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La Cenicienta - Charles Perrault

Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo. El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo. Junto con realizarse la boda, la madrastra dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero. La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de mied...

Vampiro - Emilia Pardo Bazán

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?   Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la rein...

Crónica roja - Eduardo Gotthelf

Necesitaban dinero para irse lejos. Ella estaba muy enamorada, pero sabía que su familia nunca iba a aceptar a un simple leñador, para colmo feo, de ojos saltones y dientes grandes.  Esa tarde fueron juntos a la casa de la abuela para robarle sus joyas. Como la anciana los sorprendió, no les quedó más remedio que matarla.  Después inventaron una historia, y le echaron la culpa al lobo.

De cómo llegó Plash–Goo al País que Nadie Desea - Lord Dunsany

En una choza con techo de paja, de tan descomunal tamaño que podríamos considerarla un palacio, aunque no fuera más que una choza por su estilo constructivo, sus vigas de madera y la índole de su interior, vivía Plash–Goo. Plash–Goo era uno de los hijos de los gigantes, cuyo monarca era Uph. El linaje de Uph había menguado en corpulencia durante los últimos quinientos años, de manera que ahora los gigantes no sobrepasaban los quince pies de altura; no obstante, Uph comía elefantes, que atrapaba con las manos. En la cumbre de las montañas que rodeaban la casa de Plash–Goo –pues Plash–Goo vivía en el llano– habitaba un enano llamado Lrippity–Kang. El enano solía caminar al atardecer por las crestas más altas de las montañas, subiéndolas y bajándolas, y era achaparrado, feo y peludo; y Plash–Goo lo vio claramente. Durante varias semanas, el gigante había soportado verlo hasta que finalmente le molestó su presencia (como suele ocurrir a los hombres con las cosas insignificantes) y ya no pu...