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Mostrando las entradas etiquetadas como Juan

El hipopótamo - Juan José Arreola

Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío. Potentado biológico, ya no tiene qué hacer junto al pájaro, la flor y la gacela. Se aburre enormemente y se queda dormido a la orilla de su charco, como un borracho junto a la copa vacía, envuelto en su capote colosal. Buey neumático, sueña que pace otra vez las praderas sumergidas en el remanso, o que sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares. De vez en cuando se remueve y resopla, pero vuelve a caer en la catatonía de su estupor. Y si bosteza, las mandíbulas disformes añoran y devoran largas etapas de tiempo abolido. ¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya solo sirve como draga y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia? Con esa masa de arcilla original dan ganas de modelar una nube de pájaros, un ejército de ratones que la distribuyan por el bosque, o dos o tres bestias medianas, domésticas y aceptables. Pero no. El hipopótamo es como es y así se re...

Venganza - Juan José Hernández

Todas las noches, antes de acostarse, ordena su colección de objetos preciosos: una araña pollito sumergida en formol, un talismán de hueso que tiene la virtud de curar los orzuelos, un mono de chocolate, recuerdo de su último cumpleaños, y la famosa medalla de su tío, que los chicos del barrio envidian: Alfonso XII al Ejército de Filipinas. Valor, Disciplina, Lealtad. Su tío la llevaba de adorno, colgada del llavero, pero él insistió tanto que acabó por regalársela. Con su abuela las cosas son más complicadas. En vano le ha pedido aquella piedra que trajo de la Gruta de la Virgen del Valle, el año de su peregrinación a Catamarca. Durante un tiempo agotó sus recursos de nieto predilecto para conseguirla: se hizo cortar el pelo, aprendió las lecciones de solfeo. Su abuela persistió en la negativa. Ni siquiera pudo conmoverla cuando estuvo enfermo de sarampión y ella se quedaba junto a la cama, leyéndole. Una tarde, mientras bebía jugo de naranja, interrumpió la lectura y volvió a pedirl...

El hombre normal - Juan Filloy

Era un hombre normal. Pero un hombre normal en un medio de degenerados constituye una rara degeneración. Todos lo notaron. Y, a fuerza de advertencias, fue el tipo más extraordinario de la colectividad. La obsesión ajena lo fiscalizaba. El delirio multitudinario lo perseguía. Todos, en fin, recelaban las determinaciones de su discernimiento; porque la gravedad y el equilibrio, donde prima la desorbitación y el ímpetu, son cualidades que exasperan el modus vivendi de una realidad morbosa. Impasible, él mantúvose como el yogui que ahorra energías psíquicas. No hizo caso de nada. Y con su flema, economizando gestos inútiles, escarneció el histrionismo y la vocinglería. La fiebre y el insomnio colectivo se conjuraron contra él: -Es un peligro. Es un peligro. Tener suelto a un tipo de tal clase contamina nuestra vida. Y la contaminará mas aún si nos mantenemos inactivos y perplejos. Fuera. ¡Fuera! Almenado tras la indiferencia, sus sornas y desdenes fueron reputados como las peore...

El pescadorcito Urashima - Juan Valera

       Vivía muchísimo tiempo hace, en la costa del mar del Japón, un pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña y el anzuelo.      Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro. Bueno será que sepas una cosa, que sin duda no sabes, y es que las tortugas viven mil años; al menos las japonesas los viven.      Urashima, que no lo ignoraba, dijo para sí:      -Un pez me sabrá tan bien para la comida y quizá mejor que la tortuga. ¿Para qué he de matar a este pobrecito animal y privarle de que viva aún novecientos noventa y nueve años? No, no quiero ser tan cruel. Seguro estoy de que mi madre aprobará lo que hago.      Y en efecto, echó la tortuga de nuevo en la mar. ...

El espejo de Matsuyama - Juan Valera

     Hace mucho tiempo vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.      Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos regalos.      La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde hab...

A quién debe darse crédito - Juan Valera

Llamaron a la puerta. El mismo tío Pedro salió a abrir y se encontró cara a cara con su compadre Vicentico. -Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted? -Pues nada... Confío en su amistad de usted..., y espero... -Desembuche usted, compadre. -La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro. -¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Hasta dentro de seis o siete días no volverá. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, ¡qué diablos!, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí. El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.   El que le pedía prestado el burro dijo, con enojo: -No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicate...

La sombra - Juan Eduardo Zúñiga

Estaba el padre sentado en un sillón próximo al ventanal, y tenía en sus manos un fajo de cartas que según iba leyendo depositaba en la mesa cercana. La puerta de la estancia se abrió y entró el hijo mayor que avanzó hasta situarse delante de él. -Padre -le dijo-, escúchame: no quisiera alterar tu tranquilidad estos meses en que estamos juntos pero me siento obligado a hablarte de algo que me inquieta. Desde hace días, cuando estoy solo, empiezo a notar que hay alguien cerca de mí. Poco a poco gana fuerza esta sensación que no puedo evitar, aunque esté trabajando o ensayando con el violín. Como si una persona hubiera entrado en mi habitación y, en silencio, me mirara. No tengo más remedio que volver la cabeza pero... no hay nadie, nadie está cerca de mí. Sin embargo, lo siento claramente y me asusta. Los ojos del padre se habían ido reduciendo mientras oía aquellas palabras y luego los llevó de la cara del hijo a los bellos dibujos de la alfombra. -No debes preocuparte, hijo -exclamó-....

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos - Juan José Arreola

Estimable señor: Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle. En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.) Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente. Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. ...