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Mostrando las entradas etiquetadas como dolor

Ecos - Lawrence C. Conolly

Marie se quedo de pie en la cocina, con la mirada fija en los pájaros imantados que había sobre la puerta de la nevera. Poco después, Billy grita desde la sala reclamando leche para su hermano Paul. Ella no contestó. Paul hacía tres meses que había muerto. -¿Mami?- Miro a su alrededor, intentando recordar para qué haba ido a la cocina.-¡Mami! Paul quiere leche. ¿Puedes traérsela? El juego no podía continuar. Empezaba a ser aburrido. Billy ya era lo suficientemente mayor como para comprender la muerte, para poder comprender que era imposible que Paul estuviese en la sala mirando la televisión. Billy tenía seis años. Paul, de no haberse ido, tendría cinco. Dio la vuelta para regresar a la sala y sintió el agudo e hiriente dolor en su espalda, que el médico le había dicho que sentiría el resto de su vida. Marie tenía veintinueve años. El resto de su vida... Eso era mucho tiempo si moría de vieja y no de otro accidente. Se preguntó si alguna vez podría considerar el dolor como ...

Nuestra Señora de las Golondrinas - Marguerite Yourcenar

El monje Therapion había sido en su juventud el discípulo más fiel del gran Atanasio; era brusco, austero, dulce tan sólo con las criaturas en quienes no sospechaba la presencia de los demonios. En Egipto había resucitado y evangelizado a las momias; en Bizancio había confesado a los Emperadores: había venido a Grecia obedeciendo a un sueño, con la intención de exorcizar a aquella tierra aún sometida a los sortilegios de Pan.  Se encendía de odio cuando veía los árboles sagrados donde los campesinos, cuando enferman de fiebre, cuelgan unos trapos encargados de temblar en su lugar al menor soplo de viento de la noche; se indignaba al ver los falos erigidos en los campos para obligar al suelo a producir buenas cosechas, y los dioses de arcilla escondidos en el hueco de los muros y en la concavidad de los manantiales.  Se había construido con sus propias manos una estrecha cabaña a orillas del Cefiso, poniendo gran cuidado en no emplear más que materiales bendecidos.  Los ca...

Rincón de la poesía: Fantasmas - Sivela Tanit

Los fantasmas llegan para susurrar al oído los secretos del viento. Hoy abandono mi cuerpo a sus palabras. El recuerdo invade mi cabello con la caricia de tus manos, ellas ya no bajan a mi cuerpo. Hoy el fantasma del infinito muestra su sabia cara de silencio. Olvidarte no es mi destino… giro alrededor de los sonidos de tu voz. Una y otra vez los fantasmas apuñalan mi corazón. Hoy muere tu cariño por mí. Me ordenaste vivir lejos de ti. Abriste el camino de los fantasmas adoloridos que susurran secretos en el viento. Giro en el ciclo infinito…  

Rincón de la poesía: Dolor - Sivela Tanit

  El dolor puede ser tan instantáneo como el voltear de una página, o tan largo y agudo como la respiración de un agonizante. El dolor puede ser también una agonía que se lleva como una ligera capa de seda, es algo que está allí y no sientes su peso, sólo el nudo en tu cuello que te ahorca y te limita. El dolor es tan profundo como los pensamientos de un filósofo o tan ligero como la brisa del viento sobre pétalos de rosas. El dolor tiene muchas caras, puede curarse con las dulzura de una cálida voz o incurable como una cicatriz. El dolor es un mar sin vida, es la agonía eterna de un corazón mancillado, es el eterno día que se recuerda con agonía. El dolor es resbalarse sin levantarse, es buscar una mano amiga y mirar la sombra del inmenso vacío de tu perfil. Mi dolor es tan infinito que nunca alcanza el olvido, es la amargura sin secar que siempre está en mis labios, es cada lágrima que nace de la palabra, es mi agonía que recuerda tu cuerpo, es la añoranza de volver a...

La noche del vals y el nocturno - Francisco Tario

Me hallaba yo en un ángulo de la terraza, sofocado por la furia de la danza. Los músicos, en el interior del salón, limpiaban sus frentes rojas y el director de orquesta ordenaba su corbata blanca. Lánguidas parejas de enamorados discurrían por los jardines húmedos cuyas emanaciones no eran más sugerentes que las de las mujercitas pálidas. La luna, rosada, alta, era una extraña perla suspendida misteriosamente sobre el mundo... Invisible y bello, contemplaba yo el espectáculo calladamente junto a los muslos de una dríada de mármol. Entonces, cuando mi abstracción era absoluta, percibí una voz tan dulce que igualaba las melodías más dulces de mi música. Atendí, notando que la voz me hablaba. —¿Quién eres? —pregunté en seguida, sin lograr distinguir figura alguna. —Adivina —insinuó la voz muy tiernamente. Me llevé un dedo a los labios, inclinándome sobre la balaustrada. Luego tomé entre mis dedos una madreselva y balbucí: —¡No sé! —Adivina... —¿Eres también música? —suger...