba de mi esposo, el hijo que habría puesto fin a mi felicidad y a la vida tal como la conocía. Pedro estaba atónito, como fulminado por un rayo. De pronto, la princesa se abalanzó hacia mí como un gato salvaje. Uno de los soldados consiguió sujetarla, pero ella se debatió con rabia, escupiéndole e intentando morderle.
—Llevaos al zar de aquí —ordené con voz firme—. Su Majestad no debe contraer la viruela.
Felten y los soldados arrastraron a Pedro fuera de la habitación. Al llegar a la puerta, mi marido se volvió, y vi la expresión de puro terror de sus ojos: no miraban a María, solo me miraban a mí. ¿Qué veían? A una mujer alta y fuerte con el pelo tan corto como las espinas de un cardo, a la madre de sus hijos, su compañera desde hacía tantos años, la emperatriz de su reino. Me dejaba al cargo.
—Inmovilízala —ordené fríamente al soldado, que cogió una de las sábanas y la rodeó con ella. Me acerqué. Había ganado la partida que María creía tan fácil—. ¿Qué os ha pasado, princesa? —le pregunté sarcásticamente—. ¿Y al zarévich? Teníamos tantas esperanzas puestas en ese niño… ¡Qué desgracia! ¡Quién iba a decir que la viruela hacía estragos también aquí, en Astracán?
María me escupió, y tuve que apartarme para esquivar su ponzoñosa saliva.
—¡Sois un demonio! Sé que me infectó vuestra sirvienta. Me hizo una sangría, y luego tuve fiebre y me puse enferma. ¡Vos sois la culpable! —gritó, pero los sollozos ahogaron su voz—. Mi hijo habría gobernado Rusia…
—No malgastéis el aliento —respondí—. Esto es menos de lo que merecéis. Si fue Yakovlena, la torturaremos hasta que confiese. ¿Dónde está?
María Cantemir soltó un chillido e intentó golpearme de nuevo, pero el soldado la inmovilizó.
—Huyó cuando enfermé, como todo el mundo. Parí un niño muerto, sola. Nadie quiso ayudarme. ¡Miradme! —gritó.
—Es lo que estoy haciendo —repliqué—. ¿Acaso vos no pensabais acabar conmigo? ¿No queríais lograr que me expulsaran y me olvidaran?
El soldado la arrojó al suelo y se limpió las manos con una mezcla de repulsión y temor. Luego, abandonamos la habitación a toda prisa. Los gritos y las maldiciones de María Cantemir resonaban siniestramente en la galería abovedada mientras nos alejábamos.
Pedro ya había regresado al barco. El patio estaba vacío. Cerré la casa y me guardé la llave en el bolsillo, del que no volvería a sacarla. Con la ayuda de Volinski, contraté a una anciana a la que ordené que introdujera comida y agua por la trampilla de la puerta de entrada, como si tuviera que alimentar a un gato. Si veía los cuencos intactos durante varios días, debía prender fuego a la casa.
Sin embargo, esperaba que María Cantemir viviera aún muchos años.
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