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La alondra cantarina y saltarina - Hermanos Grimm

  Erase una vez un hombre que tenía proyec­tado un gran viaje, y al despedirse les pre­guntó a sus tres hijas qué querían que les trajera. La mayor quiso perlas, la segunda diamantes, pero la tercera dijo: -Querido padre, yo quiero una alondra cantarina y saltarina. -Sí, si la puedo conseguir la tendrás -dijo el padre, y besó a las tres y se marchó. Cuando le llegó el momento de regresar de nuevo a casa tenía las perlas y los diamantes para las dos mayo­res, pero la alondra cantarina y saltarina para la más pequeña la había buscado en vano por todas partes, y eso le daba mucha pena, pues en realidad era su hija favorita. Su camino le llevó entonces por un bosque, y en mi­tad de él había un magnífico palacio, y cerca del palacio había un árbol, y arriba del todo, en la copa del árbol, vio una alondra que cantaba y saltaba. -¡Vaya, me vienes que ni pintada! -exclamó. Se puso muy contento y llamó a su criado y le mandó que se subiera al árbol y atrapara al animalito. Per...

Blancanieves - Hermanos Grimm

Era un crudo día de invierno, y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo y tres gotas de sangre fueron a caer sobre la nieve. El rojo de la sangre destacaba bellamente sobre el fondo blanco, y ella pensó: «¡Ah, si pudiese tener una hija que fuese blanca como nieve, roja como sangre y negra como el ébano de esta ventana!».   No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabello negro como la madera de ébano; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.   Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva reina era muy bella, pero orgullosa y altanera, y no podía sufrir que nadie la aventajase en hermosura.   Tenía un espejo prodigioso, y cada vez que se miraba en él, le preguntaba: «Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es d...

La caja en la obscuridad - Úrsula K. Le Guin

Un niño pequeño caminaba por la arena suave de la orilla del mar sin dejar huellas. Las gaviotas chillaban en el cielo luminoso y sin Sol, las truchas saltaban en el océano sin sal.  En el horizonte lejano apareció por un momento la serpiente marina, formando siete arcos enormes, y luego, con un bramido, se sumergió. El niño silbó, pero la serpiente marina, ocupada en la caza de ballenas, no volvió a emerger.  Caminó sin echar sombra ni dejar huellas sobre la arena extendida entre los acantilados y el mar, frente al que se erguía un promontorio con césped sobre el que una choza se sostenía sobre sus cuatro patas. Mientras subía por un sendero al acantilado, la choza brincó y se frotó las patas delanteras como lo hubiese hecho un abogado o una mosca; pero las manecillas del reloj que había en su interior no se movieron nunca. –¿Qué es lo que llevas allí, Dick? –le preguntó su madre mientras agregaba perejil y una pizca de pimienta en el guiso de conejo que hervía en un alam...