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Pisadas - Harlan Ellison

Para ella, la oscuridad nunca llegaba a la Ciudad de la Luz. Para ella, la noche era el tiempo de la vida, un tiempo lleno de momentos de luz más brillantes que todo el neón barato que mancillaba Champs Elysées. Como no había llegado nunca a Londres, ni a Bucarest, ni a Estocolmo, ni a ninguna de las quince ciudades que había visitado en sus vacaciones. Su gira de gourmet por las capitales de Europa. Pero la noche había llegado frecuentemente a Los Ángeles. Precipitando su huida, obligando a la precaución, produciendo dolor y hambre, una terrible hambre que no podía ser saciada, un dolor que no podía ser arrancado de su cuerpo. Los Ángeles se había vuelto peligrosa. Demasiado peligrosa para uno de los hijos de la noche. Pero Los Ángeles había quedado atrás, y todos los titulares de los periódicos acerca del carnicero loco , acerca del destripador , acerca de las terribles muertes . Todo quedaba atrás... y también Londres, Bucarest, Estocolmo, y una docena de otros pastos. Quinc...

La miel silvestre - Horacio Quiroga

Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte.    Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto. Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores –iniciados también en Julio Verne–, sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla. La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Be...

Draco, Draco - Tanith Lee

A veces habrán oído ustedes contar historias sobre hombres que lucharon contra dragones y los mataron. Todas son mentiras. No existe espadachín viviente alguno que haya matado jamás a un dragón, aunque sí algunos, ya muertos, que lo intentaron. Y, sin embargo, en cierta ocasión viajé con un tipo que se ganó el sobrenombre de «Exterminador de dragones». ¿Un misterio? No. Se lo voy a contar. Yo me dirigía hacia el sur, procedente del norte, de regreso a la civilización como quien dice, cuando le vi sentado en la cuneta del camino. Debo admitir que la primera sensación que experimenté fue la envidia. Era delgado e iba muy limpio para alguien que había estado en las zonas salvajes, y tenía todo el aspecto de un sureño acostumbrado a las ciudades, los baños y el dinero.  También estaba loco, porque llevaba oro en las muñecas y en una oreja. Pero llevaba una aguda espada gris, una espada del ejército, de modo que quizá fuera perfectamente capaz de defenderse. También era más joven ...