El Cascanueces y el rey de los ratones - E. T. A. Hoffmann (parte 3)
—¡Toca generala, vasallo Tambor! —exclamó Cascanueces en alta voz.
E inmediatamente comenzó Tambor a redoblar de una manera artística, haciendo que retemblasen los cristales del armario.
Entonces se oyeron crujidos y chasquidos, y María vio que la tapa de la caja en que Federico tenía acuarteladas sus tropas saltaba de repente, y todos los soldados se echaban a la tabla inferior, donde formaron un brillante cuerpo de ejército.
Cascanueces iba de un lado para otro, animando a las tropas con sus palabras.
—No se mueve ni un perro de Trompeta —exclamó de pronto irritado.
Y volviéndose hacia Pantalón, que algo pálido balanceaba su larga barbilla, dijo:
—General, conozco su valor y su pericia; ahora necesitamos un golpe de vista rápido y aprovechar el momento oportuno; le confío el mando de la caballería y la artillería reunidas; usted no necesita caballo, pues tiene las piernas largas y puede fácilmente galopar con ellas. Obre según su criterio.
En el mismo instante, Pantalón se metió los secos dedos en la boca y sopló con tanta fuerza que sonó como si tocasen cien trompetas. En el armario se sintió relinchar y cocear, y los coraceros y los dragones de Federico, y en particular los flamantes húsares, se pusieron en movimiento, y a poco estuvieron en el suelo.
Regimiento tras regimiento desfilaron con bandera desplegada y música ante Cascanueces y se colocaron en fila, atravesados en el suelo del cuarto. Delante de ellos, aparecieron los cañones de Federico rodeados de sus artilleros, y pronto se oyó el ¡bum..., bum!, y María pudo ver cómo las grajeas llovían sobre los compactos grupos de ratones, que, cubiertos de blanca pólvora, se sentían verdaderamente avergonzados.
Una batería, sobre todo, que estaba atrincherada bajo el taburete de mamá, les causó grave daño tirando sin cesar granos de pimienta sobre los ratones, causándoles bastantes bajas.
Los ratones, sin embargo, se acercaron más y más, y llegaron a rodear algunos cañones; pero siguió el ¡brr..., brr!..., y María quedó ciega de polvo y de humo y apenas pudo darse cuenta de lo que sucedía. Lo cierto era que cada ejército peleaba con el mayor denuedo y que durante mucho tiempo la victoria estuvo indecisa. Los ratones desplegaban masas cada vez más numerosas, y sus pildoritas plateadas, disparadas con maestría, llegaban hasta dentro del armario. Desesperadas, corrían Clarita y Trudi de un lado para otro, retorciéndose las manitas.
—¿Tendré que morir en plena juventud, yo, la más bonita de las muñecas? —decía Clarita.
—¿Me ha conservado tan bien para sucumbir entre cuatro paredes? —exclamaba Trudi.
Y cayeron una en brazos de la otra, llorando con tales lamentos que a pesar del ruido se las oía perfectamente.
No te puedes hacer una idea del espectáculo, querido lector. Sólo se escuchaba ¡brr..., brr!...; ¡pii..., pii!...; ¡tan, tan, rataplán!...; ¡bum..., bum..., burrum!..., y gritos y chillidos de los ratones y de su rey; y luego la voz potente de Cascanueces, que daba órdenes al frente de los batallones que tomaban parte en la pelea.
Pantalón ejecutó algunos ataques prodigiosos de caballería, cubriéndose de gloria; pero los húsares de Federico fueron alcanzados por algunas balas malolientes de los ratones, que les causaron manchas en sus flamantes chaquetillas rojas, por cuya razón no estaban dispuestos a seguir adelante.
Pantalón los hizo maniobrar hacia la izquierda, y, en el entusiasmo del mando, siguió la misma táctica con los coraceros y los dragones; así que, todos dieron media vuelta y se dirigieron hacia casa.
Entonces quedó en peligro la batería apostada debajo del taburete, y en seguida apareció un gran grupo de feos ratones, que la rodeó de tal modo que el taburete, con los cañones y los artilleros, cayeron en su poder. Cascanueces, muy contrariado, dio la orden al ala derecha de que hiciese un movimiento de retroceso.
Tú sabes, querido lector entendido en cuestiones guerreras, que tal movimiento equivale a una huida, y, por tanto, te das cuenta exacta del descalabro del ejército del protegido de María, del pobre Cascanueces.
Aparta la vista de esta desgracia y dirígela al ala izquierda, donde todo está en su lugar y hay mucho que esperar del general y de sus tropas. En lo más encarnizado de la lucha, salieron de debajo de la cómoda, con mucho sigilo, grandes masas de caballería ratonil, y con gritos estridentes y denodado esfuerzo se lanzaron contra el ala izquierda del ejército de Cascanueces, encontrando una resistencia que no esperaban.
