El postre - Andrés Neuman
Se ajustó por detrás el lazo del delantal y se alisó la falda. Sus manos subrayaron por un momento la forma de los muslos. Alzó una bandeja y se acercó a la mesa donde el cliente de la barba terminaba su almuerzo. Tenía buen apetito, el tipo de la barba. Había pedido un caldo, una ensalada de la casa, un filete de lomo con guarnición y una ración de croquetas.
También había pedido dos veces que le
llenaran la cestilla del pan. Ella se inclinó ligeramente y carraspeó. Él
levantó la vista: el reflejo borroso de su rostro desapareció de la fuente
vacía.
-¿Va a pedir alguna otra cosa, señor?
El tipo de la barba la miró con aire risueño.
-¿Usted cree que puedo tener más hambre?
-No sé, señor. No me pagan para interpretar las caras de los clientes, sino
para tomarles nota. ¿Va a pedir alguna otra cosa?
-No, gracias, no puedo más.
-Muy bien. Le traigo la cuenta, entonces.
-¡Espere, señorita, espere! Creo que quiero un postre.
-¿Un postre?
El tipo de la barba miró hacia ambos lados y después se detuvo en su delantal.
-¿Por qué? ¿Tan raro le parece que pida un postre?
-¿A mí? Claro que no, señor -contestó ella recogiendo los platos en la bandeja.
-Entonces tráigame la carta de los postres, por favor.
Ella se marchó. Enseguida volvió con la misma carta que le había dado al
principio. El tipo de la barba se demoró en su lectura como si se tratase de un
intrincado texto. Sin proponérselo, ella empezó a doblar las rodillas y mover
los pies descontroladamente. El tipo de la barba, que tenía manos grandes,
seguía estudiando la carta.
-¿Sí...? -probó ella.
-Disculpa. No me decido.
Ella acusó el impacto del tuteo con mal disimulada violencia. Otro más. Ya empezaba. Se despejó la frente con dos dedos y miró al techo. Le dolían las piernas. Había sido un mediodía agotador y pegajoso, repleto de imbéciles y escaso de propinas. Cuando volvió a interrogar al tipo de la barba, vio que él le espiaba los tobillos.
Ella levantó un zapato, como si pretendiera pisar esa
mirada. El se acarició la barba y sonrió con frescura, mordiéndose un costado
del labio.
-¿Está seguro de que va a tomar postre?
-Niña, qué carácter. ¿Te pasa algo conmigo? ¿Nunca has visto a un cliente
indeciso?
-No es eso. Es que...
-¿Es que qué?
-Nada, nada. Ahora vuelvo, ¿de acuerdo? -dijo ella separándose de la mesa.
-Dame tiempo, sólo eso -murmuró él.
Ella respondió que sí de espaldas. Dio unos cuantos pasos hacia la cocina y tuvo una intuición. Se volvió bruscamente. Al acercarse de nuevo a su mesa, se fijó por primera vez en su chaqueta: las mangas estaban desgastadas y uno de los bolsillos estaba mal cosido. Iba pulcro, era más bien atractivo, pero su ropa lo delataba.
Se inclinó hacia él, notando cómo algo se soltaba
inoportunamente alrededor de sus pechos.
-No tienes dinero, ¿verdad? -susurró ella.
La sonrisa del tipo de la barba pareció desencajarse. Enseguida recobró el
aplomo.
-Creo que quiero un flan de la casa. Sin nata.
-¡No tienes! ¡No tienes dinero...! -confirmó ella irguiéndose con disgusto.
-Odio la nata. Desde niño. Qué asco.
Ella dio un paso atrás, como intentando enfocar mejor la mesa y el cliente.
-¿Se puede saber ahora cómo piensas pagar?
-¿Se puede saber ahora cómo piensas cobrarme?
Ella puso los brazos en jarra. Miró a su alrededor: nadie parecía estar
prestándoles la menor atención. El jefe estaba en la cocina, si es que estaba.
-Puedo llamar a mi jefe.
-¡Ah!, puedes, puedes.
-No se haga el gracioso.
-Y tú no te hagas la seria, niña. Estábamos en que yo era tú, no usted.
Ella suspiró, dejando caer los brazos sobre las caderas.
-Mira, no me pongas en un compromiso. Paga con lo que tengas, habla con mi jefe
o lo que sea. Pero no hagas una escenita, que estoy harta.
-¡Al contrario, al contrario! -exclamó él-. Dile al dueño que venga, yo lo
espero aquí. Adviértele que soy rapidísimo. Una pantera. Un karateka. Una
serpiente cascabel.
Y vas a ver cómo antes de que ese gordo inmundo me ponga
las manos encima, yo lo he derribado y estoy sentado sobre su barriga
obligándolo a que me fíe también mañana, y de paso vengándome de cómo te
explota, que ya he visto que ni siquiera has comido. Haz la prueba, mi vida.
Soy la pantera socialista. La serpiente romántica. Vamos. Llámalo.
Ella tardó unos segundos en reaccionar.
-Ay, me vas a dar la tarde.
-Y tú ya me la has dado, reina. Estás riquísima.
Ella agachó la cabeza y apretó la boca para disimular una risa. El tipo la
miraba acariciándose la barba.
-Bea, me llamo Bea -dijo ella mostrándole los ojos.
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