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Años - Cesare Pavese

De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo, esa noche, que tenía que irme, o irse ella - ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejase que probásemos de nuevo: estaba tumbado a su  lado y la  abrazaba. Ella  me dijo: - ¿Con qué finalidad? - Hablábamos en voz baja, a oscuras. Luego Silvia se durmió, y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que fuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmig...

Estaré esperando - Raymond Chandler

Era la una de la madrugada cuando Carl, el portero nocturno, apagó la última de las tres lámparas de mesa del vestíbulo principal del hotel Windermere. El azul de la alfombra se oscureció un par de tonos y las paredes retrocedieron hasta hacerse distantes. Las sillas se llenaron de sombras perezosas. Los recuerdos pendían como telarañas en los rincones. Tony Reseck bostezó. Ladeó la cabeza y escuchó la frágil, nerviosa música que salía de la sala de radio situada detrás del pequeño arco en que terminaba el vestíbulo. Frunció el ceño. Aquélla debería ser su sala de radio, a partir de la una de la madrugada. Nadie debería estar en ella. Aquella pelirroja le destrozaba las noches. Desapareció el frunce y una sonrisa en miniatura se le dibujó en las comisuras de la boca. Aflojó los músculos. Era un hombre de edad madura, bajito, pálido, barrigudo, de largos y delicados dedos ahora asidos al diente de alce de la cadena de su reloj; dedos largos y delicados, de ilusionista, dedos de uñas...

La pareja del capitán - Evelyn E. Smith

  —En algunas ocasiones, capitán —dijo Deacon furiosamente—, me pregunto si es usted humano. —¿Y quién le ha dicho que lo fuera? —repliqué, esforzándome en adoptar un tono divertido, aunque no lo estuviera en absoluto—. ¿Acaso tengo ese aspecto? Los otros se rieron ante mi observación, y Deacon enrojeció. —Sabe muy bien lo que quiero decir —murmuró, irritado—. ¡No tiene usted corazón! ¿Corazón? ¡Por supuesto que lo tenía! ¿Qué sabían aquellos insignificantes bípedos al respecto? —Mis sentimientos no le conciernen —le dije bruscamente—, así como los suyos no me conciernen a mí. Se les ha pagado para realizar un trabajo, lo único que exijo es que lo hagan. Mientras tanto, quiten sus sucios tentáculos de mi equipaje. Arrastré el cofre fuera de su alcance. Era mi bien más preciado, y hubiera preferido que me cortaran en pedazos antes que soportar ver a aquellos monstruos tocándolo. —Son manos, ¿sabe? —exclamó—. Manos, no tentáculos. Y le quedaría muy agradecido si lo reco...