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Mostrando las entradas etiquetadas como Marguerite

El alcohol - Marguerite Duras

He vivido sola con el alcohol durante veranos enteros, en Neauphle. La gente venía los fines de semana. Durante la semana estaba sola en la gran casa, y allí el alcohol adquirió todo su sentido. El alcohol hace resonar la soledad y termina por hacer que se lo prefiera antes que cualquier otra cosa.  Beber no es obligatoriamente querer morir, no. Pero, uno no puede beber sin pensar que se mata. Vivir con el alcohol es vivir con la muerte al alcance de la mano. Lo que impide que uno se mate cuando está loco de la embriaguez alcohólica, es la idea de que, una vez muerto, no beberá más.  Empecé a beber en las fiestas, en las reuniones políticas, primero los vasos de vino y luego el whisky. Y luego, a los cuarenta y un años, encontré a alguien que le gustaba de verdad el alcohol, y que bebía cada día, pero razonablemente. Lo superé en seguida. Esto duró diez años. Hasta la cirrosis y los vómitos de sangre. Me paré durante diez años. Era la primera vez. Volví a empezar, y volví a ...

El tren a Burdeos - Marguerite Duras

Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre.  Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias.  No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia.  Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habí...

La muerte de Marko Kralievitch - Marguerite Yourcenar

Las campanas tocaban a muerto en el cielo casi insoportablemente azul. Parecían más fuertes y más estridentes que en cualquier otro sitio, como si en aquel país, situado en la linde de las regiones infieles, hubiesen querido afirmar muy alto que quienes las tocaban eran cristianos, y cristiano asimismo el muerto que acababan de enterrar.  Pero allá abajo, en el pueblo blanco de patios estrechos, donde los hombres se sentaban en el lado de la sombra, su sonido llegaba mezclado con gritos, llamadas, balidos de corderos, relinchar de caballos y rebuznos de asnos, así como, en ocasiones, unido al ulular y las oraciones de las mujeres por el alma que acababa de partir, o a la risa de un idiota a quien aquel duelo público no interesaba en absoluto.  En el barrio de los estañadores el alboroto de los martillos cubría su sonido. El anciano Stevan, que remataba delicadamente, a golpecitos secos, el cuello de una jarra, vio que alguien apartaba la cortina que tapaba la entrada. Un poco ...

La leche de la muerte - Marguerite Yourcenar

    La larga fila «beige» y gris de los turistas se extendía por la calle ancha de Ragusa; los gorros adornados con trencilla y las opulentas chaquetas bordadas, que se mecían al viento a la puerta de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros a la búsqueda de regalos baratos, o de disfraces para los bailes de a bordo. Hacía un calor como sólo puede hacerlo en el inferno. L as montañas peladas de Herzegovina proyectaban en Ragusa sus fuegos de espejos ardientes.      Philip Mide entró en una cervecería alemana en donde zumbaban unas cuantas moscas enormes en medio de una asfixiante penumbra. La terraza del restaurante daba paradójicamente al Adriático, que reaparecía allí, en plena ciudad, en el lugar donde menos se le esperaba, sin que aquella súbita escapada azul sirviera de otra cosa que no fuera añadir un color más a lo abigarrado del mercado.       Un hedor pestilente ascendía de un montón de desperdicios de pescado que estaban...

Cómo se salvó Wang‑Fô - Marguerite Yourcenar

     Avanzaban lentamente, pues Wang ‑ Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang ‑ Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz.       Eran pobres, pues Wang ‑ Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.      Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija únic...