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Cuentos del Club de los Casados Negros - David Langford

—Caballeros, creo que quizá yo tenga la solución a su problema —murmuró con voz humilde Isaac, el mayordomo, mientras servía el brandy. —¡Es imposible! —jadeó Movias—. Esto no es más que un truco para impedirme que recite mi condensación del Diccionario de Johnson en verso libre. —Continúa, Isaac —dijo Savimo—. No hagas caso de ese pesado. —Gracias, señor. En primer lugar, enseguida me di cuenta de que el difunto doctor Osmavi era, evidentemente, un caballero muy erudito. —¿Y qué pruebas tienes de eso? —preguntó Movias. —Señor, el que en su apartamento estuviera presente La tabla periódica de Primo Levi. En otras palabras…, un libro. —¡Por… supuesto! —Bien, caballeros, ya sabemos que el Departamento de Policía de Nueva York examinó ese libro de la forma más concienzuda posible, buscando el código secreto que, según las últimas palabras del doctor Osmavi, debía encontrarse « en el libro». Buscaron por entre todas las páginas; hurgaron en el lom o y despegaron las tapas. Pero no se les...

El Distante Rumor de los Motores - Algis Budrys

  —¿Len? ¿Lenny? El hombre de la cama vecina trataba de despertarme. Yo descansaba en la oscuridad, con las manos cruzadas bajo la cabeza, escuchando el ruido del tránsito que pasaba frente al hospital. Aun a altas horas de la noche (y siempre era tarde cuando el hombre de la cama vecina se atrevía a hablarme), el tránsito exterior era bastante intenso, ya que la ruta atravesaba la ciudad. Esto había sido una suerte para mí, pues el practicante de la ambulancia no había conseguido parar en ningún momento el río de sangre que me brotaba de las piernas. Si hubiésemos tenido que viajar un kilómetro más, dos minutos más, me habría quedado seco como la piel de una víbora. Pero ahora me sentía bien, relativamente: salí del choque con dos piernas menos, que se llevó el otro camión. Estaba vivo y durante la noche podía escuchar los camiones que pasaban: los larguísimos acoplados, los semirremolques, los tándems, los petroleros... Venían de la costa, de Charleston y Norfolk, iban a Nueva Yo...

Ejércitos - Eduardo Vaquerizo

  Se levantó del barro luchando contra la viscosidad, temblándole las rodillas, resbalando una y otra vez sobre la arcilla empapada de una pequeña ladera rodeada de pinos. Se miró el cuerpo. Estaba cubierto por una complicada cota de cuero curtido y remachado en hierro. La suciedad opacaba el metal de los clavos. Hacia calor. La luz de lo alto,   en el cielo grisáceo, le dañaba los ojos haciéndole parpadear. No tenía idea ninguna en su mente, solo remolinos de emociones apenas formuladas qué giraban caóticamente sin lograr asirse a nada. Notó un tirón en el pelo y se tocó una enorme costra de sangre semicoagulada en una sien. Nada mas hacerlo fue consciente del intenso latido de dolor que le sacudía todo ese costado de la cabeza.   Estaba herido. A su lado había un largo objeto de metal. Sin saber porque, lo cogió y comenzó a andar. El cielo le deslumbraba con su intensa palidez lechosa. Debía ser poco más de mediodía. Los pinos goteaban agua y de vez en cuando alguna...