Despacio, como lo permitían las dificultades del terreno, ya que tenían que pasar las molduras del armario, fue conducido el cuerpo de ejército por dos emperadores chinos y formó el cuadro.
Estas tropas valerosas y pintorescas, pues en ellas figuraban jardineros, tiroleses, peluqueros, arlequines, cupidos, leones, tigres, macacos y monos, lucharon con espíritu, valor y resistencia. Con espartana valentía, alejó este batallón elegido la victoria del enemigo, cuando un jinete temerario, penetrando con audacia en las filas, cortó la cabeza de uno de los emperadores chinos, y este, al caer, arrastró consigo a dos tiroleses y un macaco.
Se abrió entonces una brecha por la que penetró el enemigo y destrozó a todo el batallón. Poca ventaja, sin embargo, sacó aquel de esta hazaña. En el momento en que uno de los jinetes del ejército ratonil, ansioso de sangre, atravesaba a un valiente contrario, recibió un golpe en el cuello con un cartel escrito que le produjo la muerte. ¿Sirvió de algo al ejército de Cascanueces, que retrocedió una vez y tuvo que seguir retrocediendo, perdiendo gente, hasta que se quedó sólo el jefe con unos cuantos delante del armario?
—¡Adelante las reservas! Pantalón..., Escaramuza..., Tambor..., ¿dónde estáis?
Así clamaba Cascanueces, que esperaba refuerzos para que le sacaran de delante del armario.
Se presentaron unos cuantos hombres y mujeres de Thorn, con rostros dorados y sombreros y yelmos, pero pelearon con tanta impericia, que no lograron hacer caer a ningún enemigo, y no tardaron mucho en arrancar la capucha de la cabeza al mismo general Cascanueces. Los cazadores enemigos les mordieron las piernas, haciéndoles caer y arrastrar consigo a algunos de los compañeros de armas de Cascanueces.
Cascanueces estaba rodeado por el enemigo, en el mayor apuro. Quiso saltar por encima de las molduras del armario, pero sus piernas resultaban demasiado cortas. Clarita y Trudi estaban desmayadas y no podían presentarle ayuda. Húsares, dragones, saltaban alegremente a su lado. Entonces, desesperado, gritó:
—¡Un caballo..., un caballo...; un reino por un caballo!
En aquel momento, dos tiradores enemigos lo cogieron por la capa y en triunfo, chillando por siete gargantas, apareció el rey de los ratones. María no se pudo contener:
—¡Pobre Cascanueces! —exclamó sollozando.
Sin saber a punto fijo lo que hacía, cogió su zapato izquierdo y lo tiró con fuerza al grupo compacto de ratones, en cuyo centro se hallaba su rey. De pronto desapareció todo, y María sintió un dolor, más agudo aún que el de antes en el brazo izquierdo, y cayó al suelo sin sentido.
Cuando María despertó de su profundo sueño, estaba en su camita, el sol entraba alegremente en el cuarto por la ventana cubierta de hielo. Junto a ella, estaba sentado un señor desconocido, que luego vio, era el cirujano Wendelstern, que, en voz baja, decía:
—Ya despierta.
Se acercó entonces la madre y la miró con ojos asustados.
—Querida mamaíta —murmuró la pequeña María—, ¿se han marchado ya todos los asquerosos ratones y está salvado el bueno de Cascanueces?
—No digas tonterías, querida niña —respondió la madre—. ¿Qué tienen que ver los ratones con el Cascanueces? Tú, por ser mala, nos has dado un susto de primera. Eso es lo que ocurre cuando los niños son caprichosos y no obedecen a sus padres.
Te quedaste anoche jugando con las muñecas hasta muy tarde. Tendrías sueño, y quizá algún ratón, aunque no los suele haber en casa, te asustó, y te diste contra uno de los cristales del armario, rompiéndolo y cortándote en el brazo de tal manera, que el doctor Wendelstern, que te acaba de sacar los cristalitos de la herida, creía que si te hubieras cortado una vena te quedarías con el brazo sin movimiento o que podías haberte desangrado.
A Dios gracias, yo me desperté a media noche y te eché de menos, y me levanté, dirigiéndome al gabinete. Allí te encontré, junto al armario, desmayada y sangrando. Por poco me desmayo yo también del susto. A tu alrededor vi una porción de los soldados de tu hermano, y otros muñecos rotos, hombrecillos de pasta, banderas hechas pedazos y al Cascanueces, que yacía sobre tu brazo herido, y, no lejos de ti, tu zapato izquierdo.
—¡Ay, mamaíta, mamaíta! —exclamó María—. ¿No ven ustedes que esas son las señales de la gran batalla habida entre los muñecos y los ratones? Y lo que más me asustó fue que los últimos querían llevarse prisionero a Cascanueces, que mandaba el ejército de los muñecos. Entonces fue cuando yo tiré mi zapato en medio del grupo de ratones, y no sé lo que ocurrió después.
