El viaje circular - Rodolfo Walsh
En diciembre de 1926 egresé del Politécnico de Mecánica de Hamburgo y cuatro
meses más tarde entré como asistente del ingeniero jefe en las grandes usinas
que proveen de energía eléctrica a la ciudad de Bremen. Recuerdo haber
comprobado con asombro que mis estudios en la materia no me habían preparado
para la visión casi fantástica que se me ofreció cuando franqueé la última
puerta de acceso, para hacerme cargo de mis funciones: las grandes máquinas
cuyos volantes giraban rápidamente, la blanquísima luz reflejada en los
mosaicos y azulejos, la atmósfera cálida y el zumbido característico de las
grandes centrales, todo me impresionó vivamente.
Von Braulitz, el ingeniero, era un hombrecito amable, de ojos muy azules y
cabellos muy blancos. Algunas de las máquinas habían sido construidas bajo su
dirección. Las describía con orgullo casi infantil, mientras me acompañaba en
mi primera visita a la sala. Por una de ellas, sobre todo, profesaba un
verdadero amor, una pasión casi enfermiza que sorprendía de momento en un
hombre tan formal y aplomado.
Después he comprendido que ese sentimiento estaba justificado. Yo también he
llegado a quererla, a venerar su funcionamiento perfecto, su armonía ciclópea,
la auténtica poesía de sus líneas. Era una unidad enorme y reluciente.
-Extraña, ¿verdad? -dijo Braulitz deteniéndose ante la máquina, y un fugaz centelleo iluminó sus ojos transparentes-. ¿Ha observado que todas las partes que juegan tienen superficies de apoyo tan grandes que el desgaste es casi nulo? Le será fácil comprender que una máquina así dispuesta es...
-Sí, sí -dije, interrumpiéndole-, comprendo perfectamente que sea capaz de funcionar mucho tiempo sin parar; quizá veinte días o más...
-Eso lo hace cualquier máquina -me replicó con un gesto de desdén que, una vez más, me extrañó; pero enseguida volvió a hablar pausado y casi dulce-. Esta ha marchado sin detenerse noventa días con sus noches, en su prueba inicial, y ahora está funcionando desde el mes de enero y se detendrá sólo a fin de año, o aun más tarde. -Sonrió, palmeando la bruñida envoltura del más grande de sus cilindros, y agregó luego-: La llamamos "La Incansable".
Después me llevó al costado del volante. Yo nunca había visto una pieza tan grande. La parte que emergía del piso tenía más de seis metros, y el aire desplazado silbaba a su alrededor. Los brazos, en su incesante rotar, parecían empeñados en vertiginosa carrera, reapareciendo con nuevo impulso después de perderse en el extremo opuesto. La voz del ingeniero sorprendió mis pensamientos:
-¿Está observando el volante? ¿Vio alguna vez algo parecido? ¿Se da cuenta del tamaño de su corona?
Debí admitir que, en efecto, nunca había visto nada semejante. La máquina, orgullo de la industria alemana, era semejante a un dios de acero.
Después de recorrer conmigo la sala y ponerme al tanto de mis tareas, Braulitz me mostró mi cuarto. La usina estaba en las afueras de la ciudad, y para evitar las molestias del transporte, los altos empleados que así lo desearan se alojaban en la misma. La habitación, aunque pequeña, estaba provista de todas las comodidades.
En una de las blancas paredes vi la fotografía de un hombre
joven y alto, con pantalones blancos y camisa de sport. Braulitz siguió la
dirección de mi mirada y murmuró:
-Adalbert Drappen. Su antecesor. Era un muchacho muy capaz, pero tenía ideas algo anárquicas. -Sonrió con paternal condescendencia, como hombre habituado a comprender los impulsos y las pasiones de la juventud-. El ordenanza se ha olvidado de sacar la fotografía. Mañana se lo recordaré.
-Adalbert Drappen. Su antecesor. Era un muchacho muy capaz, pero tenía ideas algo anárquicas. -Sonrió con paternal condescendencia, como hombre habituado a comprender los impulsos y las pasiones de la juventud-. El ordenanza se ha olvidado de sacar la fotografía. Mañana se lo recordaré.
