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Mostrando las entradas etiquetadas como noche

Pisadas - Harlan Ellison

Para ella, la oscuridad nunca llegaba a la Ciudad de la Luz. Para ella, la noche era el tiempo de la vida, un tiempo lleno de momentos de luz más brillantes que todo el neón barato que mancillaba Champs Elysées. Como no había llegado nunca a Londres, ni a Bucarest, ni a Estocolmo, ni a ninguna de las quince ciudades que había visitado en sus vacaciones. Su gira de gourmet por las capitales de Europa. Pero la noche había llegado frecuentemente a Los Ángeles. Precipitando su huida, obligando a la precaución, produciendo dolor y hambre, una terrible hambre que no podía ser saciada, un dolor que no podía ser arrancado de su cuerpo. Los Ángeles se había vuelto peligrosa. Demasiado peligrosa para uno de los hijos de la noche. Pero Los Ángeles había quedado atrás, y todos los titulares de los periódicos acerca del carnicero loco , acerca del destripador , acerca de las terribles muertes . Todo quedaba atrás... y también Londres, Bucarest, Estocolmo, y una docena de otros pastos. Quinc...

Mamut en la noche inmensa - Eugenio Mandrini

Soñó que el mamut muerto en el último invierno, el mamut más formidable, más temible y de más estremecedor pelaje oscuro que viera en su azarosa vida de cazador, volvía a buscarlo a él, de entre todos los hambrientos de la tribu que intervinieron en la cacería, sólo a él. Después, la visión se trasladó a la realidad y el mamut aparecía, irremediable, en cualquier momento de la noche o cuando el fuego de la caverna volvía a la ceniza o aún mimetizado en la lluvia, en la niebla o en la humareda de los bosques incendiados. Entonces cerró todas las formas de la luz y la alucinación y se arrancó los ojos para no verlo más. Pero el mamut volvía siempre, irremediable, porque en el mundo de los ciegos, los ciegos ven.

La Sirena - Ray Bradbury

  Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba a los barcos solitarios.  Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma. —Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? —preguntó McDunn. —Sí —dije—. Afortunadamente, es usted un buen conversador. —Bueno, mañana irás a tierra —agregó McDunn sonriendo— a bailar con las muchachas y tomar gin. —¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo? —En los misterios del mar. McDunn encendió su pipa. Eran las sie...

El abrazo - Amparo Dávila

Sentada frente a la ventana se entretenía mirando las gotas de agua que se deslizaban por los cristales. Era una lluviosa y oscura noche de otoño, una de esas noches en que la lluvia cae lenta y continuadamente con monotonía de llanto asordinado, de ese llanto que se escucha por los rincones de las casas abandonadas.  Desde su asiento podía ver los relámpagos que centelleaban en aquel sombrío horizonte de siluetas de edificios, iluminados sólo breves instantes con la luz de los rayos.  De vez en cuando se recargaba sobre la ventana y se ponía a contemplar la calle solitaria y la lluvia que caía sobre las viejas baldosas formando charcas o fugándose en corrientes.  Era casi todo lo que podía hacer en esas noches cuando el deficiente alumbrado de la ciudad bajaba considerablemente o se interrumpía por intervalos, debido a las constantes descargas eléctricas.  Noches tristísimas en que sentía el peso de un pasado plenamente vivido, y la soledad presente que la envolvía ...