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Desde allá - Emilia Pardo Bazán

Don Javier de Campusano iba acercándose a la muerte, y la veía llegar sin temor, arrepentido de sus culpas; confiaba en la misericordia de aquel que murió por tenerla de todos los hombres.  Sólo una inquietud lo acuciaba algunas noches de esas en que el insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, faltando él, entre sus dos hijos y únicos herederos nacerían disensiones, acerbas pugnas y litigios por cuestión de hacienda.  Era don Javier muy acaudalado propietario, muy pudiente señor; pero no ignoraba que las batallas más reñidas por dinero las traban siempre los ricos.  Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar sus aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largo tiempo con su hermano mayor; pleito intrincado, encarnízado, interminable, que empezó entibiando el cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento.  El pecado de desear a su hermano toda especie de males, de haber injuriado y difamado, y hasta, ¡tremenda memoria!, de h...

Beatriz - Ramón Del Valle Inclán

1 Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares blanqueaban estatuas de dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada. La Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la capilla.  Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado. ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena, Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta--Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios.  De...

Dormir, acaso soñar - Mel Washburn

La cena había sido sencillamente horrible —el asado carbonizado, la verdura recocida—, y Oliver Evans no se había comportado de forma demasiado amable. Después de cada uno de aquellos platos incomibles se había mofado de los esfuerzos culinarios de su esposa confiándoles a los dos invitados que ella nunca había sido capaz de cocinar nada que valiese la pena. —Será mejor que vuelvas a poner esto en la olla otro rato, Mary comentó mientras sostenía en lo alto una zanahoria lacia y amarilla—. Me parece que todavía está un poco viva. —Y les hacía un guiño sin disimular a los invitados. —Ji, ji, ji —cacareaba el pequeño profesor—. Yo no dirría «un poco viva», ¿eh? O uno está vivo o no lo está. Ji, ji. ¿No estoy en lo cierrto, doctorr? Victor Marx sonrió cortésmente, pero no dijo nada. La vida y la muerte eran los temas de los que habitualmente se ocupaba de forma profesional. No le gustaba nada hacer bromas sobre eso mientras cenaba. Mary Evans se ruborizó. —Me parece que la cena ...