Quise averiguar algo más acerca de Drappen, pero Braulitz se evadió. Me dio las
buenas noches, me estrechó la mano deseándome suerte en el desempeño de mis
funciones y se retiró.
Más tarde supe por uno de los capataces que Drappen había sido despedido. Fue
en ocasión de las revueltas socialistas de febrero, dos meses antes de mi entrada
en la usina.
Adalbert Drappen era militante fervoroso. Había exigido que la
usina se plegara al movimiento. Braulitz no tuvo inconveniente en parar todas
las máquinas, pero cuando se trató de detener "La Incansable", se
negó. Hubo un altercado violento, que nadie presenció, pero que algunos oyeron
en las inmediaciones de la sala de máquinas. Al día siguiente Braulitz anunció
que había despedido a Drappen.
Los huelguistas, que ocupaban pacíficamente la
fábrica, oyeron la noticia con una sonrisa: sabían que si el movimiento
triunfaba, Braulitz tendría que reincorporar a Drappen. En el fondo apreciaban
al viejo -a quien tenían por un testarudo-, y por eso nadie se molestó en parar
"La Incansable". Noche tras noche Braulitz montó guardia junto a su
amada máquina, hasta que finalizó el conflicto y los huelguistas debieron ser
reincorporados.
Pero Drappen no se presentó. Seguramente la disputa con
Braulitz lo había afectado profundamente. Quería mucho al viejo, y éste también
lo apreciaba, y decía siempre que Adalbert era su mano derecha. Durante algunas
semanas todos lo notaron muy decaído y sombrío, y lo atribuyeron al disgusto
experimentado.
Por la noche, finalizada nuestra tarea, solíamos reunimos con Braulitz y Fischer, el subjefe, en el casino de la usina. Fischer era un alemán corpulento, gran bebedor de cerveza, bebida que para mí, hombre del sur, nunca ha tenido gran atractivo.
Por la noche, finalizada nuestra tarea, solíamos reunimos con Braulitz y Fischer, el subjefe, en el casino de la usina. Fischer era un alemán corpulento, gran bebedor de cerveza, bebida que para mí, hombre del sur, nunca ha tenido gran atractivo.
Fischer y yo jugábamos al billar, mientras Braulitz
leía en un sillón, levantando de tanto en tanto la cabeza para mirarnos sonriendo,
con aquella expresión apacible y paternal.
Fischer medía sus carambolas con
toda la precisión de un ingeniero; lo único que le faltaba para dar a su
actitud el distinguido toque grotesco era instalar un teodolito sobre la mesa.
Y cuando erraba un sencillo pase de bola, contemplaba primero el paño y después
el taco con cómica perplejidad.
Una vez por semana, los jueves, Braulitz me invitaba a cenar en un restaurante
de las cercanías, a orillas del Weser, que fluía oscuramente entre las luces de
la ribera. De sobremesa me contaba la historia de su juventud e infinidad de
anécdotas en las que ponía lo mejor de su ingenio vivo y chispeante.
Por ser un
hombre de ciencia, tenía una extraordinaria imaginación de tipo literario, y
recuerdo haberle oído más de una vez, con asombro, relatar fingidas aventuras y
barajar fantásticas posibilidades entresacadas del sombrío mundo científico.
Siempre sospeché que a hurtadillas leía novelas policiales. Una de aquellas
fantasías, sobre todo, me impresionó, quizá por la proximidad de los elementos
que implicaba.
-Imagínese usted -me dijo con aquella sonrisa bonachona y un brillo malicioso en la mirada-, imagínese usted, querido Cacciadenari, que alguno de nosotros, un capataz, un obrero, tuviese la mala fortuna de dar un traspié y caer en el volante de "La Incansable".
Tal vez se oiría un grito, pero nada más.
El ruido de las máquinas lo taparía todo. Por unos instantes, una delgada
franja oscura aumentaría el espesor de la corona. Después la franja disminuiría
rápidamente y el volante retornaría a su aspecto anterior... ¿Me sigue usted?
