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La canción de Thelinde - Roger Zelazny

A través del atardecer, al otro lado de la montaña, bajo una luna enorme y dorada, Thelinde estaba cantando. En el elevado salón brujesco de Caer Devash, circundado por completo de pinos y reflejado muy por debajo de las rocas en el plateado río denominado Denesh, Mildin oyó la voz de su hija y las palabras del canto:   «Los hombres del Oeste son fuertes, los hombres del Oeste son valientes, pero Dilvish el Maldito regresó e hizo de su sangre fríos torrentes. Mientras lo perseguían de Portaroy a Dilfar, en la zona oriental, Dilvish montaba una criatura traída del Infierno: un negro y metálico animal. No lograron herir ni detener a su montura, el caballo que los hombres llaman Black, porque el coronel adquirió enorme sabiduría con la maldición de Jelerak...»   Mildin se estremeció, cogió su reluciente capa de bruja (ella era Dama del Aquelarre) y tras echársela a la espalda y atársela al cuello con la ahumada Piedra de la Luna, se transformó en u...

La caja en la obscuridad - Úrsula K. Le Guin

Un niño pequeño caminaba por la arena suave de la orilla del mar sin dejar huellas. Las gaviotas chillaban en el cielo luminoso y sin Sol, las truchas saltaban en el océano sin sal.  En el horizonte lejano apareció por un momento la serpiente marina, formando siete arcos enormes, y luego, con un bramido, se sumergió. El niño silbó, pero la serpiente marina, ocupada en la caza de ballenas, no volvió a emerger.  Caminó sin echar sombra ni dejar huellas sobre la arena extendida entre los acantilados y el mar, frente al que se erguía un promontorio con césped sobre el que una choza se sostenía sobre sus cuatro patas. Mientras subía por un sendero al acantilado, la choza brincó y se frotó las patas delanteras como lo hubiese hecho un abogado o una mosca; pero las manecillas del reloj que había en su interior no se movieron nunca. –¿Qué es lo que llevas allí, Dick? –le preguntó su madre mientras agregaba perejil y una pizca de pimienta en el guiso de conejo que hervía en un alam...

Bébase entero: contra la locura de masas - Ray Bradbury

     Era una de esas noches tan rematadamente calurosas en que estás rumbado y sin saber qué hacer hasta las dos de la madrugada, luego te levantas dando tumbos, te remojas con tu fermentado sudor y bajas tambaleante al gran horno del metro donde aúllan trenes perdidos. —Infierno —musitó Will Morgan. Y el infierno era, con un suelto ejército de bestias, gente que pasa la noche errando del Bronx hasta Coney y viceversa, hora tras hora, en busca de repentinas inhalaciones de salino viento oceánico que tal vez te hagan jadear de agradecimiento. En alguna parte, Dios, en alguna parte de Manhattan o más lejos había refrescante viento. Al amanecer, era preciso encontrarlo... —¡Maldita sea! Atontado, Will Morgan vio maniacas oleadas de anuncios, chorros de sonrisas dentífricas, sus ideas propagandísticas persiguiéndole por toda la calurosa isla nocturna. El tren gruñó y se detuvo. Otro tren permanecía parado en la vía opuesta. Increíble. Allí, en la abierta venta...