El doctor Wendelstern guiñó un ojo a la madre, y esta dijo con mucha suavidad:
—Bueno, déjalo estar, querida María. Tranquilízate: los ratones han desaparecido y Cascanueces está sano y salvo en el armario.
En el cuarto entró el consejero de Sanidad y habló largo rato con el doctor Wendelstern; luego tomó el pulso a María, que oyó perfectamente que decían «algo de fiebre traumática». Tuvo que permanecer en la cama y tomar medicinas durante varios días, a pesar de que, aparte de algunos dolores en el brazo, se encontraba bastante bien.
Supo que Cascanueces salió ileso de la batalla, y le pareció que en sueños se presentaba delante de ella y con voz clara, aunque melancólica, le decía: «María, querida señora, mucho le debo, pero aún puede usted hacer más por mí». María daba vueltas en su cabeza qué podía ser aquello, sin lograr dar solución al enigma.
María no podía jugar a causa del brazo herido, y, por tanto, se entretenía en hojear libros de estampas; pero veía una porción de chispitas raras y no aguantaba mucho tiempo aquella ocupación. Las horas se hacían larguísimas y esperaba impaciente que anocheciese, porque entonces su madre se sentaba a su cabecera y le leía o le contaba cosas bonitas. Acababa su madre de contarle la historia del príncipe Faccardín cuando se abrió la puerta y apareció el padrino Drosselmeier diciendo:
—Quiero ver cómo sigue la herida y enferma María.
En cuanto esta vio al padrino con su gabán amarillo, recordó la imagen de aquella noche en que Cascanueces perdió la batalla contra los ratones y, sin poder contenerse, dijo, dirigiéndose al magistrado:
—Padrino Drosselmeier, ¡qué feo estabas! Te vi perfectamente cuanto te sentaste encima del reloj y lo cubriste con tus alas de modo que no podía dar la hora, porque entonces los ratones se habrían asustado, y oí cómo llamabas al rey. ¿Por qué no acudiste en mi ayuda y en la de Cascanueces, padrino malo y feo? Tú eres el culpable de que yo me hiriera y de que tenga que estar en la cama.
La madre preguntó muy asustada:
—¿Qué es eso, María?
Pero el padrino Drosselmeier hizo un gesto extraño y, con voz estridente y monótona, comenzó a decir incoherencias que semejaban una canción en la que intervenían los relojes y los muñecos y los ratones.
María miraba al padrino con los ojos muy abiertos, encontrándolo aún más feo que nunca, balanceando el brazo derecho como una marioneta. Seguramente se habría asustado ante el padrino si no está presente la madre y si Federico, que entró en silencio, no lanza una sonora carcajada y dice:
—Padrino Drosselmeier, hoy estás muy gracioso; te pareces al muñeco que tiré hace tiempo detrás de la chimenea.
La madre, muy seria, dijo a su vez:
—Querido magistrado, es una broma un poco pesada. ¿Qué quiere usted decir con todo eso?
—¡Dios mío! —respondió riendo el padrino—. ¿No conoce usted mi canción del reloj? Siempre se la canto a los enfermos como María.
Y, sentándose a la cabecera de la cama, dijo:
—No te enfades conmigo porque no sacara al rey de los ratones los catorce ojos; no podía ser. En cambio, voy a darte una gran alegría.
El magistrado se metió la mano en el bolsillo y sacó... el Cascanueces, al que había colocado los dientecillos perdidos y arreglado la mandíbula.
María lanzó una exclamación de alegría, y la madre dijo riendo:
—¿Ves tú qué bueno ha sido el padrino con tu Cascanueces?
—Pero tienes que convenir conmigo, María —interrumpió el magistrado—, que Cascanueces no posee una gran figura y que tampoco tiene nada de guapo. Si quieres oírme, te contaré la razón de que en su familia exista y se herede tal fealdad. Quizá sepas ya la historia de la princesa Pirlipat, de la bruja Ratona y del relojero artista.
—Escucha, padrino Drosselmeier —exclamó Federico de pronto—: has colocado muy bien los dientes de Cascanueces y le has arreglado la mandíbula de modo que ya no se mueve; pero ¿por qué le falta la espada? ¿Por qué se la has quitado?
—¡Vaya —respondió el magistrado de mala gana—, a todo le tienes que poner faltas, chiquillo! ¿Qué importa la espada de Cascanueces? Le he curado, y ahora puede coger una espada cuando quiera.
—Es verdad —repuso Federico—; es un mozo valiente y encontrará armas en cuanto le parezca.
—Dime, María —continuó el magistrado—, si sabes la historia de la princesa Pirlipat.
—No —respondió María—; cuéntala, querido padrino, cuéntala.
—Espero —repuso la madre—, querido magistrado, que la historia no sea tan terrorífica como suele ser todo lo que usted cuenta.
—En absoluto, querida señora de Stahlbaum —respondió Drosselmeier—; por el contrario, es de lo más cómico que conozco.
—Cuenta, cuenta, querido padrino —exclamaron los niños.
Y el magistrado comenzó así:
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