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Mostrando las entradas etiquetadas como Imbert

Espiral - Enrique Anderson Imbert

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que er...

La pierna dormida - Enrique Anderson Imbert

Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: "y si dejara la izquierda aquí?" Meditó un instante. "No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba." Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las sabanas.  

Tabú - Enrique Anderson Imbert

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro: –¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino. –¿Zangolotino?   –pregunta Fabián azorado. Y muere.

El leve Pedro - Enrique Anderson Imbert

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarla y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso. -Oye -dijo a su mujer- me siento bien, pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda. -Languideces -le respondió su mujer. -Tal vez. Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Pero según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era l...

El fantasma - Enrique Anderson Imbert

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación. ¿Con que eso era la muerte? ¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte lo objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha...Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso. Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! - Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuer...

La montaña - Enrique Anderson Imbert

  El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en su butaca, en me dio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sen tirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del niño una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, in móviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie. —¡Papá, papá! —llamó, a punto de llorar.    Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.    —¡Papá, papá!   El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

El suicida - Enrique Anderson Imbert

Al pie de la Biblia abierta  -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo-  alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó. Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno. ¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos. Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien. Tomó la cuchilla de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando navajazos. La hoja se hundía en las carnes...