Yo asentí con la mirada, suspenso de sus palabras.
-La fuerza que oprimiría el cuerpo contra el metal de la corona sería superior
a la que experimentaría estando a quince metros bajo tierra. Si cayera de
espaldas, después de dar una vuelta sobre sí mismo, y en su desesperación se
aferrara a un brazo del volante, esa fuerza centrífuga, como si tuviera algo de
diabólico y viviente, lo obligaría a desasirse y distendería su cuerpo en toda su
longitud. Cada partícula de su cuerpo cedería bajo la acción de una energía
sutil e inexorable.
Pronto cesaría de respirar, el corazón se incrustaría en
los pulmones. Las ropas y las carnes se convertirían poco a poco en polvo
impalpable y se perderían en la atmósfera; los mismos huesos empezarían a
desgastarse. Y mientras sucediera esto, nadie lo vería, nadie sabría de ese
vertiginoso viaje circular, prolongado a lo largo de semanas y de meses.
Adherido a la corona, invisible, muerto, polvo fino y blanco, acaso un hedor
apenas perceptible... Sería una muerte prodigiosa, quizá única hasta ahora. Y
cuando la máquina se detuviera, uno, dos años después, sólo quedarían en el
interior de la corona el reloj, las monedas, una hebilla metálica, una
cigarrera de plata, unos restos de huesos...
Braulitz encendió un cigarrillo y fumó pensativamente, con los ojos clavados en
las sombras movedizas del río.
Debió extrañarle mi silencio, porque al fin clavó en mí sus claras pupilas
azules, y me dijo, palmeándome el brazo:
-Parece que mi historia lo ha afectado, querido amigo. Vamos, no haga usted caso de las fantasías de un viejo.
En septiembre supe que Braulitz estaba enfermo. Ya le era imposible disimularlo. Su tez rosada había adquirido un tinte cadavérico y sus bondadosos ojos azules miraban como muertos desde el fondo de sus pupilas. Su enfermedad era de las que no se curan; una que se pronuncia siempre con secreto temor: cáncer.
-Parece que mi historia lo ha afectado, querido amigo. Vamos, no haga usted caso de las fantasías de un viejo.
En septiembre supe que Braulitz estaba enfermo. Ya le era imposible disimularlo. Su tez rosada había adquirido un tinte cadavérico y sus bondadosos ojos azules miraban como muertos desde el fondo de sus pupilas. Su enfermedad era de las que no se curan; una que se pronuncia siempre con secreto temor: cáncer.
Pasaba casi todo el día encerrado en su cuarto, y sólo salía de tanto
en tanto para detenerse ante "La Incansable" y mirarla largamente con
expresión pensativa.
A fines de noviembre todos comprendimos que se acercaba el fin. Braulitz
soportaba con estoicismo sus terribles dolores, y sólo parecía preocuparse
cuando se hablaba de su amada máquina. Sus últimas palabras fueron para ella:
-Que siga andando..., hasta que yo me muera. -Y añadió con macabro humorismo-: No quiero que se pare antes que yo.
Después pronunció palabras incomprensibles:
-Ese hermoso viaje circular...
-Que siga andando..., hasta que yo me muera. -Y añadió con macabro humorismo-: No quiero que se pare antes que yo.
Después pronunció palabras incomprensibles:
-Ese hermoso viaje circular...
Horas más tarde perdió el conocimiento y al tercer día murió.
Yo presencié la detención de "La Incansable". De común acuerdo con
Fischer, decidimos pararla para hacer una limpieza que ya se hacía
imprescindible. No sin emoción observé cómo el gigantesco volante disminuía
pausadamente su velocidad, cómo el silbante remolino de los brazos asumía sus
precisos contornos, hasta que por fin el bruñido dios de acero se paró con un
chasquido.
Entonces, con asombro, con miedo, con desolación, oímos un entrecortado
estrépito y un cristalino tintineo. Y de la inmóvil corona de "La
Incansable" rodaron al piso un puñado de huesos, un reloj, unas monedas,
una hebilla metálica, una cigarrera de plata con dos iniciales grabadas: A.D.
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